1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de
Artes / 2019
DIEZ
La tarea comenzó
exactamente a las 03.00 horas. Eran cuatro camionetas, cada una con seis
hombres vestidos de civil, con potentes armas silenciosas y pesadas cachiporras.
Mataron a tiros de pistola con silenciador a tres perros que se habían puesto a
ladrar, rompieron con un hacha la gruesa puerta de madera, fueron al cuarto del
doctor Pigot. Los golpearon en la cabeza con las cachiporras hasta que perdieron
el sentido. Los envolvieron en sendas alfombras, encerraron a los niños en sus
dormitorios, y se retiraron en menos de tres minutos. Por lo menos, ese fue el
tiempo que cronometró desde una camioneta el oficial que dirigía la acción.
Una camioneta llevó al
doctor a una casa segura en las afueras de la ciudad. Allí, dos hombres retiraron
la alfombra con él, lo bajaron a un sótano, y no llegaron al último escalón
para tirarlo como estaba sobre el frío piso de cemento. La cachiporra le había
desgarrado la piel de rostro y la sangre había empapado un extremo de la
alfombra. Un hombre abrió el extremo ensangrentado cuidando de que no se fuera
a asfixiar y luego le dio un violento puntapié. Los pulmones del doctor exhalaron
un quejido como de fuelle roto y los hombres se rieron.
A la mañana siguiente
bajó al sótano un hombre con un maletín de médico y examinó a Pigot, que yacía acurrucado
contra un ángulo, tapado a medias con la alfombra. El médico le tomó la presión,
los auscultó y le vendó las heridas de la cabeza. Pigot quiso hablar, pero el
hombre no lo escuchó. Cuando Pigot empezó a llorar, el hombre recogió los
utensilios y se retiró sin mirarlo.
Durante los tres días
siguientes volvió el médico y examinó sus heridas. Al cuarto día faltó, y nadie
la trajo ni agua ni comida. Perdió la noción del tiempo, pero le pareció que
podría ser de noche cuando vinieron los hombres a buscarlo.
La pieza era larga y
oscura. En un extremo había un escritorio con unas sillas, y encima una lámpara
solitaria que no iluminaba mucho más allá del escritorio. Los hombres lo sentaron
en una silla a unos metros del escritorio, y lo esposaron con las manos hacia
atrás.
-¿Qué pasa? -preguntó el
doctor Pigot-. ¿Puedo saber qué está pasando?, por favor. ¡Por dios se los
pido!
Empezó a ahogarse atenazado
por el dolor que le producían
las esposas incrustadas en la piel de sus muñecas. Exhaló un sollozo, pero los
hombres ya se habían retirado. Luego de un rato comenzó a sentir que se le
entumecían las manos. No podía pensar, pues solamente se sentía con una infinita,
inefable pena por su misma carne.
Mucho después volvieron
los hombres, le retiraron las esposas, lo hicieron ponerse de pie y quitarse
las ropas. El doctor se estremeció y, aterrorizado, se quitó una a una las
prendas. Tres hombres tenía por detrás, y uno, con los brazos en jarras, lo
observaba de frente. Cuando el doctor se quitó el calzoncillo, el hombre silbó
sonriendo.
-¡Sí, señor! -afirmó con
gesto de sorpresa-. ¡Ajá! Para ustedes, y para toda la oficialidad.
Los hombres circularon en
silencio observando al doctor. Uno le dio un empujón y lo volvió a esposar con
las manos detrás del respaldo. Lo miró desde el frente. El doctor estaba
sentado con las piernas cerradas, de manera que el pene se le había ocultado entre
ellas. El hombre se acercó y le dio un fuerte puntapié en una rótula.
-¡Abrí las piernas, hijo
de puta! -gritó.
El doctor abrió las
piernas con un quejido, con la cabeza hacia adelante, mirando para abajo.
Comenzó a lloriquear, buscando de reojo a los hombres que tenía atrás. Los
hombres dieron la vuelta y volvieron a mirarlo y a reírse. La gruesa punta del
miembro del doctor caía flácida rebasando el borde de la silla.
