miércoles

CLARISSA PINKOLA ESTÉS - DESATANDO A LA MUJER FUERTE (9)


3 (2)
ELLA ES LA INSPIRATUS PARA LAS ALMAS QUE SUFREN

EL BORRACHO Y LA SEÑORA (3)

Quería saber cómo se veía en realidad Don Diego, Cuauhtlatoazin

Le conté que a pesar de todas las traiciones, exageraciones, errores y desvíos, sin embargo, lo que sostiene a las historias numinosas permanece incorrupto. Al igual que al alma, a los cuentos numinosos se les podrá marcar, quemar y desmembrar, pero nunca matar. La historia verdadera permanece en cualquier corazón que tenga ojos para verla, oídos para escucharla, agallas para esforzarse en protegerla… y seguirla.

Ahí fue cuando el cantero me preguntó cómo era Don Diego en realidad. Quise decirle: “Se parecía a ti, pobre ángel, lucía exactamente como tú, lisiado por las enfermedades y las golpizas, con largos recuerdos desgarrados en tiras color rojo sangre, y aun así vivo de corazón. Se veía justo tal como tú”.

Pero no lo dije. No deseaba espantar a esta águila que había aterrizado sobre el barandal del porche con tanta confianza, así que hablé de una verdad distinta: que en realidad, alguien quería conocer cómo era el pequeño Don Diego, no debía escuchar todas esas patrañas sobre “el buen azteca que se convirtió al cristianismo”, es decir, mientras lo amenazaban con una azada española de acero templado toledano.

Mejor mira los sobrevivientes del holocausto como Elie Wiesel; míralo a la cara, a los ojos, a su corazón imperfectamente perfecto, y ve el Dolor de las Eras y la Determinación del Universo en él. Mira a cualquiera de los sobrevivientes de alguna guerra que aun hoy subsisten, quienes de algún modo no se derrumbaron la demencia, la amargura o la ira directa por todo lo que soportaron, pero que todavía ven la bondad en los demás, todavía se esfuerzan por volver a juntar el alma entera de un pueblo incluyendo a todos, no solo a su propia tribu, sino además a los conquistadores y a los conquistados, ambos y todos.

Ese es Cuauhtlatoazin. Ese es Don Diego en persona. Ese es el águila que habla con la agudeza de un ojo de águila. Genuino de corazón, atribulado, escapando apenas con vida. No un indio acicalado con una medalla de buena conducta. Sí, en cambio, un corazón vulnerable y venerable sobre la Tierra que intentó, como resultado de la aparición de Guadalupe, cerrar lo que parecía un abismo cultural entre extremos opuestos; juntas las almas de los conquistados y de los conquistadores en paz, todas en un solo lugar.

Y ese lugar de reunión de paz no estaba en los palacios de los obispos españoles, adornados tanto los palacios como los obispos con el oro y las joyas robadas a las tribus. Al contrario, el máximo lugar de reunión era el piso sencillo de tierra en el Cerro de Tepeyac, el lugar exacto donde la Gran Mujer se le apareció a alguien considerado muy por debajo de la clase gobernante del Nuevo Mundo. Ella decidió no aparecérsele a los hombres dorados, sino a él, que representaba al pueblo que más quería: los, de alguna manera, abandonados; los, de alguna manera, no amados, los “intocables”.

Para entonces, el cantero había inclinado la cabeza y hacía eso que a veces hacen los hombres cuando sienten que las lágrimas vuelven a brotar de sus viejas tumbas ancestrales. Se puso los lentes de sol aunque estábamos adentro. Se apretó el puente de la nariz como si pensara en cosas profundas cuando en realidad el llanto le brotaba por dentro. Profundamente.

Y así el proyecto de la gruta creció sobre memorias antiguas y modernas, y lágrimas.

Las manos del cantero

Así que seguimos adelante él y yo, contando historia tras historia: sobre cómo el esclavizado pueblo nahua murió al pie de las iglesias que construyeron para los conquistadores, cómo los conquistadores ordenaron a los nahuas que tiraran sus propios templos pero dejaron los cimientos de piedra en su lugar y construyeron los nuevos muros de las iglesias encima de ellos.

Hablamos de cómo los huesos de los que murieron al demoler y reconstruir se volvieron parte de los mismos muros de la catedral. Muchos de los que vieron esas criptas de piedra no sabrían jamás que ahí dentro se enterró irresponsablemente a otros seres humanos. A esto también el cantero solo asintió con la cabeza, diciendo: “Entiendo completamente”.

