Mis tres huéspedes y mi único amigo se quedaron fuera en el vestíbulo mientras yo inspeccionaba brevemente el apartamento.
Las ventanas estaban
todas cerradas, los dos acondicionadores de aire cerrados, y respirar allí por
primera vez era como inhalar profundamente en el bolsillo de un viejo abrigo de
piel de mapache. El único sonido en todo el apartamento era el ronroneo
renqueante de la vieja nevera que Seymour y yo habíamos comprado de segunda mano.
Mi hermana Boo Boo, con su estilo marinero, de chiquilla, la había dejado
funcionando. En realidad, había en todo el apartamento variadas muestras de
desaliño que denotaban que una dama navegante había tomado posesión del lugar.
En el diván colgaba una chaqueta azul marino de alférez, elegante, de pequeño
tamaño, vuelta del revés. En la mesa baja, frente al diván, había una caja
medio vacía de bombones, y los que quedaban habían sido mordisqueados para
probarlos. Sobre el escritorio, enmarcada, la foto de un joven de aire muy
resuelto a quien yo no conocía. Y todos los ceniceros a la vista florecían de pañuelos
de papel arrugados y colillas manchadas de lápiz labial. Apenas me asomé a la
cocina, el dormitorio o el cuarto de baño para abrir las puertas y echar un
rápido vistazo para ver si Seymour estaba plantado en alguna parte. Por un lado
me sentía flojo y perezoso. Por otro, seguía muy activo levantando persianas,
haciendo funcionar acondicionadores de aire, vaciando ceniceros llenos. Además
los otros miembros del grupo se precipitaron sobre mí casi enseguida.
-Hace más calor aquí que
en la calle -dijo la dama de honor, a manera de saludo, mientras entraba.
-Estaré con ustedes en
cinco minutos -dije-. Voy a ver si hago funcionar este acondicionador de aire.
-El botón de arranque parecía trabado y yo trataba de arreglarlo.
Mientras me ocupaba del
botón del acondicionador (con la gorra todavía puesta, recuerdo), los otros
circulaban con cierta suspicacia por la habitación. Yo los miraba con el
rabillo del ojo. El teniente se acercó al escritorio y estuvo mirando los dos o
tres metros cuadrados de pared que había justo encima, donde mi hermano y yo,
por razones insolentemente sentimentales, habíamos clavados muchas lustrosas
fotos de tamaño postal. La señora Silsburn se sentó (era fatal, pensé) en la
única silla de la habitación que mi difunto bulterrier solía aprovechar para
dormir; los brazos, tapizados de terciopelo sucio, habían sido baboseados y masticados
en el curso de más de una pesadilla. El tío del padre de la novia (mi gran
amigo) había desaparecido del todo. La dama de honor también parecía de pronto
estar en otra parte.
-Les conseguiré algo de
beber en cinco minutos -dije incómodo, siempre tratando de forzar el botón del
acondicionador.
-Me gustaría algo fresco
para beber -dijo una voz muy familiar. Me volví del todo y vi que se había
tendido en el diván, lo cual explicaba su notable desaparición de la vertical-.
Usaré su teléfono dentro de un instante -me advirtió-. No puedo abrir la boca
para telefonear en este estado, estoy realmente asada. Tengo la boca tan seca…
El acondicionador empezó
bruscamente a funcionar con un zumbido y fui hasta el centro de la habitación,
hasta el espacio que había entre el diván y la silla donde estaba sentada la
señora Silsburn.
-No sé qué habrá para
beber -dije-. No he mirado en la nevera, pero me imagino…
-Traiga cualquier cosa
-interrumpió desde el diván la eterna portavoz-. Con tal de que sea líquido. Y
frío. -Los tacones de sus zapatos descansaban en la manga de la chaqueta de mi
hermana. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Había hecho un bollo con la
almohada debajo de su cabeza-. Póngale hielo, si tiene -dijo, y cerró los ojos.
La miré durante un breve y asesino instante, después me incliné y con el mayor
tacto posible retiré la chaqueta de Boo Boo de debajo de sus pies. Estaba a
punto de salir del cuarto y dedicarme a mis actividades de anfitrión, cuando
justo al dar un paso el teniente habló desde el escritorio.
