jueves

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 32


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Mi madre iba cada mañana a su trabajo mal pagado, y mi padre, que no tenía trabajo, también salía todas las mañanas. La mayoría de los vecinos tampoco tenía empleo, pero él trataba de disimular que también estaba parado. Así que salía todos los días en el coche y volvía de tarde a la misma hora, como si estuviera trabajando. Para mí era perfecto, porque me quedaba solo. Y aunque me dejaban la casa cerrada, sabía cómo escaparme. Abría la puerta de rejilla con un cartón y metía un diario abajo. Después hacía caer la llave de la puerta del porche arriba del diario y la deslizaba hacia adentro. Entonces destrancaba el cerrojo, salía por la puerta principal y dejaba la llave puesta en el picaporte del porche.

Me gustaba quedarme solo. Había inventado el juego de aguantar la respiración frente a un reloj con segundero, y trataba de batir mi propio récord. Me quedaba morado, pero me ponía orgulloso aguantar cada vez más tiempo. Un día estaba recuperando el aliento después de haberle agregado cinco segundos completos al récord anterior, y me dio por mirar a través de una rendija que había entre las cortinas rojas del ventanal delantero. ¡Jesucristo! En el porche de la casa de enfrente, que quedaba justo frente al nuestro, estaba sentada la señora Anderson. Tendría unos 23 años y unas piernas maravillosas, y yo casi se las podía ver completas. Entonces me acordé de los binoculares del ejército que tenía mi padre, fui corriendo a buscarlos al estante superior de su armario y volví a toda velocidad. Me agaché, los ajusté y se las pude ver todas. ¡Jesucristo! Era algo diferente a lo que pasaba con la señorita Gredis, porque me podía concentrar sin disimular y me agarré una calentura terrible. ¡Qué piernas! Y cada vez que ella se movía era más increíble y más insoportable.

De golpe me arrodillé sosteniendo los binoculares con una mano y saqué la verga con la otra. Me escupí la palma de la mano y empecé. Por momentos le podía ver hasta partes de la bombacha. Cuando ya estaba a punto de acabar paré un poco, volví a clavarle los binoculares y me la seguí frotando. Y enseguida volví a hacer lo mismo, aunque esta vez sabía que no iba a poder frenarme. La tenía justo enfrente. ¡Y yo viéndole casi todo! Era casi como cojer. Acabé. Salpiqué todo el parqué de abajo de la ventana con aquel menjunje blanco y espeso. Después fui a agarrar papel higiénico para limpiar el parqué y volví al baño al baño para hacerlo desaparecer abajo de la cascada de la cisterna.

La señora Anderson se sentaba todos los días en los escalones del porche, y yo iba a buscar los binoculares y me pajeaba.

Estoy seguro de que si algún día llega a enterarse, va a ser capaz de matarme…

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