5 / APOLEK
La vida sabia y maravillosa de Pan Apolek me subió a la cabeza como
un vino añejo. En Novograd-Volinsk, entre las desoladas ruinas de aquella
ciudad devastada, el destino depositó a mis pies un evangelio que había
permanecido ignorado del mundo. Bañado del resplandor ingenuo de aquellos nimbos,
hice entonces el voto de seguir el ejemplo de Pan Apolek, y sacrifiqué
al nuevo compromiso todas las alegrías soñadas por el odio, el amargo desdén
por los perros y los cerdos de la humanidad, todo el fuego de una venganza
silenciosa y embriagadora. En la casa abandonada por el cura fugado de
Novograd, había un ícono colgado en lo alto de la pared que llevaba esta
inscripción: “Muerte de Juan el Bautista”. De inmediato reconocí en Juan a un
hombre que yo había visto una vez.
Lo recuerdo: entre las rectas y claras paredes hilaba su serenidad una
mañana de verano. Un haz de rayos del sol caía en la parte baja del cuadro.
Centelleaba un enjambre de polvo. Sobre mí, desde la profundidad azul del
nicho, descendía la larga figura de San Juan. Un manto negro colgaba solemne
sobre su cuerpo inflexible y horriblemente flaco. Gotas de sangre brillaban
sobre las hebillas redondas de su manto. La cabeza de Juan estaba cortada
oblicua por el cuello y yacía en un plato de barro, sostenida con fuerza por
los grandes dedos amarillentos de un guerrero. La cara del muerto me recordaba
a alguien. El presagio de un misterio se cernió sobre mí. Sobre el plato de
barro reposaba una cabeza muerta, pintada y copiada de la de Romualdo, el
vicario del cura fugitivo. De su boca abierta salía el cuerpo diminuto de una
serpiente cuyas escamas resplandecían. Su cabecita rosada y fina, se destacaba
sobre el fondo oscuro de la capa.
Admiré el arte y la sombría inspiración del pintor. Pero más me asombró al
día siguiente ver la Virgen de mejillas sonrosadas que Pani Elisa, el
ama del viejo cura, había colgado sobre su lecho conyugal. Las dos telas
estaban pintadas por el mismo pincel. El rostro carnoso de la Virgen era el
vivo retrato de Pani Elisa. Entonces intuí el misterio de las imágenes
de Novograd. La solución había que buscarla en la cocina de Pani Elisa,
donde se reunían en las noches las sombras de la vieja Polonia servil junto al
pintor iluminado. ¿Pero sería verdaderamente un loco ese Pan Apolek que
había convertido en ángeles a los moradores de los pueblos cercanos y le diera
dignidad de santo al rengo Yanek, el judío converso?
Apolek había llegado a este lugar en compañía del ciego Gottfried, treinta
años atrás, un día cualquiera de verano. Los dos amigos, Apolek y Gottfried, se
dirigieron al albergue de Schmerel, a unos dos kilómetros de la ciudad, en la
carretera de Rovno. Apolek llevaba en una mano la caja de pinturas y con la
izquierda guiaba al ciego, que tocaba el acordeón. El paso sonoro de sus
zapatos alemanes, herrados con clavos, sonaba a calma y esperanza. Apolek
llevaba en el cuello un fular amarillo canario y tres plumas color chocolate se
balanceaban sobre el sombrero tirolés del ciego.
En el albergue los dos extranjeros dispusieron sobre el alféizar de la
ventana las pinturas y el acordeón. El pintor desenvolvió su fular,
interminable como la cinta de un prestidigitador de feria. Luego salió al
patio, se desnudó, y roció con agua helada su cuerpo sonrosado, miserable y
flaco. La mujer de Schmerel sirvió a los huéspedes aguardiente de pasas y
croquetas de carne con avena y trigo sarraceno. Satisfecho después de la
comida, Gottfried puso el acordeón sobre sus rodillas huesudas. Suspiró, echó
la cabeza para atrás y sus flacos dedos se pusieron en movimiento. Los aires de
las canciones de Heidelbert resonaron en las paredes del albergue judío. Apolek
acompañó al ciego con su voz temblorosa. Parecían que hubieran arribado a casa
de Schmerel los órganos de Santa Indeguida y que allí se hubieran instalado,
codo con codo, unas musas de fulares coloridos y claveteados zapatos alemanes.
