3 (2)
ELLA ES LA INSPIRATUS PARA LAS ALMAS QUE SUFREN
EL BORRACHO Y LA SEÑORA (3)
Quería saber cómo se veía en realidad Don Diego,
Cuauhtlatoazin
Le conté que a pesar de todas las traiciones,
exageraciones, errores y desvíos, sin embargo, lo que sostiene a las historias
numinosas permanece incorrupto. Al igual que al alma, a los cuentos numinosos
se les podrá marcar, quemar y desmembrar, pero nunca matar. La historia
verdadera permanece en cualquier corazón que tenga ojos para verla, oídos para
escucharla, agallas para esforzarse en protegerla… y seguirla.
Ahí fue cuando el cantero me preguntó cómo era Don Diego en realidad. Quise
decirle: “Se parecía a ti, pobre ángel, lucía exactamente como tú, lisiado por
las enfermedades y las golpizas, con largos recuerdos desgarrados en tiras
color rojo sangre, y aun así vivo de corazón. Se veía justo tal como tú”.
Pero no lo dije. No deseaba espantar a esta águila que había aterrizado
sobre el barandal del porche con tanta confianza, así que hablé de una verdad distinta:
que en realidad, alguien quería conocer cómo era el pequeño Don Diego, no debía
escuchar todas esas patrañas sobre “el buen azteca que se convirtió al cristianismo”,
es decir, mientras lo amenazaban con una azada española de acero templado
toledano.
Mejor mira los sobrevivientes del holocausto como Elie Wiesel; míralo a la
cara, a los ojos, a su corazón imperfectamente perfecto, y ve el Dolor de las
Eras y la Determinación del Universo en él. Mira a cualquiera de los
sobrevivientes de alguna guerra que aun hoy subsisten, quienes de algún modo no
se derrumbaron la demencia, la amargura o la ira directa por todo lo que
soportaron, pero que todavía ven la bondad en los demás, todavía se esfuerzan
por volver a juntar el alma entera de un pueblo incluyendo a todos, no solo a
su propia tribu, sino además a los conquistadores y a los conquistados, ambos y
todos.
Ese es Cuauhtlatoazin. Ese es Don Diego en persona. Ese es el águila que
habla con la agudeza de un ojo de águila. Genuino de corazón, atribulado,
escapando apenas con vida. No un indio acicalado con una medalla de buena
conducta. Sí, en cambio, un corazón vulnerable y venerable sobre la Tierra que
intentó, como resultado de la aparición de Guadalupe, cerrar lo que parecía un
abismo cultural entre extremos opuestos; juntas las almas de los conquistados y
de los conquistadores en paz, todas en un solo lugar.
Y ese lugar de reunión de paz no estaba en los palacios de los obispos
españoles, adornados tanto los palacios como los obispos con el oro y las joyas
robadas a las tribus. Al contrario, el máximo lugar de reunión era el piso
sencillo de tierra en el Cerro de Tepeyac, el lugar exacto donde la Gran Mujer
se le apareció a alguien considerado muy por debajo de la clase gobernante del
Nuevo Mundo. Ella decidió no aparecérsele a los hombres dorados, sino a él, que
representaba al pueblo que más quería: los, de alguna manera, abandonados; los,
de alguna manera, no amados, los “intocables”.
Para entonces, el cantero había inclinado la cabeza y hacía eso que a veces
hacen los hombres cuando sienten que las lágrimas vuelven a brotar de sus
viejas tumbas ancestrales. Se puso los lentes de sol aunque estábamos adentro.
Se apretó el puente de la nariz como si pensara en cosas profundas cuando en
realidad el llanto le brotaba por dentro. Profundamente.
Y así el proyecto de la gruta creció sobre memorias antiguas y modernas, y
lágrimas.
Las manos del cantero
Así que seguimos adelante él y yo, contando historia tras
historia: sobre cómo el
esclavizado pueblo nahua murió al pie de las iglesias que construyeron para los
conquistadores, cómo los conquistadores ordenaron a los nahuas que tiraran sus
propios templos pero dejaron los cimientos de piedra en su lugar y construyeron
los nuevos muros de las iglesias encima de ellos.
Hablamos de cómo los huesos de los que murieron al demoler y reconstruir se
volvieron parte de los mismos muros de la catedral. Muchos de los que vieron
esas criptas de piedra no sabrían jamás que ahí dentro se enterró
irresponsablemente a otros seres humanos. A esto también el cantero solo
asintió con la cabeza, diciendo: “Entiendo completamente”.
