La pulpería (18)
Un poco más lejos, de
allá, de atrás del mostrador, aprovechando que el Avestruz gorra de vasco le
daba la espalda, alguien, ensombrecido, se alejaba hecho carro entre piedras,
de vacilante, para trasponer la puerta que comunicaba al salón con el interior
de la casa. La copa de caña en la mano tal cual al aire libre tenemos que
llevar una vela prendida, el pulpero pasó el parral, cruzó hecho sonámbulo por
frente a la cocina, y fue a detenerse, al fin, ante la fielmente cerrada puerta
de su dormitorio. Allí titubeó, todavía.
-¡Es que si no hago la
denuncia me ligo una estaqueadura… que no me va a dejar un güeso en su puesto!
Ladeando cauteloso la
copa y casi pegando el cuerpo, llamó. Pero con el resultado de quien, en el
cementerio, se golpease las manos ante un panteón.
Con un poco más de
energía, repitió:
-¡Se ha dormido de
rendido, el pobre!
A la tercer tentativa,
ahora violenta, el pulpero oyó el conocido crujir de su lecho.
-¡Sí, ha estado rendido!
Lo que nunca, sentíase
tierno el patrón. Porque había traído hasta la puerta como una pena por sí
mismo nacida momentos antes, en el mostrador, cuando la imaginación se le iba,
se le iba llevándolo por entero y lindamente hasta lejísimos en el espacio y en
el tiempo, y tuvo que hacerla retroceder a su presente tan de golpe.
-Ahora se toma su cañita
el pobre Recluta… y sale a cumplir con su deber.
Cuando, detrás de la copa
y de una sonrisa, ya iba a introducirse por la rendija que la puerta le abrió
talmente como si ella, de costado, también sonriera, don Vizcacha retiró su
mano a modo de quien la metió en el fuego. Lo que le había llegado, no fue olor
a vino, fue como si con un buche de vino le hubiesen soplado a la cara. Y ante
él apareció el Recluta, “cuadrado”, haciendo la venia y con cada ojo como
vidrio al que le han echado el aliento.
-¡Ah, pero usté me ha
andado con la damajuana! ¡Ah, pero y qué grasa es esa y qué güevo con azúcar
que tenés hasta en las niñas! ¡Ah, pero vos has andado también con los
matambres y con los pasteles y con…! ¡Ah, pero yo no he visto jamás una cosa de
estas!
Ladeada la mano que
portaba la copa, se había cruzado todo lo que pudo, de brazos, el pulpero. Por
su parte, como escupida tenía ahora de chata su vista en el piso, el Carpincho.
Ante el estupor furibundo presentado delante, de golpe que aquello de la
autorización para servirse de lo que gustase había sido una errada tamaña. Y su
mente trepidaba. Para peor, encontrábase atendiendo en su interior a algo así
como si las gruesas rodajas de matambre, como si el meloso relleno de los
pasteles le retrocedieran a la garganta y, de allí, luego de permanecer un
momento bullendo en el vino, juntos se dejaran caer a plomo otra vez al fondo
del estómago. De tanta, la saliva se le estaba esponjando en espuma fría.
El pulpero se le empinó
como para hundírsele adentro, de cabeza. Pero la brusca aparición en su mente,
primero, de cuatro buenas estacas, y, al punto, de tamaño cepo situado en el
patio de la Comisaría y, todavía, de unos machetes que se le venían de plancha
buscándole el lomo, le hizo decir, a la fuerza:
-¡Bueno, montá a caballo
y marcha a decir a tu jefe que ya está la novedá! Y, oíme bien… ¡ni “de
servicio” te me aparezcas más por aquí! ¡Y ya mismo me voy, para no verte más!
-luego de lo cual, en un chicotazo del cuerpo y pensando si podría ser justo
que el destino, así, sin darle alce, le estuviera encajando con tanta cosa a la
vez, se dio vuelta. Y se encaminó al salón del despacho.
Así como uno no se
explica esa marcha del sonámbulo, que va de ojos cerrados y con nada tropieza,
así, tan asombrado hubiera quedado el Vizcacha al llegar a la puerta interior
de la pulpería, de haberse dado cuenta que en el sinuoso trayecto no vio la
portería del guardapatio, no vio el naranjo, no vio la batea de lavar, no vio
el charco, no vio el parral ni la puerta de la cocina; nada vio.
-¡Qué cosa! ¡Esto es
demás!
Y abrió, y entró, y cerró
de un portazo.
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