Mientras tanto, el proyecto de la gruta de Guadalupe había crecido mucho más allá del “concepto de tina”. Ese se quedó meses atrás en el piso del cuarto de dibujo / piso de la cantina. La grita tenía ahora un pozo de agua redondo que el cantero llamaba “el pozo de la joven María”. Tenía un estanque para descansar con una pequeña fuente, un sendero curvilíneo de baldosas y un modelo a escala de la Basílica original original de Nuestra Señora de Guadalupe en la ciudad de México. En serio.

Y sí, los vecinos cuchicheaban como gallinas que se alborotan solo de ver la foto de un zorro. Se asomaban sobre el muro para ver qué se traían entre manos esos locos.

Pero entonces surgió otro problema estructural. La estatua de concreto de Guadalupe, pequeña pero pesada como el plomo, que había traído para colocar en la gruta, era demasiado pequeña para el arco de la basílica a escala, ahora mucho mayor. Así que el cantero propuso que crearía una Guadalupe más grande, a escala.

“No la hagas huesuda. Por favor, ¿la puedes hacer redonda, como una mujer de verdad?”, le pregunté. Y mi querida hija menor accedió a sentarse bajo el sol ardiente, cubierta con un manto hecho de una cobija vieja para posar como la primera modelo para Nuestra Señora sentada.

Y así comenzó con malla de alambre sobre un extravagante armazón, y después cubrió eso, “dándole piel”, como dicen en el oficio, con un estuco cremoso color café y ocre. Durante semanas, la formó a nuestra imagen de Ella, con caderas amplias y ondulantes, un pecho hermoso y suntuoso, manos articuladas y pies grandes. Perfecta mujer redonda.

La reverencia del cantero por Guadalupe creció conforme trabajó en su cara y sus manos y pies, esculpiendo y quitando y agregando hasta que los terminó con mucho amor. Lo escuché por casualidad mientras le susurraba a las piedras al colocarlas: “Esto es por nosotros, por Ella”. Y entonces, le hablaba a Ella a medida que la creaba: “Así, querida… así y así”, mientras aplicaba el yeso suavemente y lo esculpía con una espátula de madera donde necesitara formar lo más torneado.

Había entrado cierta gracia en él. Un orgullo. Una disposición a ser visto en toda su condición de herido, la valentía de ser visto como tierno. Estos eran los cambios indiscutibles hacia adentro que ahora empezaron a resplandecer en él hacia afuera.

También hubo cambios materiales. Comenzó a rasurarse a diario. Venía a trabajar, arrastrando una cubeta y las herramientas de metal como siempre, pero ahora su pelo estaba lavado e incluso húmedo cada mañana. Para trabajar, usaba el largo cabello en una trenza que le colgaba por la espalda, o se lo enrollaba en la nuca como samurái. Trabajó desnudo de la cintura para arriba durante todo el verano. Su espalda, sus brazos, sus hombros, su cara, se volvieron cobrizos como la piel de Nuestra Señora: un linaje escondido y compartido que solo se podía ver después de exponerse a la luz del sol.

Usó sus manos con ternura para construir todos los detalles complejos, como las azucenas blancas hechas de metal que Ella sostendría en sus brazos, colocando pequeños tubos en las flores para dejar pasar el agua. Estas eran las mismas manos que años antes habían cargado un rifle en Vietnam y lo usaron para los horrores en que se utilizan los rifles de guerra; de esa época de su vida apenas podía mascullar poco más de unas cuantas palabras.

Sin embargo, esas manos fueron las mismas que formaron un pequeño domo de cobre para la gruta de Nuestra Señora. Esas manos que rodearon un vaso de licor, una lata de cerveza o una botella de whisky en vez de tocar a las personas que realmente pudieron amarlo. Con ellas este cantero transformó un simple pedazo de tierra en un diminuto pero perfecto refugio para La Señora.

Y yo seguí alimentándolo. Comida y más comida. Historias y más historias.

Y a medida en que Ella y su gruta cobraron más presencia en el pequeño patio delantero de una diminuta casa azul en medio de un barrio de casas mucho más grandes que la opacaban, así el corazón y el alma del cantero salieron con más y más claridad a la superficie, a pesar de todo lo que había estado eclipsándolo.

Conforme trabajaba, Nuestra Señora iba tomando mayor forma, pero más aun, en sus manos en sus manos tan capaces y tan creativas, se volvió más y más visible para él.

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