domingo

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (33)


La partida del Sargento Cimarrón (1)

Muy agachadita iba la Mulita por una senda entre los cardos. Le rozaba ya los hombros un sol que, con trabajo, iba asomando el borde y defendiendo su naciente fuego de un nuberío abandonado en su retirada por la noche (pero son sus mismas mañas y que se lo estaba queriendo sofocar). La luz empujaba con ahínco; conseguía escurrirse en vetas y bajar rayos suyos al mundo, a mecerse muy campantes en las cosas. A la que de estas le caía en suerte ser tocada por alguno de ellos se ponía como nueva. Hasta brillo adquiría la lija de los cardos porque les había descendido una bandada. Las flores, entre sus hojas frías, se venían a su color. En las islitas de ceibos y de talas, sobre las chilcas y el cardal, la claridad se apoyaba para resistir y permanecer. Y, alegrándose al fin, justo al cruzar de la Mulita, todo iba asomándose a su superficie e identificándose consigo… Porque por la noche, cuando les absorben su color y sus límites, los que no pueden moverse, aquellos para quienes su nacer y su morir son en el mismo sitio, se confunde, perdidos; y uno, si se olvida del punto (y en ocasiones aunque se recuerde bien) no consigue saber, al volver a enfrentarlo entre sombras si aquel es aquel mismo o es otro que nada le tiene que ver. El que tiene voz, habla, por lo menos, y se hace reconocer aunque esté en los ojos la ceguera. ¡Pero siendo mudo! Un sauce, por ejemplo: ¿qué hace él, con tamañas raíces y sin grito, si, de pronto, entre lo oscuro le parece que anda ronceando la misma reina de las anacondas o la ve que se va rampante por el mundo a hacer sus estragos? ¿Qué hace, eh? ¿Cómo se libra? ¿O a quién avisa del peligro?…  Unas cuantas horas más, y ya no. Hasta se ve él, el sauce, sí, meciéndose echado a todo lo largo sobre el agua, entonces, no, no hecho poste en el suelo. Así, así se ve, el sauce, sí, meciéndose echado a todo lo largo sobre el agua, entonces, no, no echo poste en el suelo. Así, así se ve, mientras adentro de la corriente, mira a las mojarras, vueltas otras tantas mariposas locas, erizándose muy campantes a través de las ramas como si estas fueran de aire, o cosa así. Pero es quedarse bordeado por la noche y ya, entonces, el tal sauce siente hasta que rumorea algún misterio el río. Y que trae un áspero frío en su torno y que se lo va acercando al sauce en su arrastre. Para peor, en la lomada, el ombú se ha hecho cerro a esa hora; un cerro que se mece con el viento pero que, al parecer, no hay nada que hacerle que es cerro. Y el bulto que estaba, ahora se desconoce y no se conforma con eso y se embarulla más entonces, como empujado a flotar en medio de aquello que, valga la comparación, resulta mudez de las de algodón metido hasta la garganta. Los que se mueven, ¡ah!, no, los que se mueven no. A esos la noche no los confunde. Ganan su morada y se defienden cerrando los ojos y fugándose en el sueño. Porque dormido no hay peligro. El sueño no consiente embrollos de aquella clase. Y salvo cuando culebrea la pesadilla perversa y consigue deslizarse por los adentros, uno, soñando, ve como al rayo del sol aunque la claridad ande todavía por el medio de la noche.

Muy agachada iba la de celeste y blanco, la Mulita, sí, entre aquella paz de gasa tenue -o igual al de esa telita que uno presiente que, como su piel, debe de tener toda agua-; entre esa quietud que era la primerísima en turbarse, la Mulita iba con marcha apurada. Se deslizaba con una pollera azul marino y una bata blanca, toda floreada con bordados a mano en el pecho. Las alpargatas eran blancas, húmedas estaban por el rocío, alrededor de la suela de esparto y, por la gramilla, un poco verde encima de los dedos. El pañuelo a la cabeza, anudado por delante en el cuello, y que le hacía un pico atrás, gracioso, en blanco, también como en blanco el pañuelo de batista, con que continuamente se secaba los ojos y se sonaba: porque ella iba de duelo por el sinuoso sendero.

Cuando salió del chilcal, y aquel se hacía recto en el llano, divisó el rancho de Don Juan y advirtió que debajo del ombú había alguien. Se secó una lágrima que corría desfigurante. Clarito vio que quien estaba tomando mate era Don Juan. Corrió entonces, agitada aun más por los sollozos, y después se detuvo, porque ya no podía seguir y porque advirtió que Don Juan había salido hacia ella, apresurado.

-¡Pero Don Juan! -empezó la Mulita de lejos-. ¡Qué ha hecho con tío! ¿Será usté tan malo como dicen? ¡Yo no lo creía, Don Juan! A mí me parecía que era bueno; pero ahora, ¡qué quiere que le diga…! ¡Es una maldá de las más grandes!

Don Juan ya estaba al lado, sombrío y tierno a la vez.

-¿Usté cree que yo soy malo, ¿eh?, ¡diga!

-¡Yo no, señor!

Y después de esta rápida exclamación, para la que no había vacilado, rogó, lastimera:

-¡Pero hable, por favor, Don Juan!

-¡Bueno, tranquilicesé! ¡Mire cómo se ha puesto por andar con este rocío!

Bien paradita a pies firmes, ella permaneció rígida y con la cabeza tan sobre el pecho que el ángulo del pañuelo, como un pico se había levantado de la espalda y miraba al sol ya casi enteramente afuera.

-Fue una broma, no más. Yo no creía que iba a llegar a tanto. Yo siento… que ¿y está grave?

-La Curandera dice que hay que esperar a que el mal se decida. ¡Y acuérdese que usté me dijo ayer que le iba a hacer pagar cara la que me hizo! Pero no ve, Don Juan ¡que yo lloro por nadita! Usté lo ha castigado por vengarse, Confieseló, Don Juan, confieseló.

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