sábado

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 33


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Mis padres iban al cine todos los miércoles de noche. En el local del cine se podía apostar, y ellos precisaban plata. Y fue uno de esos miércoles que descubrí otra cosa. Los Pirozzi vivían en una casa que quedaba al Sur de la nuestra. Y desde el pasaje lindero que separaba las dos casas, se podía ver su living a través de un cortinado transparente. Había un muro protegido por arbustos que llegaba hasta la calle formando un arco. Si te colocabas entre el muro y la ventana los arbustos te tapaban y nadie te podía ver, sobre todo de noche.

A mí se me ocurrió esconderme agachado en ese hueco y terminé descubriendo algo más fantástico de lo que me hubiera esperado encontrar. La señora Pirozzi se sentaba a leer el diario en el sofá, con las piernas cruzadas. El señor Pirozzi también leía el diario sentado en otro sillón muy cómodo que había en el medio del living. Ella no era tan joven como la señorita Gredis o la señora Anderson, pero tenía unas piernas preciosas y cada vez que doblaba una página subía los tacos altos y el vestido se le abría sobre los muslos.

Si mis padres me encontraban escondido allí al volver del cine -pensaba yo- eran capaces de matarme. Pero valía la pena. Valía la pena arriesgarse.

Yo me quedaba inmóvil atrás de la ventana mirando fijamente las piernas de la señora Pirozzi. Tenían un gran perro pastor que dormía al lado de la puerta. Ese día yo había estado mirándole las piernas a la señorita Gredis en la clase de Inglés, después me había pajeado vichando a la señora Anderson, y ahora podía ver más. ¿Por qué el señor Pirozzi no le miraba las piernas a su mujer? Lo único que hacía era leer el diario. Era obvio que ella trataba de calentarlo, porque el vestido se le iba subiendo cada vez más. Y de golpe dobló una página cruzando rápidamente los tacos y el vestido saltó desnudando los muslos blancos. ¡Parecían de crema! ¡Increíble! ¡Era la mejor de todas!

Entonces alcancé a ver moverse al señor Pîrozzi. Se levantó muy rápido y caminó hasta la puerta. Yo me escapé haciendo ruido entre los arbustos. Lo escuché abrir la puerta. Después corrí por la calle y me metí en nuestro patio trasero para esconderme en el garage. Me quedé un momento inmóvil, escuchando, y salté hasta el patio de al lado por arriba de la parra. Lo atravesé corriendo hasta llegar a la calle y empecé a trotar como un perro hacia el Sur, como si fuera nada más que un muchacho entrenándose. No me perseguía nadie, pero seguí trotando.

Si llegó a verme escondido allí y se lo cuenta a mi padre, soy hombre muerto…

¿Pero si solamente se había levantado para dejar salir al perro a mear?

Seguí corriendo hasta el Bulevar Oeste de Adams y me senté en la parada de un tranvía. Me quedé un ratito y después volví a casa. Mis padres todavía no habían llegado. Entré, me desvestí, apagué la luz y esperé que amaneciera…

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