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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (40)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola


PARTE 3

23

“No te olvides que yo también vine a terminar mis días en Montesaltos” me había dicho la abuela al oído mientras nos despedíamos en la cocina: “Por eso lo supe”. Ahora recordé haberle olido la vejez de la piel agachado sobre su jadeo y entendido oscuramente que aquello era lo que la unía con Ángel y a la vez la asustaba. Ángel, pensé haciendo girar la camioneta en la curva ascendente que iba hacia el cobertizo de don Agustín: aquel hermano de sueños que había llegado al pueblo el sábado pasado y con el que recorrimos tantas veces estas mismas montañas. Ángel, don Octavio, Ester, Cristina, nosotros, todos. Y de repente tuve que meterme en un claro y apagar el motor para poder llorar como un idiota.

Demoré bastante en volver a arrancar y cuando giré hacia la izquierda vi los camiones que subían por la carretera. Me bajé y los frené agitando un brazo. Entonces los vi a los tres, sentados en la caja con los hombres armados.

-Dónde piensan que van -les pregunté, acercándome.

-Diogo -dijo Paulo Enrique, saltando a la carretera y agarrándome un brazo para llevarme aparte. -Tuvimos que venir con ellos. Era la única manera de poder hacer algo.

-Lo único que yo sé es que no tendrían que estar aquí -me lo saqué de arriba de un manotazo.

Los otros dos también se bajaron.

-Tenemos que encontrarlo -dijo Claudio. -No hay otra solución.

-¿Con toda esta gente armada? ¿Pero ustedes están locos? Si ni siquiera estamos seguros de que haya sido él.

-¿Y entonces por qué se escapó? -preguntó alguien desde arriba del camión.

-Buenas tardes, señor Carillo -le dije al hombre que llevaba una escopeta de dos caños entre las piernas. -¿Por qué no vuelve a la farmacia, mejor? Puede haber alguien que precise una aspirina o algo así.

-Nadie quisiera estar aquí, Diogo -dijo Joaquín.

-¿Vinieron obligados, entonces?

De los otros camiones empezó a bajar gente armada.

-¿Qué le pasa? -me preguntó un capataz de obra que trabajaba en las afueras de la ciudad. Tenía la escopeta de dos caños abierta sobre el hombro. -¿Usted sabe algo sobre ese fulano?

-Eso no es un problema suyo, Gregorio.

-Mire: todos sabemos que ustedes tres son amigos de ese fulano, pero no vamos a permitir que nadie nos complique la vida. ¿Entendió? Cada uno de nosotros sabe muy bien lo que tiene que hacer. ¿No es verdad, muchachos?

-Claro -contestó uno.

-Claro -dijeron varios.

-Creo que es mejor que vuelvan para sus casas, señores -dije volviendo a mirar a Carillo y enseguida a los tres. -Este es un trabajo para la policía, no para ustedes. Y además hoy ya hubo bastante desgracia por aquí. No traten de que haya más, por favor.

-Yo creo que usted debe saber más de lo que parece -dijo Gregorio.

-Ya le dije que ese no es un problema suyo.

-Quiere decir que usted está protegiendo al asesino.

-No hay ninguna prueba de que él haya hecho nada.

-Bueno -dijo mirando hacia la caja del cajón. -Pero aunque no haya pruebas nosotros no queremos que vuelvan a repetirse algunas cosas. ¿No es verdad, muchachos?

Y de repente se me acercó hasta que le pude oler el aliento a cigarro y a alcohol mientras inclinaba su cuerpazo y me clavaba el hueco de su mirada clara, indiferente, inmutable:

-¿Qué es lo que quiere: complicar más las cosas?

-No. Quiero que me escuchen.

-El que tiene que escuchar es usted: nadie nos va a apartar un centímetro de lo que vinimos a hacer. ¿Entendió o se lo explico mejor?

Era demasiado grande y demasiado pesado para mí, calculé, con ganas de sacudirle la mandíbula.

-Yo sé lo que está pensando -sonrió, entre curioso y divertido. -Pero no voy a precisar esta escopeta, puede creerme. Así que salga de delante de una vez. No se meta, por favor. ¿Es pedir mucho?

-Ustedes están cometiendo un error -insistí. -¿Qué piensan hacer con él, si llegan a encontrarlo?

-Eso depende él, no de nosotros. Si viene tranquilo, vamos a ir tranquilos. ¿No es verdad, muchachos?

Después vi desfilar los camiones y las camionetas suponiendo inocentemente que no tenían ni la más remota idea de dónde podía estar Ángel. Paulo Enrique, Joaquín y Claudio me miraron de reojo y yo esperé que la caravana terminara de desaparecer en la oscuridad ya casi total y entonces salí de la carretera, pasé al lado de la camioneta de papá y empecé a correr por el bosque justo cuando empezó la lluvia.

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