Los dos huéspedes cantaron hasta la caída del sol; después guardaron el
acordeón y las pinturas en una bolsa de lienzo y Pan Apolek, con una
profundada inclinación, le entregó a Braïna, la mujer del posadero, una hoja de
papel.
-Estimada Madame Braïna -le dijo- acepta usted de este artista vagabundo,
bautizado con el nombre cristiano de Apolinario, este retrato suyo, en signo de
nuestra gratitud más humilde y en testimonio de su generosa hospitalidad. Si el
Señor prolonga mis días y fortalece mi arte, volverá a pintar ese retrato en
colores. Las perlas irán bien a su cabello y sobre su cuello agregaremos un
collar de esmeraldas…
Sobre la humilde hoja de papel, había dibujado con sanguina rojiza y blanca
como la arcilla, la cara sonriente de Pani Braïna, rodeada de bucles
cobrizos.
-¡Mi dinero! -gritó Schemerel al ver el retrato de su mujer. Agarró un palo
y echó a correr atrás de sus huéspedes. Por el camino, sin embargo, Schmerel recordó
el rosado cuerpo de Apolek chorreando agua al sol del patio y el dulce sonido
del acordeón. Se sintió turbado, tiró el palo y se volvió.
A la mañana siguiente, Apolek le presentaba al cura de Novograd su diploma
de la Academia de Bellas Artes de Munich y doce cuadros inspirados en las
Sagradas Escrituras. Eran óleos sobre finas láminas de cedro. El cura pudo ver
sobre su mesa el rojo encendido de los mantos, el brillo esmeralda de los
campos y los velos de nubes esparcidos sobre las llanuras de Palestina.
Los santos de Apolek, aquel grupo de viejos venerables, buenos y sencillos,
de barba gris y caras rubicundas, se mezclaban con la seda y los fuertes
crepúsculos de su paleta.
Ese mismo día recibió la orden de pintar los frescos de la nueva iglesia. Y
a la hora de beber la copa de benedictino, le dijo el Padre al artista:
-Santa María, mi buen Apolek, ¿de qué región maravillosa nos ha sido
enviada contigo esa bendita gracia?
Apolek trabajaba con celo y un mes más tarde la nueva iglesia estaba ya
llena del balido de los rebaños, el polvoriento oro de los atardeceres y las
pajizas ubres de las vacas. Búfalos de piel raída se arrastraban bajo el yugo,
perros de hocico rosado corrían delante de los rebaños y en las cunas colgadas
de los troncos firmes de las palmeras, se balanceaban rollizos bebés. Los
pardos andrajos de unos franciscanos rodeaban una cuna. El conjunto de los
reyes magos mostraba relucientes calvas y arrugas como heridas. En el grupo de
magos resplandecían, con una sonrisa de zorro, la vieja cara de León XIII y el
propio cura de Novograd, con una mano ocupada en un rosario de factura china,
bendiciendo con la otra al niño Jesús.
Cinco meses, solitario en su andamio, anduvo Apolek por las paredes, la
cúpula y el coro.
-Tiene usted una verdadera afición por los rostros conocidos, mi buen
Apolek -le dijo un día el cura que se había encontrado entre los magos y había
reconocido también a Romualdo en la cortada cabeza del Bautista. El viejo
sacerdote sonrió y le hizo traer un vaso de coñac al artista, que andaba por la
cúpula.
Después Apolek acabó de pintar La Última Cena y la lapidación de María de
Magdala, y un domingo descubrió los murales. Los notables del pueblo, invitados
por el cura, reconocieron en el apóstol Pablo al rengo Yanek, el convertido, y
en María Magdalena a la judía Elka, una muchacha de padres desconocidos, madre
de varios chicos de la calle. Los notables ordenaron tapar esas imágenes
sacrílegas. El cura lanzó una serie de amenazas contra el blasfemo. Pero Apolek
no tapó las paredes pintadas.
