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Mis padres iban al cine
todos los miércoles de noche. En el local del cine se podía apostar, y ellos precisaban
plata. Y fue uno de esos miércoles que descubrí otra cosa. Los Pirozzi vivían
en una casa que quedaba al Sur de la nuestra. Y desde el pasaje lindero que
separaba las dos casas, se podía ver su living a través de un cortinado
transparente. Había un muro protegido por arbustos que llegaba hasta la calle
formando un arco. Si te colocabas entre el muro y la ventana los arbustos te
tapaban y nadie te podía ver, sobre todo de noche.
A mí se me ocurrió
esconderme agachado en ese hueco y terminé descubriendo algo más fantástico de
lo que me hubiera esperado encontrar. La señora Pirozzi se sentaba a leer el
diario en el sofá, con las piernas cruzadas. El señor Pirozzi también leía el
diario sentado en otro sillón muy cómodo que había en el medio del living. Ella
no era tan joven como la señorita Gredis o la señora Anderson, pero tenía unas piernas
preciosas y cada vez que doblaba una página subía los tacos altos y el vestido
se le abría sobre los muslos.
Si mis padres me
encontraban escondido allí al volver del cine -pensaba yo- eran capaces de matarme.
Pero valía la pena. Valía la pena arriesgarse.
Yo me quedaba inmóvil
atrás de la ventana mirando fijamente las piernas de la señora Pirozzi. Tenían
un gran perro pastor que dormía al lado de la puerta. Ese día yo había estado
mirándole las piernas a la señorita Gredis en la clase de Inglés, después me
había pajeado vichando a la señora Anderson, y ahora podía ver más. ¿Por
qué el señor Pirozzi no le miraba las piernas a su mujer? Lo único que hacía
era leer el diario. Era obvio que ella trataba de calentarlo, porque el vestido
se le iba subiendo cada vez más. Y de golpe dobló una página cruzando
rápidamente los tacos y el vestido saltó desnudando los muslos blancos.
¡Parecían de crema! ¡Increíble! ¡Era la mejor de todas!
Entonces alcancé a ver moverse
al señor Pîrozzi. Se levantó muy rápido y caminó hasta la puerta. Yo me escapé haciendo
ruido entre los arbustos. Lo escuché abrir la puerta. Después corrí por la
calle y me metí en nuestro patio trasero para esconderme en el garage. Me quedé
un momento inmóvil, escuchando, y salté hasta el patio de al lado por arriba de
la parra. Lo atravesé corriendo hasta llegar a la calle y empecé a trotar como
un perro hacia el Sur, como si fuera nada más que un muchacho entrenándose. No
me perseguía nadie, pero seguí trotando.
Si llegó a verme
escondido allí y se lo cuenta a mi padre, soy hombre muerto…
¿Pero si solamente se
había levantado para dejar salir al perro a mear?
Seguí corriendo hasta el
Bulevar Oeste de Adams y me senté en la parada de un tranvía. Me quedé un ratito
y después volví a casa. Mis padres todavía no habían llegado. Entré, me
desvestí, apagué la luz y esperé que amaneciera…
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