La pulpería (17)
-Bueno, vamos a tomar
asiento -invitaba Don Juan.
-Si me permite, antes voy
a darle a conocer al que viene conmigo.
-¿…?
-Con permiso… Con
permiso, caballeros…
Salió el Venado hasta la
puerta y desde allí hizo una seña hacia afuera. En cuanto se dio vuelta y
volvió a Don Juan, ya era seguido por un Gato Montés de chaquetilla amarilla a
mangas negras, chiripá y botas claras, daga a la cintura y dos pistolas
atravesadas adelante. Su aire de pocos amigos, su andar resuelto le abrieron
paso con facilidad a través del público.
-Le presento a este
compañero -dijo el Venado a Don Juan. Y luego-: Y usté, Montés, aquí tiene un
amigo nuevo que es ya mucho para mí.
-¡Caramba! ¡Tanto gusto
en conocerlo! -dijo Don Juan.
-Para lo que guste
mandar. Y con su permiso, señor, me retiro a la enramada.
Sin esperar el “¡Es suyo!”,
el Montés ya salió entre el ruido de sus nazarenas para ganar, callado, la
puerta. Su larga mirada iba inquiriendo adelante y a su diestra y a su
siniestra, sin el menor disimulo.
El Venado percibió la
curiosidad pintada en Don Juan y, entonces, aclaró:
-Sí, tenemos que andar
siempre alerta. La policía se pasa la palabra de un lado a otro. Para el que
está fuera de la ley no hay nunca descanso… Canta, también, y bonito. Cuando
uno se presenta al público, el otro vigila, afuera.
Don Juan pensó en su
primo. Y una por presentárselo al payador y otra por alejarlo del beberaje, diciendo:
-Con permiso, un momento
-salió hacia el ángulo de los cuatro viejos. Pero antes de llegar se
arrepintió. Y regresó meneando la cabeza. Había escuchado desde el grupo una
voz aguardentosa y provocativa, que barbotaba:
-¡Nosotros los antiguos
como usté y usté y usté, nos hacemos respetar aquí y en cualquier terreno!
Le bastó con esto. Sin
embargo, más se hubiera alarmado de haber podido oír lo que siguió:
-Está bien. A Don Juan
tenemos que dejarlo tranquilo, que se distraiga; que bastante calentadera de
cabeza tiene, el pobre. El plan corre por cuenta nuestra. Y desde ya les digo a
ustedes que soy del parecer de hacer trinchera en el mostrador, en caso de
ataque.
-¡Buen plan!
-Y cuando avancen a pecho
descubierto…
-Y nosotros haciéndoles
una descarga, que es útil para retirarlos antes del cuerpo a cuerpo…
-Y uno parapetado atrás
de los bocoyes, con fuego cruzado…
El Venado estaba
esperando a Don Juan, ansioso por recibir sus cuitas y, a su vez, por abrirle
su propio corazón. Bien juntos los taburetes, con otro al frente en el que uno
de los Charabones posó dos vasos de ginebra, tomaron asiento, se arreglaron los
ponchos sobre las rodillas… Y aquellas dos vidas en infortunio se pusieron a
prosear.
Nada hay que ate más un
dolor semejante. Hasta perece que, de lejos, y aquellos corazones sometidos al
mismo peso cruel se hacen señas, para los demás invisibles. Y ahí tienen
ustedes cómo, en una gran reunión, en una pulpería, en un baile, en un velorio,
de repente uno siente que lo están mirando… Y mira también él… y se topa con un
desconocido del que descubre como atrayente misterio en la frente. Y ya miles
de pensamientos brotan, se disipan… Y ya les viene a los dos ganas de hablarse…
No sabe cada cual ni de dónde es nativo el otro. Y sienten ambos, sin embargo,
que le está naciendo un vínculo de los que no corta sino el filo de la guadaña
de la Flaca Vieja, Empieza, entonces, la voluntad de acercarse y de tomar
asiento juntos, a fin de darle largo y tendido a la sin hueso. Ocasiones ha
habido en que un criollo más “derecho” que hilo de plomada, sin embargo ha
soltado “guayabas” como cerros, en una pulpería. Es que hallando por dónde
entrarle a un forastero dueño de ese distintivo que no se sabe en qué consiste ni
en donde lo luce, se le ha aproximado lo más caballero para decirle: “Voy a ser
curioso, y disculpe: ¿Usté, por la cara, no es de los tales de tal parte?”
Claro que le otro responde que no. Pero ya se ha pasado la picada, y la
conversación se trenza, aparte de los demás, como cuando dos hermanos se
encuentran después de añares de andar en pagos diferentes: hasta en las risas
un salobrecito de lágrima. Allí en aquel rincón de “La Flor del Día”, Don Juan
y el Venado estaban al modo de quien va sacando de un arcón cosas que, por
queridas, estuvieran guardadas allí mucho tiempo, y a las cuales, de repente,
le ha dado por ponerse delante; y se enternece al volver a mirarlas, y viaja
con ellas por la memoria… como llevándose a sí mismo a cuestas, triste; triste,
sí, y de él mismo, como se retira entre las balas a un compañero herido que ya
ni se queja.
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