Así comenzó una guerra inaudita entre la poderosa Iglesia Católica y el
irreverente pintorzuelo de escenas religiosas. Duró treinta años y fue
implacable como la pasión de los jesuitas. El humilde desvergonzado fue promovido
poco menos que al rango de hereje. Y habría sido este el más refinado y el más
bufonesco combatiente que conoció la iglesia de Roma en el curso de su equívoca
y tumultuosa historia, un combatiente que recorría el mundo en una beatífica
embriaguez con dos ratones blancos escondidos contra su pecho y un puñado de
finos pinceles en el bolsillo.
-¡Quince zlotys por la Virgen María, veinticinco por la Sagrada
Familia y cincuenta por la Última Cena con la representación de todos los
parientes del comprador! El enemigo del cliente puede ser representado como
Judas Iscariote por diez zlotys más -pregonaba Apolek en los pueblos
vecinos después que lo expulsaron de la iglesia en construcción.
No le faltaron encargos. Y un año después, cuando llegó la comisión del
obispo de Schitomir, llamado por el cura de Novograd, encontró en las chozas
más pobres y malolientes esos asombrosos retratos de familia, sacrílegos, naïfs
y pintorescos como la selva tropical. Unos San Josés con el pelo gris
dividido por una raya al medio, Cristos maquillados y Marías de pueblo,
cansadas de parir, con las rodillas torcidas. Esos íconos estaban colocados en
un sitio de honor, rodeados de coronas tejidas de flores de papel.
-¡Los ha canonizado en vida! -exclamó el vicario general de Dubno y de Novoconstantinov,
dirigiéndose a la multitud que defendía a Apolek-. ¡Les ha dado los inefables
atributos de la santidad a ustedes, que por tres veces sucumbieron al pecado de
desobediencia; a ustedes, destiladores clandestinos de aguardiente; a ustedes,
usureros sin compasión, falsificadores y tramposos, que han vendido la
inocencia de sus propias hijas!
-Su Excelencia -dijo entonces al vicario general, Witold, el tullido, traficante
y guardián del cementerio-, ¿quién puede decirle al pueblo oscuro cuál es la
verdad de Dios nuestro Señor cuya misericordia es infinita? ¿No hay más verdad
en los cuadros de Apolek que halagan nuestro orgullo que en vuestras palabras
llenas de invectivas y de furia arrogante?
Los abucheos de la multitud obligaron al vicario a escapar. El estado de
ánimo de la gente amenazaba la seguridad de los servidores de la Iglesia. El
artista que debía reemplazar a Apolek no se animó a cubrir de pintura la imagen
de Elka ni la del rengo Yanek. Todavía hoy se los puede ver en uno de los
laterales de la iglesia de Novograd: Yanek, un rengo asustadizo de deshilachada
barba negra, como el apóstol Pablo, y ella, la pecadora de Magdala, flaca y perdida,
con las mejillas hundidas y macilentas.
La lucha contra el cura duró tres décadas. Después las hordas de cosacos
sacaron al viejo monje de su perfumado nido de piedra y -las vueltas del
destino- Apolek eligió quedarse en la cocina de Pani Elisa. Y aquí estoy
yo, huésped de paso, bebiendo por las noches el vino de sus conversaciones.
¿De qué hablamos? De los tiempos románticos de la nobleza polaca, del
fanatismo rabioso de las mujeres, del artista Luca della Robbia y de la familia
del carpintero de Belén.
-Tengo algo que decirle al escritor -me deslizó con aire de misterio antes
de la cena.
-Bueno, Apolek, lo escucho…
Pero el Pan Robatski, el sacristán, severo y gris, huesudo y con
grandes orejas, está sentado demasiado cerca de nosotros. Nos envuelve con un
manto de silencio y hostilidad.
-Tenía que decirle -murmuró Apolek y me llevó a un lado- que Jesús, el hijo
de María, estaba casado con Déborah, una muchacha de Jerusalén, de familia muy
humilde.
-¡Oh, este hombre! -gritó de pronto Pan Robatski, en tono
desesperado-. ¡Este hombre no morirá en su cama! ¡A este hombre lo matarán!
