La dama de honor se
volvió después y, por primera vez, se dirigió directamente al minúsculo
viejecito que estaba a su lado. Para mi eterna gratitud, el viejo seguía
mirando derecho hacia adelante, como si su propio escenario privado no hubiese
cambiado un ápice. Seguía sujetando el habano auténtico entre dos dedos. Tanto
por su aparente desatención al terrible estruendo que hacía el cuerpo de
trompetas y tambores como, posiblemente, por un firme principio de que todos
los viejos de más de ochenta años deben de ser sordos como tapias o muy duros
de oído, la dama de honor acercó sus labios hasta cuatro o cinco centímetros
del oído izquierdo del viejo.
-¡Vamos a bajar del coche!
-le gritó al oído, casi adentro del oído-. ¡Vamos a buscar un lugar desde donde
telefonear y quizá tomar alguna bebida! ¿Quiere venir con nosotros?
La reacción inmediata del
viejo fue sencillamente gloriosa. Miró primero a la dama de honor, después a
los demás y luego sonrió. Fue una sonrisa que no por carecer de sentido resultó
menos resplandeciente. Ni porque sus dientes fueran evidente, hermosa,
trascendentalmente postizos. Miró inquisitivo a la dama de honor justo un
instante, con la sonrisa maravillosamente intacta. O más bien, la miró como si
creyera que la dama de honor, o uno de nosotros, tuviese la deliciosa intención
de pasarle una cesta de picnic.
-¡Me parece que no te
oye, corazón! -gritó el teniente.
La dama de honor asintió
y una vez más acercó el megáfono de su boca a la oreja del viejo. Con un
volumen realmente digno de alabanza, repitió su invitación de que dejara el
coche y viniera con nosotros. De nuevo, a juzgar por su aspecto, el viejo dio
la impresión de estar más que dispuesto a aceptar cualquier sugerencia que se
le hiciera en el mundo, salvo posiblemente la de salir al trote y pegarse una
zambullida en el East River. Pero de nuevo, también, uno tenía la incómoda
convicción de que no había oído una palabra de lo que se le había dicho.
Bruscamente demostró que así era. Con una enorme sonrisa dirigida a todos
nosotros en conjunto, alzó la mano del cigarro y con un dedo se golpeó primero,
significativamente, la boca y luego la oreja. El gesto que hizo parecía
responder a una broma de primera que él quería compartir totalmente con todos
nosotros.
En ese momento la señora
Silsburn, a mi lado, dio una pequeña señal visible (casi un salto) de
comprensión. Tocó la manga de satén rosa de la dama de honor y gritó:
-¡Ya sé quién es! ¡Es
sordo y mudo…!, ¡es un sordomudo! ¡Es el tío del padre de Muriel!
Los labios de la dama de
honor formaron la palabra:
-¡Oh! -Giró en su asiento
hacia su marido-. ¿Tienes lápiz y papel? -bramó.
Le toqué el brazo y le
grité que yo sí. Apresuradamente, casi como si por alguna razón el tiempo de
todos nosotros estuviera a punto de agotarse, saqué del bolsillo interior de mi
chaqueta una libretita y un pequeño lápiz que al salir había tomado del cajón
de un escritorio de la Sala de Ordenanzas, en Fort Benning.
De un modo demasiado
legible, escribí en una hoja de papel: “Estamos indefinidamente detenidos por
el desfile. Vamos a buscar un lugar donde telefonear y tomar alguna bebida
fresca. ¿Quiere venir con nosotros?”. Doblé el papel una vez y se lo tendí a la
dama de honor, que lo abrió, lo leyó y luego se lo pasó al minúsculo viejecito.
El viejo lo leyó sonriendo, y después me miró y sacudió la cabeza varias veces
de arriba abajo con vehemencia. Pensé por un momento que este era el alcance
pleno y elocuente de su respuesta, pero de pronto me hizo un gesto con la mano
y deduje que quería que yo le pasara la libreta y el lápiz. Así lo hice, sin
mirar a la dama de honor, en quien era evidente una enorme impaciencia. El
viejo acomodó la libreta y el lápiz sobre su regazo con el mayor cuidado,
después se quedó un momento con el lápiz en el aire, en evidente concentración,
mientras su sonrisa disminuía apenas una pizca. Entonces el lápiz empezó a
moverse, muy inseguro. Una “t” quedó cruzada por la tilde. Y luego tanto la
libreta como el lápiz me fueron devueltos, con un maravilloso y cordial meneo
de cabeza. Había escrito, con letras que todavía no estaban del todo formadas,
una sola palabra: “Encantado”. La dama de honor, que leía por encima de mi
hombro, produjo un sonido ligeramente parecido a un bufido, pero enseguida miré
al gran escritor y traté de mostrar con mi expresión que todos los que
estábamos en el coche distinguíamos un poema cuando lo veíamos, y lo
agradecíamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario