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Mi madre iba cada mañana
a su trabajo mal pagado, y mi padre, que no tenía trabajo, también salía todas
las mañanas. La mayoría de los vecinos tampoco tenía empleo, pero él trataba de
disimular que también estaba parado. Así que salía todos los días en el coche y
volvía de tarde a la misma hora, como si estuviera trabajando. Para mí era
perfecto, porque me quedaba solo. Y aunque me dejaban la casa cerrada, sabía
cómo escaparme. Abría la puerta de rejilla con un cartón y metía un diario
abajo. Después hacía caer la llave de la puerta del porche arriba del diario y
la deslizaba hacia adentro. Entonces destrancaba el cerrojo, salía por la
puerta principal y dejaba la llave puesta en el picaporte del porche.
Me gustaba quedarme solo.
Había inventado el juego de aguantar la respiración frente a un reloj con
segundero, y trataba de batir mi propio récord. Me quedaba morado, pero me
ponía orgulloso aguantar cada vez más tiempo. Un día estaba recuperando el
aliento después de haberle agregado cinco segundos completos al récord
anterior, y me dio por mirar a través de una rendija que había entre las
cortinas rojas del ventanal delantero. ¡Jesucristo! En el porche de la casa de enfrente,
que quedaba justo frente al nuestro, estaba sentada la señora Anderson. Tendría
unos 23 años y unas piernas maravillosas, y yo casi se las podía ver completas.
Entonces me acordé de los binoculares del ejército que tenía mi padre, fui
corriendo a buscarlos al estante superior de su armario y volví a toda
velocidad. Me agaché, los ajusté y se las pude ver todas. ¡Jesucristo! Era algo
diferente a lo que pasaba con la señorita Gredis, porque me podía concentrar
sin disimular y me agarré una calentura terrible. ¡Qué piernas! Y cada vez que
ella se movía era más increíble y más insoportable.
De golpe me arrodillé
sosteniendo los binoculares con una mano y saqué la verga con la otra. Me escupí
la palma de la mano y empecé. Por momentos le podía ver hasta partes de la
bombacha. Cuando ya estaba a punto de acabar paré un poco, volví a clavarle los
binoculares y me la seguí frotando. Y enseguida volví a hacer lo mismo, aunque
esta vez sabía que no iba a poder frenarme. La tenía justo enfrente. ¡Y yo
viéndole casi todo! Era casi como cojer. Acabé. Salpiqué todo el parqué de abajo
de la ventana con aquel menjunje blanco y espeso. Después fui a agarrar papel
higiénico para limpiar el parqué y volví al baño al baño para hacerlo
desaparecer abajo de la cascada de la cisterna.
La señora Anderson se
sentaba todos los días en los escalones del porche, y yo iba a buscar los
binoculares y me pajeaba.
Estoy seguro de que si
algún día llega a enterarse, va a ser capaz de matarme…
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