miércoles

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (12)


La dama de honor se volvió después y, por primera vez, se dirigió directamente al minúsculo viejecito que estaba a su lado. Para mi eterna gratitud, el viejo seguía mirando derecho hacia adelante, como si su propio escenario privado no hubiese cambiado un ápice. Seguía sujetando el habano auténtico entre dos dedos. Tanto por su aparente desatención al terrible estruendo que hacía el cuerpo de trompetas y tambores como, posiblemente, por un firme principio de que todos los viejos de más de ochenta años deben de ser sordos como tapias o muy duros de oído, la dama de honor acercó sus labios hasta cuatro o cinco centímetros del oído izquierdo del viejo.

-¡Vamos a bajar del coche! -le gritó al oído, casi adentro del oído-. ¡Vamos a buscar un lugar desde donde telefonear y quizá tomar alguna bebida! ¿Quiere venir con nosotros?

La reacción inmediata del viejo fue sencillamente gloriosa. Miró primero a la dama de honor, después a los demás y luego sonrió. Fue una sonrisa que no por carecer de sentido resultó menos resplandeciente. Ni porque sus dientes fueran evidente, hermosa, trascendentalmente postizos. Miró inquisitivo a la dama de honor justo un instante, con la sonrisa maravillosamente intacta. O más bien, la miró como si creyera que la dama de honor, o uno de nosotros, tuviese la deliciosa intención de pasarle una cesta de picnic.

-¡Me parece que no te oye, corazón! -gritó el teniente.

La dama de honor asintió y una vez más acercó el megáfono de su boca a la oreja del viejo. Con un volumen realmente digno de alabanza, repitió su invitación de que dejara el coche y viniera con nosotros. De nuevo, a juzgar por su aspecto, el viejo dio la impresión de estar más que dispuesto a aceptar cualquier sugerencia que se le hiciera en el mundo, salvo posiblemente la de salir al trote y pegarse una zambullida en el East River. Pero de nuevo, también, uno tenía la incómoda convicción de que no había oído una palabra de lo que se le había dicho. Bruscamente demostró que así era. Con una enorme sonrisa dirigida a todos nosotros en conjunto, alzó la mano del cigarro y con un dedo se golpeó primero, significativamente, la boca y luego la oreja. El gesto que hizo parecía responder a una broma de primera que él quería compartir totalmente con todos nosotros.

En ese momento la señora Silsburn, a mi lado, dio una pequeña señal visible (casi un salto) de comprensión. Tocó la manga de satén rosa de la dama de honor y gritó:

-¡Ya sé quién es! ¡Es sordo y mudo…!, ¡es un sordomudo! ¡Es el tío del padre de Muriel!

Los labios de la dama de honor formaron la palabra:

-¡Oh! -Giró en su asiento hacia su marido-. ¿Tienes lápiz y papel? -bramó.

Le toqué el brazo y le grité que yo sí. Apresuradamente, casi como si por alguna razón el tiempo de todos nosotros estuviera a punto de agotarse, saqué del bolsillo interior de mi chaqueta una libretita y un pequeño lápiz que al salir había tomado del cajón de un escritorio de la Sala de Ordenanzas, en Fort Benning.

De un modo demasiado legible, escribí en una hoja de papel: “Estamos indefinidamente detenidos por el desfile. Vamos a buscar un lugar donde telefonear y tomar alguna bebida fresca. ¿Quiere venir con nosotros?”. Doblé el papel una vez y se lo tendí a la dama de honor, que lo abrió, lo leyó y luego se lo pasó al minúsculo viejecito. El viejo lo leyó sonriendo, y después me miró y sacudió la cabeza varias veces de arriba abajo con vehemencia. Pensé por un momento que este era el alcance pleno y elocuente de su respuesta, pero de pronto me hizo un gesto con la mano y deduje que quería que yo le pasara la libreta y el lápiz. Así lo hice, sin mirar a la dama de honor, en quien era evidente una enorme impaciencia. El viejo acomodó la libreta y el lápiz sobre su regazo con el mayor cuidado, después se quedó un momento con el lápiz en el aire, en evidente concentración, mientras su sonrisa disminuía apenas una pizca. Entonces el lápiz empezó a moverse, muy inseguro. Una “t” quedó cruzada por la tilde. Y luego tanto la libreta como el lápiz me fueron devueltos, con un maravilloso y cordial meneo de cabeza. Había escrito, con letras que todavía no estaban del todo formadas, una sola palabra: “Encantado”. La dama de honor, que leía por encima de mi hombro, produjo un sonido ligeramente parecido a un bufido, pero enseguida miré al gran escritor y traté de mostrar con mi expresión que todos los que estábamos en el coche distinguíamos un poema cuando lo veíamos, y lo agradecíamos.

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