La pulpería (2)
-¡Momento! Eso va al Rey…
-simulaba uno.
-Me doy vuelta… ¡La Sota!
Doy en tres, caballeros…
Pero como no hubo caso,
el Aperiá sopló la vela y, seguido por los tres compinches, volvió al salón
para entregar su candelero al propietario Vizcacha. Al rato, tornaron todos a
la pieza de juego para hacerle, con la puerta ahora de par en par, bien animado
ruido a un forastero. Mas este, o era tapia, de sordo, o no era afecto al
juego.
-Y debe tener plata hasta
tirar para arriba -decía el Hurón mirando con despecho hacia el defraudador de
tantas esperanzas.
Aludía a un Loro
Brasilero, ya de edad, pero bien conservado, que andaba hacía días en el pago
en procura de negocios de campo, y que en breve salutación con el pulpero dijo
llamarse Dom Pedro. Calzaba botas de charol, se cubría con un poncho de todos
colores. Su esmerada golilla tendida, era verde, y su sombrero, pura copa,
escarlata. Cada vez que iba a beber su ginebra, un anillo mostraba su piedra
grande, de diamante, lo menos, por el brillo, y se hacía más ostensible la
plata y el oro del rebenque que llevaba a la muñeca. A veces dejaba su copa, caminaba
a pasitos cortos hasta llegar casi, sin querer haciéndoles desear, hasta los
tres secuaces, y volvía a aquella y le sorbía parsimonioso otro traguito. En la
pulpería no se había dado con nadie aquel dom Pedro; pero mantenía una sonrisa
complacida, que parecía hallar justificación en todo lo que se posaban sus
ojos.
-¡Mais que terra tao boa,
ísta! -se decía. Y ratificaba: -¡Muito, mais muito boa!
Cuando sorprendía a
alguno mirándolo, él le inclinaba la cabeza, a la vez cortés y distante, igual
que si lo hiciera desde pedestal de estatua o parado arriba de una volanta.
Desde lejos, hecho una
lástima, con poncho astroso y botas que, sin ser de potro, lo mismo le dejaban
asomar las uñas, un mucho más viejo Loro Barranquero, muy sentado arriba de una
gran pipa de Carlón como sobre una barranca, lo miraba, también. Y cada vez que
su vista le daba en el anillo del forastero, el rotoso cerraba los ojos,
encandilado de admiración. Cuando en sus paseítos y entre aquellos vivos
colores dom Pedro pasaba junto al bocoy, el Barranquero esperaba a que quedara
de espaldas. Entonces, medio recogiéndose el poncho, asomaba la cabeza para
contemplarlo a sus anchas. A cada -¡Muito boa is ista terra! Del forastero
deslumbrante, él respondía para sus adentros:
-¡Sí, cómo se ve que este
no es nativo de aquí! Muy linda… ¡pa joderla!
Y se inclinaba todo hacia
abajo y, con disimulo, miraba hacia la entrada a ver si, al fin, llegaba alguno
de aquellos que suelen invitar a tomar una copa y ofrecen, de paso, algún
cigarro.
-¡Es en balde! -volvía a
entregarse a una reflexión que le asediaba a lo mosquito-. Si en vez de darme
por enderezar para aquí, yo agarro para la pulpería de don Peludo, emboco. Por
lo menos tomo algunas por cuenta mía; porque allí, cuando los topo de buena
vuelta, a mí me apuntan.
Dominando el salón desde
su alto asiento, estaba hecho faro el viejo Barranquero.
-¡Sí, tenemos una patria
que es como para aponderarla!
Una risotada lo hizo
girar en su observatorio y, bien estirado el pescuezo, sacar toda la cabeza en
dirección a la puerta. Vio, entonces, que atrás de la carcajada y casi a los
talones de ella, hacía su entrada tamaño Chancho, la rosada cara hecha unas Pascuas;
y de poncho a listas blancas y celestes como si viniera envuelto en la Bandera.
Avanzó sin saludar a
nadie, a grandes zancadas, el llegado. Y trepidando. Porque venía con los
movimientos del cuerpo cambiados. Así, al revés justito de todo el mundo, se
inclinaba sobre el lado que recogía la pierna. Traía “panamá” de precio,
sujetado con barbijo. Los tacos de las botas de charol, por lo altos, se veía
que eran mandados poner a propósito. Porque andar casi en puntas de pie todo el
tiempo, ¿a quién se le ocurre?
-¡Mais qué terra! ¡Mais
esto sí is terra!
Fue dom Pedro, en cabeceos
complacidos ante la aparición.
La mayoría de los
presentes no veía a don Chancho desde hacía meses. Pero no era secreto para
nadie que le había dado una viaraza. Y viaraza fue que, cuando a las dos
semanas se repuso, hizo poner bandera de remate a la quesería y al vacaje, y
eso que estaba trabajando lo más bien. No dejó nada sin hacer pasar bajo el
martillo. Instalaciones, tarros, hormas, mercadería ya pronta. Hasta cosas particulares,
como ser cuatro espejos de los grandes, del tiempo en que le empezó a gustar
mirarse de cuerpo entero y de todos lados a la vez… Y cantidad de ramos de
flores artificiales, de cuando él empezó a decir aquello de que era un atraso
hacer jardines, plantar semillas, regar, perseguir caracoles, matar hormigas; y
que si uno también era afecto al perfume, porque sin él la flor es poca cosa,
con rociarse con un frasco de agua de olor, asunto concluido.
Ahora, sin parar un rato
en su casa, andaba tirando la pata como si fuera a venirse el terremoto del fin
del mundo.
Al plantarse ante el
mostrador pidió una ginebra, la bebió de un trago y, radiante, se comenzó a
pasear de un extremo a otro del vasto recinto como si no hubiese nadie más que
él en la tierra, haciendo dar en los brincos tales sacudidas al poncho, que
parecía no haberle a este tampoco nadie adentro; y con su atención fija más
bien en el techo; solo, solo él, igual a cuando el fantasma se pone en
movimiento a la media noche sin que siquiera mueva los yuyos.
Aquella llegada, sin
embargo, había puesto muy en jaque a los tahúres. Apenas si una vez, y ni una
más, se miraron. Pero bastó para, los tres, ponerse a mirar fijo, delante,
haciendo creer que cada cual estaba hundido en lo suyo, pero deliberando por lo
bajo.
El Hurón susurraba:
-Si le conseguimos armar
juego, estamos hechos. Porque ha de estar de oro que es un botijo enterrado. Le
encajamos el mazo de cincha…
-¡El que te dije! -musitó
el Biguá palmeándose cerciorante el abultado bolsillo del lado del corazón.
Con apagados soplos
terció el Favilán:
-¿Pero y la banca? ¿Con
qué plata le hacemos frente? Dicen que anda con toda la plata encima.
-¡…! ¡………..!
-¿Nnnn? ¿Nnnn?
-¿Nnnn? ¡Hable un poquito
fuerte, caray!
-Dije que hacemos entrar
al patrón. Que él nos dé para presentar la banca.
El Chancho cruzó tentador
al lado de ellos, a los botes y a las risas, por lo que, incomunicándose en
seco, miraron para el piso como que no estaban en nada o como que en que menos
pensaban era en lo que estaban pensando. El atrayente venía mascando una
butifarra, en salpicaduras los extremos del poncho por los sacudones que les
provocaban los hombros. El Hurón, aguantándose inmóvil, los ojos bajos, los brazos
caídos, en la actitud de la inocencia, esperó a que pasara. Y en cuanto medio
le quiso ver las espaldas salió hacia donde estaba el patrón, quien le tenía
clavados los ojos haciéndose de cargo de todo. Para no tener que alzar la voz
y, sin embargo, escucharse bien lo mismo, ambos se pusieron un poco separados y
de bruces a ambos lados del mostrador; el patrón, cual si le hubiera dado por
mirarles las caras a todos y a cada uno en particular, de los parroquianos; el fullero
cual si estuviera eligiendo por las etiquetas alguna botella de la estantería.
Y todito fue cuestión de un momento. Cada cual se incorporó sin mirar al otro.
Y el Hurón enderezó hacia el fin del despacho. Por detrás del mostrador lo
seguía el dueño de casa igual que, alambrado por medio, es llevada una res de
tiro. Claro que antes, para su tranquilidad, el Vizcacha cerró con dos vueltas
el cajón de la plata y retiró y hasta el fondo se metió la llave en el
bolsillo. Eso siempre lo hacía si tenía que abandonar el sitio. Desde la tardecita
aquella del desastre. Pasó que, casi hasta el palenque, hasta que con cierto
recelo, él se les empacó, no más, y dijo:
-Bueno, ¿y adónde puta
quieren ir a hablar?
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