22 / CHESNIK
La sexta división estaba concentrada en el bosque situado junto a la aldea
de Chesnik y esperaba la señal de ataque. Pero Pavlichenko, el jefe de la sexta
división, esperaba a la segunda y no daba la señal. Entonces Vorochilov se
acerco al jefe. Le dio en pleno pecho con la cabeza de su caballo y le dijo:
-¡Nos estamos propasando, comandante!
-Obedeciendo sus órdenes -respondió sordamente Pavlichenko-, la segunda
brigada cabalga al sitio de las operaciones.
-Nos propasamos, comandante, nos propasamos -repitió Vorochilov, dando un
tirón a las riendas.
Pavlichenko retrocedió un paso.
-¡Haga el favor -gritó, retorciendo los dedos-, haga el favor, camarada
Vorochilov, no me apure!
-Que no lo apuren -musitó Klim Vorochilov, miembro del Consejo
Revolucionario Militar, y cerró los ojos. Erguido sobre la silla, con los ojos
semicerrados, Vorochilov guardaba silencio y movía loa labios. Un cosaco en
zapatillas, que llevaba una cacerola en la mano, lo quedó mirando con
perplejidad. Los escuadrones a caballo llenaban el bosque de ruido, un ruido
como del viento, y quebraban las ramas a su paso. Vorochilov peinaba con el
máuser las crines de su caballo.
-Comandante en jefe -gritó volviéndose a Budionni- pronuncie, por favor,
unas palabras para exhortar a la tropa… Ahí tiene usted al polaco, en la colina,
como pintado en cuadro, y se ríe de nosotros.
En efecto, con los gemelos se podía ver a los polacos. El estado mayor del
ejército montó a caballo y los cosacos se reunieron en torno suyo.
Iván Akinfiev, el antiguo conductor del Tribunal Revolucionario pasó delante
de mí, y me tocó con el estribo.
-¿Estás en servicio de combate, Iván? -le pregunté-. ¡Pero si tú no tienes
costillas!
-Mo me importan mis costillas -respondió Akinfiev, que se mantenía de
costado en la silla-. Déjame escuchar lo que dice el hombre.
Se adelantó y se introdujo hasta quedar frente a Budionni. Este se
estremeció y dijo en voz baja:
-Muchachos, estamos en una mala situación. Es necesario un poco más de
corazón, muchachos.
-¡A Varsovia! -gritó el cosaco de las zapatillas y la cacerola, con los
ojos desorbitados y cortó el aire con el sable.
-¡A Varsovia! -gritó Vorochilov, hizo levantar el caballo sobre sus patas
delanteras y voló hacia el centro de los escuadrones.
-¡Soldados y comandantes! -gritó con ardor-. En Moscú, nuestra antigua
capital, vive y lucha un poder jamás visto. ¡El gobierno de los obreros y los
campesinos, el primero del mundo, les ordena, soldados y comandantes, atacar al
enemigo y conseguir la victoria!
-¡Sables en alto! -se oyó a Pavlichenko, detrás del comandante en jefe. Sus
labios color frambuesa se llenaron de espuma, mientras marchaban entre las
filas. El comandante de división tenía desgarrado su caftán rojo y su cara
mofletuda y desagradable se veía convulsionada. Con la hoja de su inapreciable
espada rindió honores a Vorochilov.
-De acuerdo con el deber que impone el juramento revolucionario -dijo con
voz ronca el jefe de la sexta división y echando una mirada a su alrededor- doy
cuenta al Consejo Revolucionario Militar del primer ejército de caballería: la
invencible brigada segunda se acerca al trote al sitio de las operaciones.
-Adelante -respondió Vorochilov haciendo un gesto con la mano y tiró de las
riendas. Budionni se puso en marcha a su lado. Montaban altas yeguas alazanas,
y marchaban uno al lado del otro con idénticas guerreras y relucientes
pantalones tachonados de plata. Los soldados, en un repetido clamor, se
pusieron en movimiento detrás de ellos y el pálido acero espejeaba bajo el sol
otoñal. Pero no percibí unanimidad en el grito cosaco y en espera del ataque me
sumergí en el bosque donde estaba el puesto de abastecimiento de vituallas.