-¿De dónde sacó estas
fotos? -preguntó.
Me acerqué a él. Todavía
llevaba puesta mi gorra de visera demasiado grande. No se me había ocurrido
quitármela. Me quedé a su lado junto al escritorio, un poco más atrás, y miré
las fotos de la pared. Dije que eran casi todos viejos retratos de los niños
que habían participado en Los niños sabios en los tiempos en que Seymour
y yo estábamos en el programa.
El teniente se volvió
hacia mí.
-¿Qué era? -preguntó-.
Nunca lo escuché. ¿Uno de esos programas de niños? ¿De preguntas y respuestas y
esas cosas? -Inequívocamente se había deslizado sin ruido pero con cierta
insidia un tono de jerarquía militar en su voz. Además me miraba la gorra.
Me la quité y contesté:
-No, no era eso precisamente
-de pronto resurgió en cierta medida un arraigado orgullo familiar-. Lo era
antes de que interviniera mi hermano Seymour. Y siguió más o menos así después
de que él salió del programa. Pero Seymour cambió todo el estilo. Convirtió el
programa en una especie de debate infantil, de mesa redonda.
El teniente me miró con un
interés que me pareció excesivo.
-¿Usted también estuvo?
-Sí.
La dama de honor habló
desde el otro lado de la habitación, desde el fondo invisible, polvoriento, del
diván.
-Me gustaría ver a un
chico mío triunfando en uno de esos inverosímiles programas -dijo-. O
actuando. Cualquiera de esas cosas. Preferiría morirme antes de dejar que un
chico mío se convirtiera en un pequeño exhibicionista con público. Les arruina
toda la vida. La publicidad y todo eso, aunque sólo sea eso… Pregúntele
usted a cualquier psiquiatra. Me pregunto cómo se puede tener una infancia
normal o lo que sea. -Su cabeza, coronada por la guirnalda de flores ahora muy
ladeada, se asomó de pronto. Parecía como sin cuerpo, encaramada en la repisa
que había en el respaldo de diván, enfrentándose al teniente y a mí-. Probablemente
es lo que ocurre con ese hermano suyo -dijo la cabeza-. Uno lleva una vida
absolutamente extravagante cuando es niño y después, naturalmente, nunca
aprende a crecer. Nunca aprende a tener relaciones con gente normal ni nada por
el estilo. Es exactamente lo que dijo la señora Fedder en aquel disparatado
dormitorio un par de horas antes. Exactamente eso. Su hermano nunca ha
aprendido a tener relaciones con nadie.
Parece que sólo es capaz de ir repartiendo tajos en las caras de la
gente. Es lo que se dice incapaz de casarse o de nada medianamente
normal, por el amor de Dios. Es lo que dijo la señora Fedder, tal cual.
-La cabeza se volvió entonces lo suficiente como para mirar fijo al teniente-.
¿Tengo razón, Bob? ¿Lo dijo no lo dijo? Di la verdad.
La siguiente voz que
habló no fue la del teniente sino la mía. Yo tenía la boca seca y la ingle
húmeda. Dije que no me importaba un bledo lo que dijera la señora Fedder sobre
Seymour. O en todo caso, lo que tuviera que decir cualquier diletante
profesional o aficionado de mierda. Dije que desde la época en que Seymour
tenía diez años todo pensador suma cum laude, todo intelectual de
pacotilla del país había tenido que ver con él. Dije que quizás hubiese sido
distinto si Seymour hubiera sido simplemente un pequeño charlatán asqueroso con
un alto coeficiente intelectual. Dije que nunca había sido un exhibicionista.
Iba a la radio todos los miércoles por la noche como si fuera a su propio
entierro. Ni siquiera hablaba con uno, por el amor de Dios, durante todo el
viaje en autobús o en metro. Dije que ni un maldito tipo, ni uno solo de los
patrocinadores, críticos de cuarta categoría y autores de columnas periodísticas
habían visto en él lo que realmente era. Un poeta, por el amor de Dios. Lo que
se dice un poeta. Aunque nunca hubiera escrito un verso, Seymour podía
dar cien mil vueltas a cualquiera si quería.
Ahí me detuve, gracias a
Dios.
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