(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Correa detiene el carromato y mira el lugar que lo
cobijó durante el año y medio que vivió con su mujer en Mercedes. Todo está
pronto como para partir, pero lo retiene el recuerdo de las recientes historias
vividas. Parte con dolor, dolor por lo que entiende ha sido una ingratitud de
quienes confiaba, dolor por los ninguneos, dolor por las ambiciones, dolor por
las claudicaciones, y dolor por los abusos que hacen peligrar la justa causa
por la que ha luchado. No puede decir que está mejor de sus dolencias, pero lo
ha conversado con su mujer y llegaron a la conclusión que lo más indicado es
partir para Buenos Aires lo antes posible. Pero ya en camino, duda. Y una vez
más le repite, lo que tantas veces conversaron.
-Sin ejército y
expuesto a que una noche se presente un desgraciado lance con alguno de los
españoles que soltaron y retado por el reino del interés y el despotismo, mejor
ponernos en viaje a Buenos Aires, para dar cuenta a la Superior Junta de los
acontecimientos.
Pero en el fondo
no está seguro de la medida que está adoptando.
-El mismo Capitán
Cortinas, bajo palabra de honor, puede informar la parte activa que tuve en el
movimiento. Pueden llamar al propio Viera y bajo una confesión formal hablará
verdad y si quiere negar algún asunto que no le hace el mejor honor, en ese
caso compareceré a su presencia y relucirá la verdad, lo mismo digo de
cualquier otro que tal vez, seducido, pueda volver la cara.
Más animado,
sacude las riendas y grita, para poner a las bestias en marcha. El cargado
carruaje comienza su marcha por los empedrados caminos. Cerca, muy cerca unos
chingolos lo saludan y despiden.
-Fii fi
fifififififéii.
Rechinan los ejes.
Y lentamente el caserío va quedando atrás, con sus historias de luchas, pasiones,
amores y muertes.
También Pedro
González Cortinas manifiesta su dolor por la partida de Correa. Ni bien le
informan de la conmovedora decisión de su compadre, comenta a sus allegados.
-A la generosidad
americana que reinaba al tiempo de mi salida de Capilla Nueva ha sucedido la
rivalidad de intereses y el amor a la patria sucumbió ante la ambición de
mando…
El patriota no
quiere ver mancillada por pequeñeces, que no están a la altura del minuto
histórico, la entrega inicial de los paisanos. Es momento de recuperar rumbos, de
enderezar ejes. La revolución reclama un conductor que esté a la altura de las
circunstancias. No es por casualidad que los corrillos de paisanos vocean el
nombre de José Artigas.
***
La ira estremece a
Benavidez. La proclama de Elío transpira provocación. Inmediatamente convoca a
sus allegados para leerles el documento. Quiere desahogarse y que otros lo
acompañen. Debería estar acostumbrado a los múltiples desmanes y atropellos del
Virrey, pero el escrito lo muestra más irascible, presuntuoso y prepotente que
nunca. En ronda los oficiales de las compañías que están a su mando, escuchan
el oficio que llega de Montevideo.
-Vecinos de toda
la campaña, las intrigas y sugestiones de la desesperada Junta de Buenos Aires
os han precipitado en el proyecto más disparatado y criminal. Retiraos a
vuestras casas a gozar de vuestra tranquilidad; no se os perseguirá: de otro
modo vuestra ruina y la de vuestras familias es ciertísima -lee Benavidez
Encrespados por
las amenazas, los criollos maldicen entre dientes. Benavidez los contiene para
que lo dejen terminar:
-La Junta de
Buenos Aires ni quiere, ni puede daros los auxilios de soldados y armas que os
promete, porque ni los tiene, ni puede pasar expedición alguna por el río, que
no sea desbaratada por los muchos barcos armados con que le tengo inundado;
pero aunque alguno escape ¿de qué os sirve? Mirad que a mi sola orden entrarán
cuatro mil portugueses…
Está claro que al
Virrey el levantamiento oriental lo ha exasperado y que está dispuesto a actuar
como si encarnara al Dios Ibero de la guerra. Desde siempre ha procedido con
despotismo, como si fuera juez y guía de almas. Su personalidad, mimetizada con
la institución colonial, suele posesionarse de una patológica severidad, con la
que a la vez irrita y aterra a la gente. La proclama más que una intimación, es
una amenazante arenga. Su final es atroz.
-Con la expedición
que ha salido a la campaña, cogidos entre dos fuegos, ni podéis escapar, ni
entonces os valdrá el arrepentimiento: todavía ahora tenéis ocasión; retiraos,
os digo otra vez a vuestros hogares, y si no me obedecéis, pereceréis sin
remedio y vuestros bienes serán confiscados.
