sábado

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (69)


La pulpería (24)

Se embebecía el Montés en la contemplación, cuando su atención fue llevada con rudeza al interior de la pulpería.

-¡Al que me abaje los brazos, le meto plomo! Vayanmé desarmando a toditos. Y usté, Soldao Flamenco, corrasé para el flanco y protéjame bien, no sea cosa que alguno agarre a otro de trinchera y por abajo del poncho me quiera hacer una gracia.

Y no perdía de vista a la pareja de Don Juan y el Payador, con el Aperiacito de un lado y el viejo Barranquero del otro. El puño derecho de este último, allá arriba, entre como un hojerío de manos, era muñón, de apretado.

-Si me lo quieren hacer abajar y abrir, al pasar por la boca me meto el peso adentro y me lo trago.

A la orilla de la isla de brazos, otra congoja se había posesionado del Hurón.

-En cuantito me toquen el bolsillo izquierdo -pensaba- me encuentran el “mazo de cincha” y al rato estoy de cepo en la Comisaría. Y lo de salir de allí descoyuntao no sería tanto. ¡Después, después va a ser la cosa! Se propala la noticia de la encontrada, que se va a propalar, y a mí me toca una paliza o dos por cada encuentro con cada cual de los que han jugao conmigo a los naipes desde que yo era un gurí.

Iracundos sus ojos entre el nacimiento de sus brazos, el Zorrino, el Carancho y el Chimango tenían toda la atención puesta en Don Juan, a fin de subordinarse a su proceder. Y se asombraban de que ninguna mirada él les hiciera llegar con sus instrucciones.

-Ha de estar todavía urdiendo la trama, compadre Zorrino -comentó don Chimango-. ¡Pero ya no aguanto más los brazos!

-¡Dejemé! ¡Y yo…!

-¡Qué trama ni que trama! -roncó el viejo Carancho-. ¿Nos vamos a pasar la vida como queriendo alcanzar quesos de un zarzo? Yo, sin orden de él, no más, abajo los brazos y pelo el cuchillo.

-¡Cuidao que lo van a oír, canejo!

-¡Por más compadre que usté sea, a mí usté no me…!

-¡Pero compadre! ¿En estas, nosotros vamos a andar en estas?

El Zorrino, a pesar de su calentura, ayudó a aplacar mirándose las puntas de los dedos.

-¡Sí, compadre Carancho! ¡En estas, no vamos a estar en estas!

-Ni tiempo ni balas hay que desperdiciar -susurraba Don Juan el Venado, juntos pero sin mirarse, las altas manos rozando en ocasiones el penduleo de las también altas botas que exponía la pulpería.

-Usté dirige; usté es el conocedor.

-Ya sabe, usté tirelé a aquel altote, que es el de más mal arrear…

-¿Cuál, y disculpe?

-Aquel, el de quepis a la nuca.

-¡Ahá!

-El Comisario corre por cuenta mía. En cuanto me abaje al que le dije, usté gana la puerta y me arrastra con usté a mi primo, no sea cosa que se nos quede. Está muy cargado, y capaz que se nos distray y nos retrasa. En la puerta yo me contengo a los Soldados hasta que, cuando ustedes hayan montado, me peguen el grito…

-Descuide… ¿Pero qué habrá pasado afuera?... ¿Pero cómo me han agarrado dormido a esa avispa?

Desarmaban los Soldados Gato Pajero, Carao, Flamenco. Y con cara hecha unas pascuas, el Cabo Cuzco Overo recibía en un bolsón pistolas, cuchillos, dagas, facones todavía tibios, que sus compañeros retiraban de entre cinto y carne, ceñudos.

-¿Y esto? A ver, no abaje las manos, ¡caray!

-¡Es un recuerdo, don, un recuerdo de familia! -sonrió con más que fingido candor el Lechuzón, mezquinando mediante una torsión del cuerpo, la levantada del poncho-. Siempre toditos nosotros defensores de la patria… Revolución sin estar presente el… machaje de la familia entera, ni un caso.

Sufrió una viaraza de indignación el Comisario, que era todo ojos y todo oídos.

-¡Patria, estás diciendo! ¡Te voy a mandar al cepo, así aprendés de una vez lo que es patria! ¡Patria es el orden, canejo! ¡Un siglo casi, retobándose vuelta a vuelta y dando trabajo al Poder y teniendo como maleta de loco al ejército y a la milicia y a los voluntarios de nuestro pelo!

De las conmociones, pareció que debajo del poncho hacíale cosquillas al viejo Lechuzón la mano de un brazo uniformado, la cual al punto volvió a la luz del día empuñando cada vez un trabuco con la boca tapada por un taco de fierro.

-¡Fijate! -indicó de costado el Biguá a su compinche. ¡Es un cañón de sitio!

El Soldado iba a depositar el arma en la bolsa del Cabo, cuando casi la deja caer al piso, de impresión de oír gritar:

-¡Ponelo despacito, caray! ¡Eso escupe… y a la puta pulpería y toditos nosotros!

-Amigo Venao -musitaba Don Juan- mientras no nos paren vamos a irnos corriendo de a poquito a la derecha. Así nos salvamos de este desportillado que nos viene derecho y queriendo salirse de la vaina.

-¿Para que le toque revisarnos a aquel con cara como de torta, de mansa?

-Mismo. La segunda bala encajeselá al del portillo. La merece. Siendo cuestión de estaquear a un preso, él siempre se ofrece de voluntario. Para él, el quejarse de otro es una música, crea.

-Esté tranquilo.

-Bajado él, le pela la pistola, agarra a alguno de trinchera, y yo me volteo al Cabo, cosa que las armas se le desparramen…

-¡Claro! Y sin ir más lejos, ¡mire aquel! el de al lao de la barrica.

-¿Cuál? ¡Ah, sí! Ese no se va a poder dominar. Ese se desacata.

-Lo que temo es que estalle antes de tiempo… y nos enchastre la cosa.

En efecto: tal como cada uno de los bueyes sumidos con carreta y todo en el pantano sienten al mismo tiempo los aguijonazos de la picana y lo inclemente de su impotencia, y forcejean y siguen quietos, así el Avestruz gorra de vasco se presentó a la mirada de los dos amigos, que ese dulce nombre podía ya darse a la pareja de Don Juan y el Venado. El ojo ciego era la boca del horno ya con el amasijo adentro; pero el bueno se presentaba como cuando aquel todavía tiene la leña prendida y ni miras de llegar el momento de barrerle el piso.

Y afuera, mientras tanto… La enramada entera estaba convertida en enorme aparato de relojería, con su centro de control remoto, el Montés, pistola en mano, apoyado en el punto mismo donde la pared se junta con el marco del portal de la pulpería.

Hecho un Jefe en su malacara, muy cortas las riendas, el mango del arreador junto al hombro derecho, delante de él muy quietos y agrupados los caballos militares y los civiles, el ex-Recluta tenía la cabeza hacia atrás, fijos los ojos en el distante Montés.

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