Mientras tanto, el proyecto de la gruta de Guadalupe había crecido mucho
más allá del “concepto de tina”. Ese se quedó meses atrás en el piso del cuarto
de dibujo / piso de la cantina. La grita tenía ahora un pozo de agua redondo
que el cantero llamaba “el pozo de la joven María”. Tenía un estanque para
descansar con una pequeña fuente, un sendero curvilíneo de baldosas y un modelo
a escala de la Basílica original original de Nuestra Señora de Guadalupe en la
ciudad de México. En serio.
Y sí, los vecinos cuchicheaban como gallinas que se alborotan solo de ver
la foto de un zorro. Se asomaban sobre el muro para ver qué se traían entre
manos esos locos.
Pero entonces surgió otro problema estructural. La estatua de concreto de
Guadalupe, pequeña pero pesada como el plomo, que había traído para colocar en
la gruta, era demasiado pequeña para el arco de la basílica a escala, ahora
mucho mayor. Así que el cantero propuso que crearía una Guadalupe más grande, a
escala.
“No la hagas huesuda. Por favor, ¿la puedes hacer redonda, como una mujer
de verdad?”, le pregunté. Y mi querida hija menor accedió a sentarse bajo el
sol ardiente, cubierta con un manto hecho de una cobija vieja para posar como
la primera modelo para Nuestra Señora sentada.
Y así comenzó con malla de alambre sobre un extravagante armazón, y después
cubrió eso, “dándole piel”, como dicen en el oficio, con un estuco cremoso
color café y ocre. Durante semanas, la formó a nuestra imagen de
Ella, con caderas amplias y ondulantes, un pecho hermoso y suntuoso, manos articuladas
y pies grandes. Perfecta mujer redonda.
La reverencia del cantero por Guadalupe creció conforme trabajó en su cara
y sus manos y pies, esculpiendo y quitando y agregando hasta que los terminó
con mucho amor. Lo escuché por casualidad mientras le susurraba a las piedras
al colocarlas: “Esto es por nosotros, por Ella”. Y entonces, le hablaba a Ella
a medida que la creaba: “Así, querida… así y así”, mientras aplicaba el yeso
suavemente y lo esculpía con una espátula de madera donde necesitara formar lo
más torneado.
Había entrado cierta gracia en él. Un orgullo. Una disposición a ser visto
en toda su condición de herido, la valentía de ser visto como tierno. Estos
eran los cambios indiscutibles hacia adentro que ahora empezaron a resplandecer
en él hacia afuera.
También hubo cambios materiales. Comenzó a rasurarse a diario. Venía a
trabajar, arrastrando una cubeta y las herramientas de metal como siempre, pero
ahora su pelo estaba lavado e incluso húmedo cada mañana. Para trabajar, usaba
el largo cabello en una trenza que le colgaba por la espalda, o se lo enrollaba
en la nuca como samurái. Trabajó desnudo de la cintura para arriba durante todo
el verano. Su espalda, sus brazos, sus hombros, su cara, se volvieron cobrizos
como la piel de Nuestra Señora: un linaje escondido y compartido que solo se
podía ver después de exponerse a la luz del sol.
Usó sus manos con ternura para construir todos los detalles complejos, como
las azucenas blancas hechas de metal que Ella sostendría en sus brazos,
colocando pequeños tubos en las flores para dejar pasar el agua. Estas eran las
mismas manos que años antes habían cargado un rifle en Vietnam y lo usaron para
los horrores en que se utilizan los rifles de guerra; de esa época de su vida
apenas podía mascullar poco más de unas cuantas palabras.
Sin embargo, esas manos fueron las mismas que formaron un pequeño domo de
cobre para la gruta de Nuestra Señora. Esas manos que rodearon un vaso de licor,
una lata de cerveza o una botella de whisky en vez de tocar a las personas que
realmente pudieron amarlo. Con ellas este cantero transformó un simple pedazo
de tierra en un diminuto pero perfecto refugio para La Señora.
Y yo seguí alimentándolo. Comida y más comida. Historias y más historias.
Y a medida en que Ella y su gruta cobraron más presencia en el pequeño
patio delantero de una diminuta casa azul en medio de un barrio de casas mucho
más grandes que la opacaban, así el corazón y el alma del cantero salieron con
más y más claridad a la superficie, a pesar de todo lo que había estado eclipsándolo.
Conforme trabajaba, Nuestra Señora iba tomando mayor forma, pero más aun,
en sus manos en sus manos tan capaces y tan creativas, se volvió más y más
visible para él.
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