La pulpería (23)
Así, dejando solo al
confiado Soldado Comadreja, se separaba de la enramada el grupo marcial:
empuñando sus carabinas, los policianos; el Jefe, desenvainando el sable, y,
por darle otra vez el sol, como si le hubieran prendido fuego. El uno como los
otros, alzando y bajando con cuidado las botas para acallar a las espuelas. La
actitud era más que recelosa. Pero como la idea de la inminente comilona seguía
dilatando sonrisas a pesar del ostensible encono del Superior, aquello pareció
la entrada a una fiesta de Carnaval.
En el otro sector, ya el
Montés, siempre de bruces, empuñaba en la diestra una de sus dos pistolas. Y
sus ojos, vueltos hacia el Soldado Comadreja en su guardia, fueron dos piedras
de anillo al recomendar al oído de quien, a su lado, aplastaba los pastos en
todo su largo.
-Pero mire, ¿eh?, que
todito tiene que salir en menos de un parpadeo.
-Esté tranquilo.
-Y cuando me vea mandarme
para adentro, usté apura más. Y ya monta su malacara. Que la enramada quede
como plancha, de limpia.
-¡Y no se me vaya a bajar
del caballo! Aunque se descuelgue el cielo, usté regresa y espera firme arriba
de su malacara.
-Esté tranquilo.
El ex-Recluta había
levantado un poco la cabeza. Era una aguja su mirada clavada en el medio del
Soldado Comadreja quien, por su parte en el mejor de los mundos, depositaba en
tierra su carabina, comenzaba a liar un cigarro entre tenue tarareo, pensando
que en jamás de los jamases él cambiaría una butifarra por el más hondo plato
de carbonada o por una fuente entera de pastel.
El matrero no respiraba
aguardando el instante preciso en que el Comisario y su destacamento
desaparecieran en la pulpería.
Entre tanto:
-Cuando yo me enderece -volvía
a recomendar todavía a su aliado- y me le voy a arrimar al milico, usté agarra
el sobeo y… ¡Ya!
Y saltó el Montés de
entre los cajones hacia el guardia.
Cuando este oyó el ruido
y en el aire ya quedó dado vuelta, apretó bien los párpados para no ver tamaña
pistola que se le venía delante de unos dientes descubiertos por la severidad.
Entonces, sin intentar ver ya más de lo que había visto, pensó cuál sería un
proceder útil, vaciló en la opción de varios… y se decidió por gimotear:
-¡No maten a un padre!
-que era mentira.
Pero, de entrada, no más,
ya vio que se le encastraba el plan.
-¡Epe! ¡Epe, compañero!
Con cada ojo hecho esfera
de reloj de pared, escocido de pudor, él dio vuelta la cara para averiguar las
intenciones del que lo estaba toqueteando atrás. Y una instantánea tranquilidad
casi le imponía ya una sonrisa, cuando volvió a desolarse al comprender que
tenía que empezar de nuevo a urdir planes.
Fue que, y demasiado
tarde, advirtió que un sobeo lo iba envolviendo como a un matambre; y que, para
mayor estupefacción, el de la maniobra era un Soldado, como él. Recluta,
todavía, es cierto; pero conmilitón sin ambages.
-¡Habrase visto cosa
tamaña!
Mas la preocupación por
su destino personal fue barrida lejos al brotarle un tropel de ardorosas
interrogantes que le despertó el griterío producido en “La Flor del Día”…
En su recoger hasta el
eco de las voces, era pozo profundo el matrero Montés tratando en vano de
identificar la del Venado… Pero no esperó más y se precipitó de la enramada
hacia la esquina del local. Desde allí, pistola en mano, bien recostado a la
pared, con sigilo fue allegándose a la entrada. Ante cada ferrada ventana se
ponía en cuclillas, pasaba, volvía a erguirse, cuidando de que no lo fueran a
ver de adentro… Y se detuvo, pegándose sobre el punto mismo en que la pared se
junta con el marco de la puerta, para aprestar por última vez la atención a su
colaborador, lo que le trajo la satisfacción de comprobar su diligencia. En
efecto: el Carpincho había conducido al prisionero hasta los envases. Ahora,
sin duda por no hacerle dar un golpazo pues los brazos los tenía ligados al
cuerpo, primero lo ayudó a sentarse y, después, lo ladeó con la bota, no más, y
lo dejó extendido a todo su largo. Una vez perdido el Soldado para toda visual,
volvió como luz el Carpincho a la enramada, se puso en cuclillas y, sin
alzarse, a saltitos, empezó a desplazarse de una a otra cabalgadura,
desmaneando… Ahí fue que en su apostadero del portal el Montés sufrió un
aletazo de angustia.
-¡Capaz que ese me
desmanea a todos!
Pero; ¡oh! ¡no! un
gateado, un malacara: los de él y del Carpincho; un tordillo, un tostado, un
cebruno: los del Venado, de Don Juan y del Zorrino permanecieron con las patas
delanteras como atornilladas.
-¡No tiene precio este
Recluta! ¿y ahora?... ¡Pero es soberbio!
Causó este elogio el
apreciar que, en un santiamén, el Carpincho puso de frente al campo la caballada
desmantelada. Y manoteó del hueco de uno de los recados tamaño arreador, y se enhorquetó
en su malacara… y quedó hecho monumento.
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