Un soldado herido del Ejército Rojo yacía allí, delirando, y Stepka Duplischev,
un joven cosaco pendenciero, limpiaba a Huracán, el semental pura sangre que
pertenecía al Comandante y era descendiente de Liulicha, una yegua de Rostov
ganadora de varios premios. El herido recordaba, balbuceando palabras
entrecortadas entre las que se repetía Shue, una novilla y no sé qué ovillos de
lino. Duplischev ahogaba su lastimero murmullo cantando una canción que trataba
de un ordenanza y una gorda generala. Cantaba cada vez más fuerte, y blandía su
cepillo que pasaba de vez en cuando sobre los arreos del caballo. Vino a
interrumpirlo Sashka, la dama de todos los escuadrones. Se acercó al muchacho y
bajó de su montura.
-¿Bueno, lo hacemos? -dijo.
-Largo -contestó Duplischev; se dio vuelta y se puso a enlazar una cinta en
las crines de Huracán.
-¿Eres hombre de palabra o no eres más que una pasta blanda?
-Largo -repitió Stepka-. Soy hombre de palabra.
Terminó de colocar las cintas en las crines y de pronto me gritó con
desespero:
-Mire, Kiril Vasilich, preste un poquito de atención y fíjese cómo se burla
ella de mí. ¡Hace un mes entero que la soporto! Me doy vuelta y me la
encuentro; vaya adonde vaya, ella me cierra el camino: que le deje el caballo,
que le deje el caballo. Y esto, a pesar de que el jefe de la división me ordena
a diario: “Stepka, con un semental así, vas a tener muchas solicitudes, pero no
lo sueltes para cubrir hembras antes de que tenga cuatro años…”
-No te quejes, que tú estabas cubriendo a las hembras a los quince años
-murmuró Sashka dándole la espalda. Se alejó hasta su yegua, le apretó la
cincha y se dispuso a montar.
Sus zapatos y las espuelas tintineaban, las medias caladas estaban
salpicadas de barro y llenas de hierbas, sus grandes senos desbordaban de la
ropa.
-Y yo que había ofrecido un rublo -dijo Sashka poniendo en el estribo su
zapato con espuela-. Lo traje y ahora tendré que llevármelo de vuelta.
La mujer sacó dos monedas de medio rublo, las hizo saltar sobre la palma de
la mano y se las guardó de nuevo en el escote.
-¿Entonces cerramos el trato? -dijo Duplischev sin quitar los ojos de las
monedas de plata, y acercó el caballo.
Sashka eligió un lugar en pendiente y colocó allí a la yegua.
-Crees que en el mundo no hay nada más que tú y tu semental -le dijo a
Stepka y se puso a guiar a Huracán-, pero ocurre que mi yegua es un animal del
frente y hace dos años que no ha sido cubierta. Espero tener un animal de pura
sangre.
Terminó con el semental y puso aparte a su yegua.
-Ya estamos llenas, hijita -musitó besando a la yegua en sus labios húmedos
y manchados de negro, de los que colgaban unos hilos de baba. Luego se restregó
contra la nariz del animal y puso atención al ruido que venía del bosque.
-La segunda brigada está llegando -dijo, y se volvió hacia mí. Hay que
partir, Liútich…
-Llegue o no llegue -gritó Duplischev, atragantándose-, el dinero a mi
bolsillo.
-Para dineros estoy yo ahora -murmuró Sashka y saltó sobre su yegua.
Yo me precipité tras ellas y partimos al galope. Los gritos de Duplischev
resonaron a nuestras espaldas y se oyó un disparo.
-¡Vengan! -gritaba el cosaco y corría a todo lo que daban sus piernas tras
de nosotros.
El viento saltaba entre las ramas como una liebre perdida. La segunda
brigada volaba entre los robles galitzianos, el polvo indiferente del cañoneo
se elevaba sobre la tierra como el humo de una apacible casita. Y a una señal
del jefe nos lanzamos al ataque, al inolvidable ataque de Chesnik.
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