1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola
PARTE
3
23
“No te olvides que yo
también vine a terminar mis días en Montesaltos” me había dicho la abuela al
oído mientras nos despedíamos en la cocina: “Por eso lo supe”. Ahora recordé
haberle olido la vejez de la piel agachado sobre su jadeo y entendido
oscuramente que aquello era lo que la unía con Ángel y a la vez la asustaba.
Ángel, pensé haciendo girar la camioneta en la curva ascendente que iba hacia
el cobertizo de don Agustín: aquel hermano de sueños que había llegado al
pueblo el sábado pasado y con el que recorrimos tantas veces estas mismas montañas.
Ángel, don Octavio, Ester, Cristina, nosotros, todos. Y de repente tuve que
meterme en un claro y apagar el motor para poder llorar como un idiota.
Demoré bastante en volver
a arrancar y cuando giré hacia la izquierda vi los camiones que subían por la
carretera. Me bajé y los frené agitando un brazo. Entonces los vi a los tres,
sentados en la caja con los hombres armados.
-Dónde piensan que van
-les pregunté, acercándome.
-Diogo -dijo Paulo
Enrique, saltando a la carretera y agarrándome un brazo para llevarme aparte.
-Tuvimos que venir con ellos. Era la única manera de poder hacer algo.
-Lo único que yo sé es
que no tendrían que estar aquí -me lo saqué de arriba de un manotazo.
Los otros dos también se
bajaron.
-Tenemos que encontrarlo
-dijo Claudio. -No hay otra solución.
-¿Con toda esta gente
armada? ¿Pero ustedes están locos? Si ni siquiera estamos seguros de que haya
sido él.
-¿Y entonces por qué se
escapó? -preguntó alguien desde arriba del camión.
-Buenas tardes, señor
Carillo -le dije al hombre que llevaba una escopeta de dos caños entre las
piernas. -¿Por qué no vuelve a la farmacia, mejor? Puede haber alguien que
precise una aspirina o algo así.
-Nadie quisiera estar
aquí, Diogo -dijo Joaquín.
-¿Vinieron obligados,
entonces?
De los otros camiones empezó
a bajar gente armada.
-¿Qué le pasa? -me
preguntó un capataz de obra que trabajaba en las afueras de la ciudad. Tenía la
escopeta de dos caños abierta sobre el hombro. -¿Usted sabe algo sobre ese
fulano?
-Eso no es un problema
suyo, Gregorio.
-Mire: todos sabemos que
ustedes tres son amigos de ese fulano, pero no vamos a permitir que nadie nos
complique la vida. ¿Entendió? Cada uno de nosotros sabe muy bien lo que tiene
que hacer. ¿No es verdad, muchachos?
-Claro -contestó uno.
-Claro -dijeron varios.
-Creo que es mejor que
vuelvan para sus casas, señores -dije volviendo a mirar a Carillo y enseguida a
los tres. -Este es un trabajo para la policía, no para ustedes. Y además hoy ya
hubo bastante desgracia por aquí. No traten de que haya más, por favor.
-Yo creo que usted debe
saber más de lo que parece -dijo Gregorio.
-Ya le dije que ese no es
un problema suyo.
-Quiere decir que usted
está protegiendo al asesino.
-No hay ninguna prueba de
que él haya hecho nada.
-Bueno -dijo mirando
hacia la caja del cajón. -Pero aunque no haya pruebas nosotros no queremos que
vuelvan a repetirse algunas cosas. ¿No es verdad, muchachos?
Y de repente se me acercó
hasta que le pude oler el aliento a cigarro y a alcohol mientras inclinaba su
cuerpazo y me clavaba el hueco de su mirada clara, indiferente, inmutable:
-¿Qué es lo que quiere:
complicar más las cosas?
-No. Quiero que me
escuchen.
-El que tiene que
escuchar es usted: nadie nos va a apartar un centímetro de lo que vinimos a
hacer. ¿Entendió o se lo explico mejor?
Era demasiado grande y
demasiado pesado para mí, calculé, con ganas de sacudirle la mandíbula.
-Yo sé lo que está
pensando -sonrió, entre curioso y divertido. -Pero no voy a precisar esta
escopeta, puede creerme. Así que salga de delante de una vez. No se meta, por
favor. ¿Es pedir mucho?
-Ustedes están cometiendo
un error -insistí. -¿Qué piensan hacer con él, si llegan a encontrarlo?
-Eso depende él, no de
nosotros. Si viene tranquilo, vamos a ir tranquilos. ¿No es verdad, muchachos?
Después vi desfilar los
camiones y las camionetas suponiendo inocentemente que no tenían ni la más
remota idea de dónde podía estar Ángel. Paulo Enrique, Joaquín y Claudio me
miraron de reojo y yo esperé que la caravana terminara de desaparecer en la
oscuridad ya casi total y entonces salí de la carretera, pasé al lado de la
camioneta de papá y empecé a correr por el bosque justo cuando empezó la
lluvia.
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