El grito atronador
de ¡Viva la patria!, resuena como respuesta. Cecilio Guzmán está contento de
que Benavidez lo haya convocado. Mucho ha crecido desde que impulsivamente
partió de su casa rumbo a Monte de Asencio. Desde entonces su vida ha cambiado
drásticamente. Después de la caída de Capilla Nueva, adonde participó sin
conocer el oficio militar y de integrar las tropas que sitiaron la estancia de Villalba,
había tenido la oportunidad de adiestrarse como artillero. Mucho ha aprendido,
sin lugar a dudas. Ahora entiende mejor muchas cosas, ahora entiende mejor las
razones por las que su mujer y sus hijos han padecido, pero por sobre todas las
cosas, ahora es consciente como nunca antes, de los derechos y obligaciones que
implica ser un hombre libre. No es el mismo que partió de Mercedes, pero continúa
añorando el pago adonde lo esperan su mujer y sus hijos, añora los plantíos que
tantos sudores le demandan, añora la ribera del río, tan igual y a la vez tan
diferente, de las otras orillas por las que ha marchado, añora la Capilla y
hasta añora a los vecinos. Y desea que ojalá muy pronto pueda volver a verlos, pero
por lo que dice Elío la guerra no va a ser fácil.
Un fuerte
juramento lo saca de sus cavilaciones.
Es Benavidez que arenga.
-¡Hay siete mil
hombres dispuestos y preparados a defender la patria, sus sagrados derechos no
se conquistan con papeles!
***
Una gran
diversidad de navíos españoles patrulla los ríos de la Banda Oriental. Cada
ensenada, cada codo, cada playada son minuciosamente revisados en procura de
insurgentes; las flotillas, sigilosos monstruos marinos, irrumpen
imprevistamente y siembran el pánico entre los habitantes de la costa. Una de
aquellas escuadras está bajo el mando de Juan Ángel Michelena, un fogueado
marino con muchos años de experiencia en la Real Armada. Dirige un ágil y poderoso
bergantín, armado con una docena de piezas de artillería; el enorme velamen, le
aporta una gran velocidad, por lo que puede dar alcance a cualquier embarcación.
Desde su lugar de mando Michelena reclama a sus hombres mayor brío en sus
tareas:
-Gracias a Dios,
los conocimientos que tengan adquiridos en Facultad, los he conseguido en
veintidós años de continua navegación y con los jefes marinos y de crédito en
la Armada: pero estos mismos me hicieron genial el interés, que todo militar
debe tener en no perder por su parte un instante en las comisiones que sus
jefes le confieren, máxime en la Marina, que por un cuarto de hora que se
pierda, se pierde una expedición.
Michelena mira a
su entorno. No muy lejos destaca, con su única vela desplegada al viento, una
pequeña balandra, que es seguida por una ligera zumaca y un práctico falucho.
La flota impone su presencia en las costas del Río Uruguay, pero Michelena discrepa
con los planes que las autoridades han venido impulsando. Y con rencor protesta
ante cada información que le va llegando de los insurgentes.
-Desde enero tengo
dicho que para febrero se vería en completa insurrección toda esta campaña, no
lo creyeron, pero ya lo vemos y la poca actividad nos va a poner en el último
extremo.
La brisa matinal
recorre la cubierta del Bergantín y eriza la vela mayor. Es un amanecer
espléndido, pero Michelena está contrariado. Sus superiores han hecho oídos
sordos a sus presentimientos. Mientras otea la ribera, comenta a uno de sus
subordinados.
-Muesas es testigo
de lo que públicamente delante de su señora le dije la noche primera que me
presenté, cuando cumplí mi retirada, que tantos males nos acarrea…, retirada
muy mala…
Llena sus pulmones
con la suave brisa. Y agrega:
-¡Pésima y pésima!
Yo hubiera cortado en la misma Capilla de Mercedes los vuelos a los
insurgentes. ¡Y puedes creer que no hubiera desertado un solo soldado…!
Ha intentado por
todos los medios convencer a las autoridades, pero desconfía. Le parece que hay
enemigos de la Junta por doquier, incluso en el entorno del Virrey. Ha dicho hasta
que lo estima, como forma de alejar cualquier rispidez que pudiera estar
pesando. Entre los dos hombres hubo espinosas divergencias en el pasado. Cuando
en 1808 Elío instaló la Junta de Gobierno en Montevideo, Michelena no lo apoyó.
A partir de ese momento las tensiones entre los dos fueron creciendo, al extremo
de que cuando Michelena fue a esa ciudad a asumir como gobernador, el propio Elío
lo insultó y golpeó en público. Gobernó durante un año, pero una sublevación
encabezada por el ahora Virrey lo hizo huir. Ahora los une una causa común,
pero Michelena entrevé que no están avanzando.
-Este es el estado
de la campaña. La prueba de su adhesión hacia nosotros es ninguna, ¿quién es un
solo hombre, o persona, pues ni mujeres que todo lo hablan, nos vienen a dar
noticia alguna? Ni hay quienes se atrevan a salir para investigarlas: yo he
gastado muchos pesos y de a pocos días a esta parte nada sé.
Está ansioso.
Procurando información, a principios de marzo, despachó a un espía de confianza
al Arroyo de la China, pero aún no ha vuelto y sospecha que pueda estar
detenido o algo peor. Promedia la mañana y nada mejor para aliviar la
incertidumbre que un poco de acción, entonces decide que sus soldados
desembarquen y marchen hasta la Calera de Narbona con un cañón volante. Están
dispuestos a todo, a robar y a matar. Ya que no encuentran apoyo entre la
población, solamente les queda sembrar el terror.
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