La pulpería (26)
En el salón sus tres
amigos trabajosamente habían emprendido de nuevo la marcha hacia el tendal de
armas, cuando se echaron atrás, como a palos. Y debieron escuchar entre el
mecimiento de sus ponchos:
-¡Que nadie toque un
arma!
Era Don Juan, quien
siguió:
-Si no, caballeros, la
autoridá se los incauta en cuantito pisemos la puerta y las pone contra
nosotros. A ver, pulpero, muevasé y agenceemé dos bolsas para ponerlas adentro.
Y usté, Montés, sin perder de vista a los prisioneros vayasé corriendo despacio
a la salida.
Más muerto que vivo, uno
de los Charabones apareció con las bolsas.
-A ver usté y usté. Ayuden
al mozo.
Se adelantaron el Biguá y
el Gavilán. Su compinche Hurón recogía del suelo baraja por baraja.
-Y mientras tanto,
pulpero, y por favor apuresé, en mi maleta me va poniendo unos quilos de yerba,
un quilo de tabaco suelto, no en paquetes… una cuerda de naco y chala y papel…
¡Caray, y sal! ¡Qué cabeza! ¡Me olvidaba de la sal!... ¿Qué es lo que está
diciendo usté?
-¡No señor, yo no dije
nada!
Pero había dicho, sí, sin
querer en voz alta, el pulpero:
-Ya está. Apareció la sal.
¡Pucha, qué cabeza la del Sargento Segundo!
-Las carabinas… a las carabinas
me las ponen en bolsa aparte, con las culatas para adentro. Y no se preocupen
porque los caños sobresalgan por afuera. Y ponen allí los sables y las pistolas
y las cartucheras de la policía. Todo lo de los particulares va en la otra
bolsa. No hagan etreveros. Y consigan piolas y me las atan bien, que no zafen,
¡ojo!
Ahora se dirigió Don Juan
hacia los uniformados. El Cabo Pato, los Soldados Pajero, Flamenco, Águila,
etc., estaban tiesos, esforzándose en el estiramiento de los brazos, todos
mirándose las puntas de las botas. Para verles las caras primero había que
ganarles por abajo el quepis. La cara del Cabo Cuzco Overo, no. Que él,
evidentemente entusiasmado, no perdía un detalle del desarrollo de los
acontecimientos.
-¡Qué lo tironeó a Don
Juan! ¡Qué cabeza!
-Y ahora, señores -explicó
Don Juan- todos ustedes me van a ir pasando por aquella puertita.
Don Juan se introdujo el
primero en la pieza de juego. Estaba a oscuras, porque su única ventana, que
presentaba al campo gruesa reja, tenía cerrados los postigos. En tinieblas,
pues, Don Juan tanteó la puerta hasta dar con la cerradura, y retiró la llave.
-Pasen, adelante.
Bajo las pistolas del
Venado, del Montés y del tuerto Avestruz de la gorra de vasco, los Soldados se
amontonaron para entrar. El que atropelló primero fue el Cabo Cuzco Overo,
desesperado por curiosear qué pucha había adentro.
-¡No rempujés vos, caray!
-le roncó en voz baja el Comisario-. ¿O te creés que ya no soy tu Superior?
Después… tenemos que hablar, ya sabés.
Don Juan ya había
retrocedido al salón y debió urgir con su pistola al retrasado Comisario quien,
cuando traspasó a ciegas el lóbrego umbral, cerró los ojos como si de
deslumbrara, pero por causa de haber advertido clarito que del lado de afuera
Don Juan daba vueltas a la llave.
-¡Mal rayo te parta!
-¿Qué me habló, mi
Comisario?
-No, decía, no más… ¿Pero
es que ahora no puedo hablar solo, si se me antoja? Bueno, a ver si tantean
alguna silla o banco o de lo que haya. Estoy envarao… ¿Quién se mató del
porrazo?
-¡Yo, yo mi Comisario!
-Ahá, tenías que ser vos!
¿y con qué te pechastes?
-Con una cosa que no es
ni silla ni banco, pero que estoy palpando que sirve lo más bien de asiento, mi
Comisario. Pase usté y esté cómodo.
-¿A ver? ¿A ver? ¡Pucha,
no veo nada! ¡Hablá para orientarme, caray!
-Pase… pase… pase para acá,
don… Y paresé, que ya llegó. Toque despacito.
-¡Pero animal! ¿Vos no sabés
lo que es una poltrona?
-¡Jamás vide! ¡Jamás
vide!
-¡Pero cállate, caray!
¿no estás viendo que me vas a hacer sentar afuera y deslomarme? ¿Qué ruido fue
ese?
-Uno me pisó y yo
refregué algún mueble o eso con la bota y tenía vidrios arriba y se ha venido
abajo, se ve.
-¡Ah, bueno! ¡Me alarmó!
-Mi Comisario, y
disculpemé la pregunta, y le doy palabra de que no es por curiosidá, no más, mi
Comisario, que yo le pregunto…
-Preguntá de una vez,
¡caray!
-Mi Comisario, y disculpe,
¿está cómodo?
Casi se desvanece el Jefe
por el pasaje brusco de la cólera a la gratitud.
-Hecho un Presidente,
muchacho, estaría yo ahora si no fuese por hallarme en esta situación, preso y
a oscuras! ¡Y muchas gracias, m’hijo!
Pero empezó a ser punzado
por una sospecha. Y alboreó, otra vez, y fue tomando cuerpo, la ira.
-¡Miren, miren; si
ustedes se creen que se van a distraer a mis costillas en conversación conmigo,
están arreglados! Aquí me vuelve a hablar uno, y aunque me mate a los porrazos
lo ubico y queda callado para siempre. ¡Como para tertulias tengo la cabeza! Y
hay que hacer luz de una vez. ¡Cabo Cuzco Overo!
-¡Presente, mi Jefe!
Y se sintió una caída. La
de la silla que tanteó sin querer hacía un ratito el Cabo, y en la que recién
estaba arrellanado.
-¿Te caístes? ¡Bien
hecho!-. Terminó el Comisario de secarse el copioso sudor del pescuezo con su
pañuelo y continuó: -Hoy te estuve filiando. Estabas encantado, ¡parece
mentira!, de verme como me veías, mostrando los sobacos de la chaquetilla, como
para que me vinieran a coser algún trabón. No sabés lo que te espera. Ahora
andá hasta tocar la paré. Y después, palmeandolá, buscale la ventanita que
tiene. Y después, abrile de par en par los postigos.
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