martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (63)


La pulpería (18)

Un poco más lejos, de allá, de atrás del mostrador, aprovechando que el Avestruz gorra de vasco le daba la espalda, alguien, ensombrecido, se alejaba hecho carro entre piedras, de vacilante, para trasponer la puerta que comunicaba al salón con el interior de la casa. La copa de caña en la mano tal cual al aire libre tenemos que llevar una vela prendida, el pulpero pasó el parral, cruzó hecho sonámbulo por frente a la cocina, y fue a detenerse, al fin, ante la fielmente cerrada puerta de su dormitorio. Allí titubeó, todavía.

-¡Es que si no hago la denuncia me ligo una estaqueadura… que no me va a dejar un güeso en su puesto!

Ladeando cauteloso la copa y casi pegando el cuerpo, llamó. Pero con el resultado de quien, en el cementerio, se golpease las manos ante un panteón.

Con un poco más de energía, repitió:

-¡Se ha dormido de rendido, el pobre!

A la tercer tentativa, ahora violenta, el pulpero oyó el conocido crujir de su lecho.

-¡Sí, ha estado rendido!

Lo que nunca, sentíase tierno el patrón. Porque había traído hasta la puerta como una pena por sí mismo nacida momentos antes, en el mostrador, cuando la imaginación se le iba, se le iba llevándolo por entero y lindamente hasta lejísimos en el espacio y en el tiempo, y tuvo que hacerla retroceder a su presente tan de golpe.

-Ahora se toma su cañita el pobre Recluta… y sale a cumplir con su deber.

Cuando, detrás de la copa y de una sonrisa, ya iba a introducirse por la rendija que la puerta le abrió talmente como si ella, de costado, también sonriera, don Vizcacha retiró su mano a modo de quien la metió en el fuego. Lo que le había llegado, no fue olor a vino, fue como si con un buche de vino le hubiesen soplado a la cara. Y ante él apareció el Recluta, “cuadrado”, haciendo la venia y con cada ojo como vidrio al que le han echado el aliento.

-¡Ah, pero usté me ha andado con la damajuana! ¡Ah, pero y qué grasa es esa y qué güevo con azúcar que tenés hasta en las niñas! ¡Ah, pero vos has andado también con los matambres y con los pasteles y con…! ¡Ah, pero yo no he visto jamás una cosa de estas!

Ladeada la mano que portaba la copa, se había cruzado todo lo que pudo, de brazos, el pulpero. Por su parte, como escupida tenía ahora de chata su vista en el piso, el Carpincho. Ante el estupor furibundo presentado delante, de golpe que aquello de la autorización para servirse de lo que gustase había sido una errada tamaña. Y su mente trepidaba. Para peor, encontrábase atendiendo en su interior a algo así como si las gruesas rodajas de matambre, como si el meloso relleno de los pasteles le retrocedieran a la garganta y, de allí, luego de permanecer un momento bullendo en el vino, juntos se dejaran caer a plomo otra vez al fondo del estómago. De tanta, la saliva se le estaba esponjando en espuma fría.

El pulpero se le empinó como para hundírsele adentro, de cabeza. Pero la brusca aparición en su mente, primero, de cuatro buenas estacas, y, al punto, de tamaño cepo situado en el patio de la Comisaría y, todavía, de unos machetes que se le venían de plancha buscándole el lomo, le hizo decir, a la fuerza:

-¡Bueno, montá a caballo y marcha a decir a tu jefe que ya está la novedá! Y, oíme bien… ¡ni “de servicio” te me aparezcas más por aquí! ¡Y ya mismo me voy, para no verte más! -luego de lo cual, en un chicotazo del cuerpo y pensando si podría ser justo que el destino, así, sin darle alce, le estuviera encajando con tanta cosa a la vez, se dio vuelta. Y se encaminó al salón del despacho.

Así como uno no se explica esa marcha del sonámbulo, que va de ojos cerrados y con nada tropieza, así, tan asombrado hubiera quedado el Vizcacha al llegar a la puerta interior de la pulpería, de haberse dado cuenta que en el sinuoso trayecto no vio la portería del guardapatio, no vio el naranjo, no vio la batea de lavar, no vio el charco, no vio el parral ni la puerta de la cocina; nada vio.

-¡Qué cosa! ¡Esto es demás!

Y abrió, y entró, y cerró de un portazo.

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