lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (101)


El último suspiro de aquel padre debía ser un suspiro de alegría. Ese suspiro, la expresión de toda su vida: se engañaba una vez más. Papá Goriot fue acomodado cuidadosamente sobre su cama. A partir de aquel momento, su fisonomía conservó la dolorosa huella del combate que se libraba entre la muerte y la vida en una máquina que no tenía ya esa especie de conciencia cerebral de donde resulta el sentimiento de placer y de dolor para el ser humano. Su destrucción no era ya más que cuestión de tiempo.

-Va a permanecer así algunas horas y morirá sin que nos demos cuenta, sin estertor siquiera. El cerebro debe estar completamente invadido.

En aquel momento se oyó el paso de una joven jadeante.

-Llega demasiado tarde -se dijo Rastignac creyendo que era Delfina.

Pero no, no era ella. Era Teresa, su camarera.

-Señor Eugenio -le dijo, a consecuencia del dinero que la pobre señora le pedía para su padre, se ha promovido en casa una violenta escena entre el señor y la señora. Ella se ha desmayado y ha tenido que ir el médico a sangrarla, porque gritaba como una loca: “¡Mi padre se muere! ¡Quiero ir a ver a papá!”

-Bueno, Teresa, aunque viniera, ahora sería inútil, porque el señor Goriot no tiene conocimiento.

-¡Pobre señor! ¿Tan mal está? -dijo Teresa.

-Como son yas las cuatro y media y no me necesitan, voy a preparar la comida -dijo Silvia, que estuvo a punto de tropezar en la escalera con la señora de Restaud.

Aparición grave y terrible en verdad fue la de la condesa, la cual contempló el lecho de muerte mal iluminado por una sola candela y derramó abundantes lágrimas al ver el rostro de su padre, donde palpitaban aun los últimos chispazos de la vida.

Bianchon se retiró por discreción.

-No me escapé lo bastante a tiempo -dijo la condesa a Rastignac.

El estudiante hizo con la cabeza un signo afirmativo lleno de tristeza. La señora de Restaud tomó la mano de su padre y la besó.

-Perdóneme usted, padre mío. Decía usted que mi voz lo haría salir de la tumba; pues bien, vuelva un momento a la vida para bendecir a su arrepentida hija. Óigame. Esto es horrible, porque su bendición es la única que puedo recibir en la tierra en lo sucesivo. Todo el mundo me odia. Usted solo me ama. Hasta mis propios hijos me odiarán. Lléveme con usted, que yo lo amaré y lo cuidaré. ¡Ya no oye! ¡Yo me vuelvo loca! -añadió cayendo de rodillas y contemplando aquellos despojos con expresión de delirio-. Nada falta a mi desgracia -dijo mirando a Eugenio-. El señor de Trailles se ha marchado dejando enormes deudas, y he sabido que me engañaba. Mi marido no me perdonará nunca, y yo lo he hecho dueño de mi fortuna. He perdido todas mis ilusiones. ¡Ay de mí! ¿Por qué traicioné al único corazón que me adoraba? -añadió dirigiéndose a su padre-. ¡Oh, lo he desconocido, lo he rechazado, le he causado mil males, qué infame soy!

-Él lo sabía -dijo Rastignac.

En este momento papá Goriot abrió los ojos por efecto de una convulsión, y el gesto que revelaba la esperanza de la condesa no fue menos horrible que el movimiento de ojos del moribundo.

-¿Me habrá oído? -gritó la condesa-. No -se dijo sentándose al lado de la cama.

Como la señora de Restaud hubiese manifestado deseos de permanecer junto a su padre, Eugenio bajó para tomar algún alimento. Los huéspedes estaban reunidos.

-¿Con que parece que vanos a tener arriba un muertecitorama? -dijo el pintor.

-Carlos -le dijo Eugenio-, me parece que ya podría usted bromear con algo menos lúgubre.

-Hombre, ¿no se va a poder reír aquí? -repuso el pintor-. ¿Qué importa eso si Goriot no tiene ya conocimiento, según dice Bianchon?

-Vamos -repuso el empleado del Museo-, morirá como ha vivido.

-¡Mi padre ha muerto! -gritó la condesa.

Al oír este terrible grito, Silvia, Rastignac y Bianchon subieron y encontraron desmayada a la señora de Restaud. Después de haberla hecho volver en sí, la transportaron al coche que la esperaba. Eugenio confió su cuidado a Teresa, ordenándole que la llevase a casa de la señora de Nucingen.

-¡Oh, está bien muerto! -dijo Bianchon al bajar.

-¡Vamos, señores, a la mesa, que la sopa se enfría! -dijo la señora Vauquer.

Los dos estudiantes se sentaron uno al lado del otro.

-¿Qué hay que hacer ahora? -dijo Eugenio a Bianchon.

-Ya le he cerrado los ojos y lo he dispuesto todo convenientemente. Cuando el médico forense venga a certificar la defunción, que nosotros declararemos, le coseremos una mortaja y lo enterraremos. ¿Qué quieres que se haga?

-Ya no volverá a oler el pan de este modo -dijo un huéped imitando el ademán que solía hacer el pobre difunto.

-¡Por favor, señores, dejen ustedes ya a papá Goriot! -dijo el estudiante de medicina-. No sé a qué viene hablar tanto de él. Uno de los privilegios de la buena ciudad de París es que se puede nacer, vivir y morir sin que nadie haga caso de uno. Aprovechémonos, pues, de las ventajas de la civilización. Hoy hay sesenta muertos en París. ¿Quieren ustedes apiadarse de las hecatombes parisienses? Si papá Goriot ha muerto, mejor para él. Si tanto lo quieren ustedes, vayan arriba a velarlo y déjennos comer tranquilamente.

-¡Oh, sí, mejor para él que se haya muerto, porque, al parecer, el pobre hombre ha tenido muchos disgustos durante la vida! -dijo la viuda.

Y esta fue la única oración fúnebre que se pronunció por un ser que para Eugenio representaba la Paternidad. Los quince huéspedes se pusieron a charlar como de costumbre. Cuando Eugenio y Bianchon hubieron comido, el ruido de los tenedores y las cucharas, las risas de la conversación, las diversas expresiones de aquellas caras glotonas e indiferentes les helaron de horror. Salieron para ir a buscar un sacerdote que rogase y velase por el muerto durante la noche. Tuvieron que tributar los últimos honores a aquel buen padre con el poco dinero del que disponían. A las nueve de la noche, el cuerpo fue colocado dentro de una sábana, entre dos candelas, en aquel cuarto desnudo, y un sacerdote fue a sentarse a su lado. Cuando Rastignac hubo preguntado al religioso el precio del entierro y de los funerales, antes de acostarse, puso cuatro letras al barón de Nucingen y al conde de Restaud, rogándoles que enviasen a sus administradores a fin de sufragar los gastos del entierro de su suegro. Le entregó las cartas a Cristóbal, y después se acostó rendido de fatiga.

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