-Ni así se le achica
-comentó uno de los hombres-. ¡Hijo de puta!
Los hombres se rieron a
carcajadas, y al irse, uno, de pasada, le dio una bofetada. El doctor se quedó
solo. De nuevo, poco a poco se le fueron entumeciendo las manos y las muñecas,
y el frío y el terror lo tomaron al punto de congelarle los pensamientos, los
sentimientos, sumergiéndolo en una benévola abulia. No atinaba a coordinar una
justificación o un por qué a lo que le sucedía, ni siquiera un recuerdo de su
mujer y sus hijos.
Había empezado a
dormitar, inmerso en la abulia, cuando oyó el chirrido de la puerta de hierro.
Vio al hombre solo, en mangas de camisa, con un portafolios. El hombre lo
observó en silencio.
-Soy el señor Rupérez -le
dijo-. Placer en conocerlo.
El doctor Pigot habló y
rogó con mucha rapidez. Pero Rupérez no lo oyó. Se acercó hasta el escritorio,
dejó el portafolios, movió unos centímetros la lámpara, de manera que el cono
de luz se acercara hasta la cintura del doctor y no más arriba. Mientras el
doctor hablaba cada vez con mayor rapidez y desesperación, el oficial fue
retirando algunas cosas del portafolios. El doctor no podía ver con claridad
qué sacaba, pero alcanzó a distinguir una bolsa de nailon, una cuerda, un par
de guantes, algo parecido a un soldador eléctrico. Siguió hablando, pero el
hombre no volvió a dirigirle la palabra, ni volvió a mirarlo al rostro. En cambio,
se subió algo más las mangas de la camisa, comenzó a enfundarse los guantes
lentamente. Cuando los guantes entraron en el cono de luz, el doctor hizo el más
desesperado intento por comprender qué estaba sucediendo. Pero, sólo comprendió
que eran unos extraños guantes, con refuerzos de cuero en los nudillos.
El señor Rupérez empezó a
hacer su trabajo con un muy calmado profesionalismo. Tomó al doctor Pigot del
cabello y lo empezó a golpear en la cabeza. De arriba hacia abajo, de abajo
hacia arriba. Poco a poco, le fue desgarrando la piel de la cara, primero las
cejas, luego la nariz, los labios. Luego pasó al tórax, aunque entonces hizo
una breve pausa para fumarse un cigarrillo, luego de quitarse cuidadosamente
los guantes detrás del escritorio. Para entonces, el doctor Pigot sólo emitía
un resuello, y su cabeza yacía drásticamente caída sobre el pecho.
El señor Rupérez, parado
detrás del escritorio, fumando tranquilamente en la penumbra, se hacía la
pregunta que en esos casos lo intrigaba. ¿Sentía algo el tipo? ¡Valdría la pena
proseguir con la tarea, si el tipo ya no sintiera nada? Vaya pregunta. Se
acercó al doctor y apagó el pucho en la carne. El aullido reanimo al señor
Rupérez. El hombre todavía era capaz de sentir. Así que volvió al escritorio,
se puso los guantes nuevamente y retiró del portafolios una pequeña cachiporra
que él mismo había construido. Algo específico para el trabajo en las piernas.
No tuvo que trabajar
mucho más. Sabía, por experiencia, el límite al que tenía que llegar. Pero, el
trabajo en las piernas todavía era factible. Así que golpeó acá y allá, con
pequeños intervalos hasta que presintió que el doctor Pigot nuevamente había
perdido el sentido. Se detuvo, algo desilusionado o aburrido, fue hacia el escritorio,
se quitó los guantes, y dispuso en orden todos sus utensilios personales. En
realidad, no había inventado la cachiporra con arena, pedazos de plomo y goma,
aunque sí las armonías de peso, como también el espesor justo de la bolsa de
nailon, la sección precisa del alambre más dúctil, la ingeniosa modificación de
la pinza rompenueces o de las diversas pinzas de odontólogo, la higiénica y eficiente
punta eléctrica… En fin, modestos instrumentos de una inestimable y secreta
utilidad histórica para la defensa del Sistema.
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