Uno a uno, por ambas puertas, salimos, pues, del coche (barco abandonado en medio de Madison Avenue, en un mar de asfalto caliente, pegajoso). El teniente se quedó atrás un momento para informar al chofer de nuestro motín. Recuerdo muy bien que el cuerpo de trompetas y tambores seguía pasando interminablemente, y el estrépito no había disminuido un ápice.
La dama de honor y la
señora Silsburn abrieron la marcha hacia el bar Schrafft. Caminaban acompasadamente,
casi como una vanguardia de boy scouts, hacia el sur por la acera este de Madison
Avenue. Después de informar brevemente al chófer, el teniente las alcanzó. O
casi. Se quedó un poco más atrás, para sacar en privado su billetera y ver cuánto
dinero llevaba. El tío del padre de la
novia y yo formábamos la retaguardia. Fuera porque hubiese intuido que yo era
su amigo o simplemente porque poseía una libreta y un lápiz, se había
precipitado a una posición de marcha junto a mí. La copa de su hermoso sombrero
no me llegaba ni siquiera al hombro. Establecí un paso relativamente lento, en
consideración a la longitud de sus piernas. Al cabo de una manzana más o menos,
estábamos a una buena distancia de los otros. No creo que eso perturbara a
ninguno de nosotros. Recuerdo que de vez en cuando, mientras caminábamos, mi
amigo y yo mirábamos hacia arriba y hacia abajo, respectivamente, y cambiábamos
expresiones idiotas de placer por compartir cada uno la compañía del otro.
Cuando mi compañero y yo
hubimos llegado a la puerta giratoria del Schrafft de la calle Setenta y nueve,
hacía varios minutos que la dama de honor, su marido y la señora Silsburn
aguardaban de pie. Esperaban, pensé, como un trío amenazadoramente compacto.
Habían estado hablando, pero se detuvieron cuando se acercó nuestra disparatada
pareja. En el coche, un par de minutos antes, mientras pasaba atronando el
cuerpo de trompetas y tambores, una incomodidad común, casi una angustia común,
había conducido a nuestro pequeño grupo a una especie de alianza, de esas que
puede provocar por un momento en un grupo de turistas el desencadenamiento de
una lluvia violenta en Pompeya. Ahora que el minúsculo viejo y yo llegábamos a
la puerta giratoria del Schrafft, era evidente que la tormenta había terminado.
La dama de honor y yo cambiamos expresiones de reconocimiento, no de saludo.
-Está cerrado por
reparaciones -dijo fríamente, mirándome. De un modo extraoficial pero
inequivoco, me declaraba de nuevo paria, y en ese momento, por razones indignad
de ser explicadas, tuve una impresión de aislamiento y soledad más abrumadora
que la que había sentido en todo el día. Casi simultáneamente, vale la pena
mencionarlo, se me reactivó la tos. Saqué el pañuelo del bolsillo del pantalón.
La dama de honor se volvió hacia su marido y hacia la señora Silsburn.
-Hay un Longchamps por
aquí cerca -dijo-, pero no sé dónde.
-Yo tampoco -dijo la
señora Silsburn. Parecía a punto de llorar. El sudor le rezumaba tanto en la
frente como en el labio superior, atravesando incluso la pesada capa de
maquillaje. Llevaba debajo del brazo izquierdo un bolso negro de cuero
auténtico. Lo sostenía como si fuese su muñeca favorita, y ella misma una niña
torpemente pintarrajeada y empolvada, muy infeliz, que se hubiese escapado de
su casa.
-No conseguiremos un taxi
por nada del mundo -dijo el teniente con pesimismo. Parecía deslucido también.
Su gorra de “as de pilotos” parecía casi cruelmente incompatible con su cara
pálida, chorreante, profundamente desprovista de intrepidez, y recuerdo que
tuve el impulso de sacarle la gorra de la cabeza, o por lo menos enderezársela
un poco, de acomodársela en una posición menos artificiosa, el mismo impulso,
en cuanto al motivo general, que se puede sentir en una fiesta infantil, donde
siempre hay un niño pequeño, muy feo, con un sombrero de papel que le pliega
una oreja o dos.
