4 / EL JEFE DE LA REMONTA
En el pueblo solo se oyen gemidos. Los jinetes pisotean el trigo y
reemplazan los caballos. A cambio de los suyos agotados, se llevan los de
trabajo. ¿Quién podría culparlos? No hay ejército sin caballos.
Pero eso no consuela a los campesinos, que se agolpan frente al estado
mayor.
Tironean con cuerdas a los pobres caballos, que se resisten y resbalan a
causa de su debilidad. Privados de sus compañeros de trabajo, los mujiks
sienten fluir un amargo coraje, un coraje que saben efímero, sin embargo se
apresuran, sin esperanza, a despotricar contra las autoridades, contra Dios y
toda su desgraciada suerte. El jefe del estado mayor, Ch., está con todo su
informe, parado en la escalinata. Protegiendo con la mano sus ojos enrojecidos,
escucha, con visible atención, los reclamos de los mujiks. Pero su atención no
es más que un gesto de educación. Como cualquier responsable disciplinado y con
exceso de trabajo, sabe en momentos complicados eliminar por completo la
actividad mental. En esos pocos minutos de bendita (y bovina) vacuidad de
espíritu, el jefe de estado mayor repone su gastada máquina.
Así lo hace hoy frente a los mujiks. Con el acompañamiento balsámico de
esas voces incoherentes y desesperadas Ch. observa, como un extraño, el
nacimiento en su cerebro de un alboroto amortiguado que anuncia claridad y
energía mentales. En ocasiones como esta, cuando transcurre la pausa necesaria,
atrapa al vuelo la última lágrima de un campesino, y entonces lanza un gruñido
autoritario y se vuelve a trabajar al estado mayor.
Pero en esta ocasión no consigue mostrar los dientes. Galopando sobre su
caballo anglo-árabe se acerca a la escalinata el ex atleta de circo Diakov,
actual jefe de la remonta; es un hombre de cara roja y bigote gris que viene
vestido con un capote negro y un pantalón ancho y rojo con adornos de plata.
-¡Mi bendición a toda la honorable carroña! -grita haciendo que el caballo
se detenga y se encabrite en pleno galope. Al mismo tiempo se desploma bajo su
estribo un jamelgo medio muerto, uno de los animales que habían sido cambiados
por los cosacos.
-Mire, camarada comandante -chilla un campesino dándose golpes en el
pantalón-. Mire lo que ustedes, los militares nos dejan a nosotros… ¿Has visto
lo que nos dan? Intente trabajar con eso…
-Pero por este caballo -dice Diakov, con tono incisivo y grave- por este
caballo, mi respetable amigo, tienes el derecho de cobrar quince mil rublos a
la reserva de caballos, y si se mostrara un poco más vivaz recibirías, querido amigo,
veinte mil rublos. Que el caballo se haya caído no significa nada. Si un
caballo se cae y vuelve a levantarse, sigue siendo caballo. Si, por el
contrario, no se levanta, entonces no se trata de un caballo. Pero a esta
hermosa yegua la voy a levantar yo en un momento…
-¡Oh, Señor! ¡Madre mía de la misericordia! -exclamó el mujik levantando
los brazos al cielo… ¿Cómo va a poder levantarse ese pobre animal?... Si se
está muriendo, la infeliz.
-Estás ofendiendo al caballo, compadre -responde Diakov con un tono de
profunda convicción-. Estás blasfemando, pura y simplemente-. Y con prestancia
saca de la silla su bien formado cuerpo de atleta. Estirando sus magníficas
piernas, ceñidas por las rodillas con correas, se acerca, orgulloso y ágil como
en la escena, al animal agonizante. Languideciendo, el caballo fija en Diakov
su ojo profundo y hundido y lame de su palma roja alguna orden invisible… Al
momento, el animal exánime siente la confiada fuerza que emana de aquel Romeo
radiante y joven, pese a sus canas. Moviendo la cabeza y resbalando con sus patas
temblorosas, sintiendo el toque imperativo e impaciente de la fusta en el
vientre, logra levantarse, por fin, con cautela. Y entonces todos vemos la
delgada mano de Diakov acariciar la sucia crin del bicho y la fusta pegarse con
un gemido al flanco sanguinoliento. Temblando con todo el cuerpo, la yegua
consigue mantenerse en cuatro patas sin apartar de Diakov sus ojos temerosos y
enamorados, como si fuera un perro.
-Como ves, es un caballo -dice Diakov, y agrega suavemente-: Y tú, mi viejo,
lo estabas maldiciendo…
Y arrojando las riendas a su ordenanza, sube de un salto los cuatro
escalones y con un vuelo operístico de su capote desaparece en el local del
estado mayor.
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