La pulpería
(4)
Por su parte, el dueño de
casa recibía el asalto de creciente zozobra.
-¡Capaz que de alegría le
viene, ahí no más, el ataque y se muere con su plata!
Con fastidio miraba hacia
los tahúres, que no empezaban de una vez.
Cuando en el otro extremo
dom Pedro daba su paseíto, ahora el Barranquero lo acompañaba solícito, mirando
al suelo para ajustar bien el paso. El que iba solo era el fino rechinar de las
botas del riograndense. Porque el compaña, de raídas que estaban las suyas,
daba ilusión de andar con los pies envueltos en trapos.
Uno de los Charabones
salía del mostrador ufanamente en alto su bandeja cargada de copas. Para
resguardar el servicio:
-¡Guarda! -previno al
pasar, por no pecharse con el Loro Barranquero-. ¡Cuidado, don Pedro!
-¿Cómo ha dicho vocé?
-exclamó el Loro Brasilero hincado por la sorpresa-. ¿Cómo é voso nomen?
-¡Don Pedro, a sus
órdenes! -respondió el astroso, en parpadeos al amagar como a “cuadrarse”.
Entre una garúa de tiras
se levantó el halda del poncho y se sacó la descolorida gorra.
Lo mismo hizo el otro con
su capelo. Y como para dejarse sostener de atrás por una ancha complacencia, se
echó sobre los tacones.
-¡Mais qué casualidade
extremosa! ¡Si eu tambén me chamo dom Pedro, dom Pedro!
-¡Pero don Pedro! ¿Entonces
usté se llama don Pedro? -barbotaba como en un hipo el Barranquero, empezando a
apasionarse con total desinterés, ahora sí.
-¡Mais claro!
El nuevo agitarse de colorinches
descubrió una pistola de dos caños, cabo de nácar y tamaña P de oro,
incrustada.
Cuando, en una, el loro
reparó que también le pusieron servilleta, se la anudó en seguidita al
pescuezo. Pero ya había dejado la mesa limpia. Con ganas de soltar la risa, se
la atajó, sin embargo. Y se le produjo como una cicatriz entre las cejas al
caer en la cuenta de que, quedarse así, de servilleta, era un papel. Y por no
sacársela hizo con el brazo un círculo abarcador de toda la vajilla.
Entretanto, los tocayos se
entusiasmaban cada vez más.
-¿Pero entonces…?
-¡Mais claro que dom
Pedro!
¡Mentira parece! Después
de tanto esperar alguna copa sentado arriba de la pipa, el viejo Barranquero,
ahora embelesado, no respondía al escuchar:
-Vocé ten que aceitarme
una ginebriña. ¡No me salga con que no! E un gosto. Vocé ten que aceitarme.
Al fin, el invitado tomó
conciencia de lo que le entraba por un oído y le salía de largo por el otro.
-Bueno, está bien, don…
don…
-¡Mais claro que sí; dom
Pedro! -ayudó el otro, lleno de bondad, animándolo con sostenida sonrisa-. ¡Dom
Pedro, claro! ¡Mais qué casualidade extremosa!
Bien frente a frente
contemplábanse los dos viejos Loros, sacando algún mirón al alborozado
contertulio de la comilona. El Loro rico, paternalmente, aunque era bastante
menor que su tocayo. El Loro pobre, con una floja sonrisa, larga de dos dedos,
la misma de cuando, hacía añares, allá por el Guaycurú, lo lavaban bien, lo
peinaban y lo mandaban por entre el chilcal a saludar al bisabuelo, el día del
Santo.
-¡Pero lo veo a usté,
mire, y me parece mentira!
-¿Mais por qué no?
-convencía el otro, sintiéndose protector-. ¡Avise!
-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí!
El Chancho se inclinaba
sobre la mesa. Pero ya no por glotonería engullendo apurado, sino a fin de
prestar atención a su flamante amigo. Era que, después de haberlo simpatizado
un rato con los ojos, el Hurón lo ronceó de cerca y, en una, se le quedó
sentado delante, como si el tirón de un resorte lo hubiera atraído a la mesa.
Lo que decía el Hurón no era posible percibirlo ni aunque se pusiera la cara al
lado de los platos. Lo que se oía de lejos eran unos:
-¡Sí! ¡Sí! -con cabeceos
que le salían a don Chancho como sopesados por las risas mientras, alzando los
tacos, hacía agarrar un trote chasquero a su taburete.
El Hurón aguardaba
paciente para no interrumpir aquellos promisorios ¡Sí! Y, cuando se calmaba el
interlocutor, volvía a cuchichear con aire tan, tan inocente, que de lejos
hacía ver al público que aquello no era nada para bien, aunque en el solicitado
las palabras del Hurón surtían un efecto que lo encantaba. El Chancho se hacía
un arco; sin contener el trote del banco se sacaba y se ponía de cualquier modo
el “panamá” peligrando reventar el elástico del barbijo; escurríansele las
risas por entre los dedos cuando se frotaba a dos manos la cara…
Ya ni los platos hubieran
podido oír el:
-Bueno… cuando usté guste…
-del Hurón, tan por lo bajo pronunciado, con melosidad.
El Chancho se paró,
radiante. Y el Hurón debió apresurarse para adelantársele y guiarlo.
Como otro sombrero, el ex-queserp
llevaba encima la casi con peso mirada del dueño de casa.
Al extremo del salón,
casi junto a la puertita, el Biguá y el Gavilán esperaban para incorporárseles,
gachas las cabezas, sus reojos barriendo el piso.
Con la gravedad de si lo
estuviesen viendo desfilar en su propio entierro, al paso de don Chancho la
concurrencia se amontonó. Entre dos de vinchas blancas recién llegados, musitó
el del culero:
-¡Se aprovechan con el
quesero porque está falto!
Y, quedados aislados
ahora del grupo:
-¡Mais ito es muito feo!
-dijo dom Pedro a don Pedro.
Una especie de rumor de
papeles arrugados le hizo oír:
-¡Puede, don, que sea
para su bien! ¿Quién le dice a usté que con el bárbaro disgusto que se va a
agarrar, el contento no se le corte? Porque eso es lo que lo pierde: ¡el
contento!
Se refregó los ojos el Barranquero.
Es que los había posado sobre una piedra de anillo.
-¡Ah, no! ¡Isto is muito, muito
feo! ¡En minha terra, dom Pedro, a isto se le chama roubar!
Dom Pedro I estaba ahora
como si un aguacero lo hubiera agarrado al raso y con todito puesto.
-¡Con permiso,
caballeros! ¡Hagan el favor de dar paso, caballeros! -iba exigiendo con deliberada,
altanera gravedad el Hurón-. ¡Con permiso! ¡Con permiso!
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