-¡Dios mío, qué dia!
-dijo por todos nosotros la dama de honor. La guirnalda de flores artificiales
se le había ladeado un poco y estaba completamente empapada, pero pensé que la
única cosa realmente destructible en ella era su apéndice más remoto, por así
decirlo, su ramo de gardenias. Aun lo llevaba, aunque distraída, en la mano. Evidentemente
el ramo no había salido indemne-. ¿Qué vamos a hacer? -se preguntó
bastante frenética-. No podemos ir caminando. Viven casi en Riverdale.
¿Alguien tiene una idea brillante? -Miró primero a la señora Silsburn, luego a
su marido y después, posiblemente ya desesperada, a mí.
-Tengo un apartamento aquí
cerca -dije de pronto, nervioso-. Está aquí, a la vuelta de la esquina. -Tuve
la impresión de que daba este dato en voz demasiado fuerte. Quizás hasta grité,
por lo que recuerdo-. Es de mi hermano y mío. Mi hermana lo usa mientras
estamos en el ejército, pero ahora ella no está aquí. Es de la Reserva Naval
Femenina y ahora anda de viaje -miré a la dama de honor o algún punto justo
encima de su cabeza-. Por lo menos puede telefonear desde allí, si quiere
-dije-. Y el apartamento tiene aire acondicionado. Podríamos refrescarnos un
minuto y recobrar el aliento.
Una vez pasada la primera
conmoción de la invitación, la dama de honor, la señora Silsburn y el teniente
celebraron una especie de conciliábulo, con los ojos solamente, pero no hubo indicio
alguno de que fueran a pronunciar algún veredicto. La dama de honor fue la
primera en hacer algo. Había estado mirando en vano a los otros para que
opinaran sobre el tema. Se volvió hacia mí y preguntó:
-¿Dijo que tenía
teléfono?
-Sí. A menos que mi hermana
lo haya hecho desconectar por algún motivo, y no veo cuál.
-¿Cómo sabe que su hermano
no estará allí? -dijo la dama de honor.
Era una pequeña consideración
que no había pasado por mi recalentada cabeza.
-No creo que esté. Puede
ser, también es su apartamento, pero no creo. De veras, no.
Para variar, la dama de
honor me miró por un momento con franqueza y sin verdadera grosería, a menos
que la mirada de un niño sea grosera. Después se volvió hacia su marido y hacia
la señora Silsburn y dijo:
-Podríamos ir. Por lo
menos podemos telefonear.
Los otros asintieron con
un gesto. La señora Silsburn llegó incluso a recordar la parte de su código de
cortesía referente a invitaciones formuladas frente a un bar Schrafft. A través
de su maquillaje derretido por el sol, algo parecido a una sonrisa de manual de
urbanidad asomó en mi dirección. Recuerdo que fue muy bien recibida.
-Vamos, salgamos de este sol
-dijo nuestra dirigente-. ¿Qué haré con esto? -No esperó respuesta.
Avanzó hacia el bordillo y, sin sentimentalismo, se deshizo del ramo de
gardenias marchitas-. Magnífico, guíenos. Macduff -me dijo-. Lo seguimos. Y lo
único que digo es que es mejor que no esté allí cuando lleguemos, porque
a ese hijo de perra lo mato -miró a la señora Silsburn-. Disculpe la palabra,
pero es lo que pienso.
Como me habían dicho, encabecé
el grupo casi con facilidad. Un instante después, un sombrero de copa se había
materializado en el aire junto a mí, muy abajo y a la izquierda, y mi compañero
especial, aunque no me hubiese sido técnicamente asignado, me sonrió n momento,
y pensé que iba a deslizar su mano en la mía.
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