domingo

RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (11)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

Correa detiene el carromato y mira el lugar que lo cobijó durante el año y medio que vivió con su mujer en Mercedes. Todo está pronto como para partir, pero lo retiene el recuerdo de las recientes historias vividas. Parte con dolor, dolor por lo que entiende ha sido una ingratitud de quienes confiaba, dolor por los ninguneos, dolor por las ambiciones, dolor por las claudicaciones, y dolor por los abusos que hacen peligrar la justa causa por la que ha luchado. No puede decir que está mejor de sus dolencias, pero lo ha conversado con su mujer y llegaron a la conclusión que lo más indicado es partir para Buenos Aires lo antes posible. Pero ya en camino, duda. Y una vez más le repite, lo que tantas veces conversaron.

-Sin ejército y expuesto a que una noche se presente un desgraciado lance con alguno de los españoles que soltaron y retado por el reino del interés y el despotismo, mejor ponernos en viaje a Buenos Aires, para dar cuenta a la Superior Junta de los acontecimientos.

Pero en el fondo no está seguro de la medida que está adoptando.

-El mismo Capitán Cortinas, bajo palabra de honor, puede informar la parte activa que tuve en el movimiento. Pueden llamar al propio Viera y bajo una confesión formal hablará verdad y si quiere negar algún asunto que no le hace el mejor honor, en ese caso compareceré a su presencia y relucirá la verdad, lo mismo digo de cualquier otro que tal vez, seducido, pueda volver la cara.

Más animado, sacude las riendas y grita, para poner a las bestias en marcha. El cargado carruaje comienza su marcha por los empedrados caminos. Cerca, muy cerca unos chingolos lo saludan y despiden.

-Fii fi fifififififéii.

Rechinan los ejes. Y lentamente el caserío va quedando atrás, con sus historias de luchas, pasiones, amores y muertes.

También Pedro González Cortinas manifiesta su dolor por la partida de Correa. Ni bien le informan de la conmovedora decisión de su compadre, comenta a sus allegados.

-A la generosidad americana que reinaba al tiempo de mi salida de Capilla Nueva ha sucedido la rivalidad de intereses y el amor a la patria sucumbió ante la ambición de mando…

El patriota no quiere ver mancillada por pequeñeces, que no están a la altura del minuto histórico, la entrega inicial de los paisanos. Es momento de recuperar rumbos, de enderezar ejes. La revolución reclama un conductor que esté a la altura de las circunstancias. No es por casualidad que los corrillos de paisanos vocean el nombre de José Artigas.

***

La ira estremece a Benavidez. La proclama de Elío transpira provocación. Inmediatamente convoca a sus allegados para leerles el documento. Quiere desahogarse y que otros lo acompañen. Debería estar acostumbrado a los múltiples desmanes y atropellos del Virrey, pero el escrito lo muestra más irascible, presuntuoso y prepotente que nunca. En ronda los oficiales de las compañías que están a su mando, escuchan el oficio que llega de Montevideo.

-Vecinos de toda la campaña, las intrigas y sugestiones de la desesperada Junta de Buenos Aires os han precipitado en el proyecto más disparatado y criminal. Retiraos a vuestras casas a gozar de vuestra tranquilidad; no se os perseguirá: de otro modo vuestra ruina y la de vuestras familias es ciertísima -lee Benavidez

Encrespados por las amenazas, los criollos maldicen entre dientes. Benavidez los contiene para que lo dejen terminar:

-La Junta de Buenos Aires ni quiere, ni puede daros los auxilios de soldados y armas que os promete, porque ni los tiene, ni puede pasar expedición alguna por el río, que no sea desbaratada por los muchos barcos armados con que le tengo inundado; pero aunque alguno escape ¿de qué os sirve? Mirad que a mi sola orden entrarán cuatro mil portugueses…

Está claro que al Virrey el levantamiento oriental lo ha exasperado y que está dispuesto a actuar como si encarnara al Dios Ibero de la guerra. Desde siempre ha procedido con despotismo, como si fuera juez y guía de almas. Su personalidad, mimetizada con la institución colonial, suele posesionarse de una patológica severidad, con la que a la vez irrita y aterra a la gente. La proclama más que una intimación, es una amenazante arenga. Su final es atroz.

-Con la expedición que ha salido a la campaña, cogidos entre dos fuegos, ni podéis escapar, ni entonces os valdrá el arrepentimiento: todavía ahora tenéis ocasión; retiraos, os digo otra vez a vuestros hogares, y si no me obedecéis, pereceréis sin remedio y vuestros bienes serán confiscados.