-Después de la cena -murmuró Apolek en voz baja y apagada-. Después de la
cena, si le parece bien…
Me pareció bien. Intrigado por el principio de la historia de Apolek,
anduve paseando por la cocina a la espera de la hora de la cena. Detrás de la
ventana caía la noche como una columna negra. Afuera, se había dormido el
jardín oscuro. El camino de la iglesia corría bajo la luna como un
resplandeciente río lechoso. La tierra se cubría de un fulgor sombrío, collares
frutos relucientes colgaban de las matas. El olor de las azucenas era puro y
fuerte como el alcohol. La respiración densa de la estufa aspiraba la frescura
de ese veneno y amortiguaba el resinoso olor de la leña esparcido por la cocina.
Apolek, con una corbata rosa al cuello y un gastado pantalón, está acurrucado
en un rincón como un animal manso y simpático. Su mesa está llena de engrudo y
de colores. El viejo trabaja con gestos breves y rápidos. De un rincón sale un
quedo tamborileo rítmico. Son los dedos temblorosos del viejo Gottfried. El
ciego está sentado, inmóvil en el reflejo amarillo y untuoso de la lámpara.
Inclinando su frente calva, escucha la música monótona de la ceguera y los
murmullos de Apolek, su amigo de siempre.
-…Y lo que digan el Pan de los popes, el evangelista Marcos y el
evangelista Matro, no es verdad…. La verdad soy yo quien puede develarla al Pan
escritor, por cincuenta marcos, estaría dispuesto a hacerle un retrato bajo
el aspecto de su bienaventurado Francisco sobre un fondo de verde y cielo. Era
un santo muy sencillo ese Francisco. Y si el Pan escritor tiene una
novia en Rusia… Las mujeres aman al bienaventurado Francisco, aunque no todas, Pan…
Así empezó en un rincón con humo la historia de las bodas de Jesús y
Déborah. Esa joven, según Apolek, tenía un novio. Su novio era un joven israelita
que se dedicaba al negocio de colmillos de elefante. Pero la noche nupcial de
Déborah terminó con vergüenza y con lágrimas. La mujer quedó paralizada de
miedo cuando vio a su marido acercarse a la cama. La ahogaban angustiosos
sollozos. Vomitó todo lo que había comido en el banquete nupcial. El oprobio
cayó sobre Déborah, sobre su padre, su madre y toda la gente de su sangre. El
novio la abandonó e invitó a sus convidados a retirarse con él. Y cuando Jesús
vio la situación singular de una mujer que tenía sed de marido y temía su
contacto, se puso la ropa de novio y, lleno de compasión se unió a Déborah que
yacía acostada en medio de sus vómitos. Después ella fue hacia los invitados,
triunfante, y miró con disimulo, como una mujer que está orgullosa de lo que ha
hecho. Jesús se había retirado a un lado. Un sudor mortal cubría su cuerpo y el
aguijón del dolor atravesaba su corazón. Sin ser notado salió de la sala de
festejo y se adentró en el desierto, al este de Judea, donde lo esperaba Juan.
Y Déborah trajo al mundo su primogénito…
-¿Dónde está? -grité yo.
-Los popes lo han escondido de las miradas -anunció con gravedad Apolek, y
se llevó a su nariz de borracho el índice flaco.
-Artista -dijo de pronto Robatski, emergiendo de la sombra y adelantando
sus orejas grises-, ¿qué dices? Eso es impensable…
-Sí, sí -dijo Apolek, encogiéndose y dio la mano a Gottfried- sí, sí, Pan…
Arrastró al ciego a la salida, pero enlenteció el paso y me hizo una seña
con el dedo para que me acercara…
-El bien aventurado Francisco -murmuró paladeando- con un pájaro sobre la
manga, una paloma o un jilguero, o lo que quiera el Pan escritor…
Y desapareció con el ciego, su amigo de siempre.
-¡Qué estupidez! -profirió entonces el sacristán Robatski-. Este hombre no
morirá en su cama…
Robatski abrió grande la boca y bostezó como un gato. Yo me despedí y me
fui a dormir a casa de mis saqueados judíos.
Sobre la ciudad vagaba una luna huérfana. Y yo caminaba en su compañía
abrigando en mí sueños quiméricos y canciones medio olvidadas.
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