El grito atronador de ¡Viva la patria!, resuena como respuesta. Cecilio Guzmán está contento de que Benavidez lo haya convocado. Mucho ha crecido desde que impulsivamente partió de su casa rumbo a Monte de Asencio. Desde entonces su vida ha cambiado drásticamente. Después de la caída de Capilla Nueva, adonde participó sin conocer el oficio militar y de integrar las tropas que sitiaron la estancia de Villalba, había tenido la oportunidad de adiestrarse como artillero. Mucho ha aprendido, sin lugar a dudas. Ahora entiende mejor muchas cosas, ahora entiende mejor las razones por las que su mujer y sus hijos han padecido, pero por sobre todas las cosas, ahora es consciente como nunca antes, de los derechos y obligaciones que implica ser un hombre libre. No es el mismo que partió de Mercedes, pero continúa añorando el pago adonde lo esperan su mujer y sus hijos, añora los plantíos que tantos sudores le demandan, añora la ribera del río, tan igual y a la vez tan diferente, de las otras orillas por las que ha marchado, añora la Capilla y hasta añora a los vecinos. Y desea que ojalá muy pronto pueda volver a verlos, pero por lo que dice Elío la guerra no va a ser fácil.

Un fuerte juramento lo saca de sus cavilaciones.  Es Benavidez que arenga.

-¡Hay siete mil hombres dispuestos y preparados a defender la patria, sus sagrados derechos no se conquistan con papeles!

***

Una gran diversidad de navíos españoles patrulla los ríos de la Banda Oriental. Cada ensenada, cada codo, cada playada son minuciosamente revisados en procura de insurgentes; las flotillas, sigilosos monstruos marinos, irrumpen imprevistamente y siembran el pánico entre los habitantes de la costa. Una de aquellas escuadras está bajo el mando de Juan Ángel Michelena, un fogueado marino con muchos años de experiencia en la Real Armada. Dirige un ágil y poderoso bergantín, armado con una docena de piezas de artillería; el enorme velamen, le aporta una gran velocidad, por lo que puede dar alcance a cualquier embarcación. Desde su lugar de mando Michelena reclama a sus hombres mayor brío en sus tareas:

-Gracias a Dios, los conocimientos que tengan adquiridos en Facultad, los he conseguido en veintidós años de continua navegación y con los jefes marinos y de crédito en la Armada: pero estos mismos me hicieron genial el interés, que todo militar debe tener en no perder por su parte un instante en las comisiones que sus jefes le confieren, máxime en la Marina, que por un cuarto de hora que se pierda, se pierde una expedición.

Michelena mira a su entorno. No muy lejos destaca, con su única vela desplegada al viento, una pequeña balandra, que es seguida por una ligera zumaca y un práctico falucho. La flota impone su presencia en las costas del Río Uruguay, pero Michelena discrepa con los planes que las autoridades han venido impulsando. Y con rencor protesta ante cada información que le va llegando de los insurgentes.

-Desde enero tengo dicho que para febrero se vería en completa insurrección toda esta campaña, no lo creyeron, pero ya lo vemos y la poca actividad nos va a poner en el último extremo.

La brisa matinal recorre la cubierta del Bergantín y eriza la vela mayor. Es un amanecer espléndido, pero Michelena está contrariado. Sus superiores han hecho oídos sordos a sus presentimientos. Mientras otea la ribera, comenta a uno de sus subordinados.

-Muesas es testigo de lo que públicamente delante de su señora le dije la noche primera que me presenté, cuando cumplí mi retirada, que tantos males nos acarrea…, retirada muy mala…

Llena sus pulmones con la suave brisa. Y agrega:

-¡Pésima y pésima! Yo hubiera cortado en la misma Capilla de Mercedes los vuelos a los insurgentes. ¡Y puedes creer que no hubiera desertado un solo soldado…!

Ha intentado por todos los medios convencer a las autoridades, pero desconfía. Le parece que hay enemigos de la Junta por doquier, incluso en el entorno del Virrey. Ha dicho hasta que lo estima, como forma de alejar cualquier rispidez que pudiera estar pesando. Entre los dos hombres hubo espinosas divergencias en el pasado. Cuando en 1808 Elío instaló la Junta de Gobierno en Montevideo, Michelena no lo apoyó. A partir de ese momento las tensiones entre los dos fueron creciendo, al extremo de que cuando Michelena fue a esa ciudad a asumir como gobernador, el propio Elío lo insultó y golpeó en público. Gobernó durante un año, pero una sublevación encabezada por el ahora Virrey lo hizo huir. Ahora los une una causa común, pero Michelena entrevé que no están avanzando.

-Este es el estado de la campaña. La prueba de su adhesión hacia nosotros es ninguna, ¿quién es un solo hombre, o persona, pues ni mujeres que todo lo hablan, nos vienen a dar noticia alguna? Ni hay quienes se atrevan a salir para investigarlas: yo he gastado muchos pesos y de a pocos días a esta parte nada sé.

Está ansioso. Procurando información, a principios de marzo, despachó a un espía de confianza al Arroyo de la China, pero aún no ha vuelto y sospecha que pueda estar detenido o algo peor. Promedia la mañana y nada mejor para aliviar la incertidumbre que un poco de acción, entonces decide que sus soldados desembarquen y marchen hasta la Calera de Narbona con un cañón volante. Están dispuestos a todo, a robar y a matar. Ya que no encuentran apoyo entre la población, solamente les queda sembrar el terror.

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