La partida del Sargento Cimarrón (1)
Muy agachadita iba la
Mulita por una senda entre los cardos. Le rozaba ya los hombros un sol que, con
trabajo, iba asomando el borde y defendiendo su naciente fuego de un nuberío
abandonado en su retirada por la noche (pero son sus mismas mañas y que se lo
estaba queriendo sofocar). La luz empujaba con ahínco; conseguía escurrirse en
vetas y bajar rayos suyos al mundo, a mecerse muy campantes en las cosas. A la
que de estas le caía en suerte ser tocada por alguno de ellos se ponía como
nueva. Hasta brillo adquiría la lija de los cardos porque les había descendido
una bandada. Las flores, entre sus hojas frías, se venían a su color. En las
islitas de ceibos y de talas, sobre las chilcas y el cardal, la claridad se
apoyaba para resistir y permanecer. Y, alegrándose al fin, justo al cruzar de
la Mulita, todo iba asomándose a su superficie e identificándose consigo… Porque
por la noche, cuando les absorben su color y sus límites, los que no pueden
moverse, aquellos para quienes su nacer y su morir son en el mismo sitio, se confunde,
perdidos; y uno, si se olvida del punto (y en ocasiones aunque se recuerde
bien) no consigue saber, al volver a enfrentarlo entre sombras si aquel es
aquel mismo o es otro que nada le tiene que ver. El que tiene voz, habla, por
lo menos, y se hace reconocer aunque esté en los ojos la ceguera. ¡Pero siendo
mudo! Un sauce, por ejemplo: ¿qué hace él, con tamañas raíces y sin grito, si,
de pronto, entre lo oscuro le parece que anda ronceando la misma reina de las
anacondas o la ve que se va rampante por el mundo a hacer sus estragos? ¿Qué
hace, eh? ¿Cómo se libra? ¿O a quién avisa del peligro?… Unas cuantas horas más, y ya no. Hasta se ve
él, el sauce, sí, meciéndose echado a todo lo largo sobre el agua, entonces,
no, no hecho poste en el suelo. Así, así se ve, el sauce, sí, meciéndose echado
a todo lo largo sobre el agua, entonces, no, no echo poste en el suelo. Así,
así se ve, mientras adentro de la corriente, mira a las mojarras, vueltas otras
tantas mariposas locas, erizándose muy campantes a través de las ramas como si
estas fueran de aire, o cosa así. Pero es quedarse bordeado por la noche y ya,
entonces, el tal sauce siente hasta que rumorea algún misterio el río. Y que
trae un áspero frío en su torno y que se lo va acercando al sauce en su
arrastre. Para peor, en la lomada, el ombú se ha hecho cerro a esa hora; un
cerro que se mece con el viento pero que, al parecer, no hay nada que hacerle
que es cerro. Y el bulto que estaba, ahora se desconoce y no se conforma con
eso y se embarulla más entonces, como empujado a flotar en medio de aquello
que, valga la comparación, resulta mudez de las de algodón metido hasta la
garganta. Los que se mueven, ¡ah!, no, los que se mueven no. A esos la noche no
los confunde. Ganan su morada y se defienden cerrando los ojos y fugándose en
el sueño. Porque dormido no hay peligro. El sueño no consiente embrollos de aquella
clase. Y salvo cuando culebrea la pesadilla perversa y consigue deslizarse por
los adentros, uno, soñando, ve como al rayo del sol aunque la claridad ande
todavía por el medio de la noche.
Muy agachada iba la de
celeste y blanco, la Mulita, sí, entre aquella paz de gasa tenue -o igual al de
esa telita que uno presiente que, como su piel, debe de tener toda agua-; entre
esa quietud que era la primerísima en turbarse, la Mulita iba con marcha
apurada. Se deslizaba con una pollera azul marino y una bata blanca, toda
floreada con bordados a mano en el pecho. Las alpargatas eran blancas, húmedas
estaban por el rocío, alrededor de la suela de esparto y, por la gramilla, un
poco verde encima de los dedos. El pañuelo a la cabeza, anudado por delante en
el cuello, y que le hacía un pico atrás, gracioso, en blanco, también como en
blanco el pañuelo de batista, con que continuamente se secaba los ojos y se sonaba:
porque ella iba de duelo por el sinuoso sendero.
Cuando salió del chilcal,
y aquel se hacía recto en el llano, divisó el rancho de Don Juan y advirtió que
debajo del ombú había alguien. Se secó una lágrima que corría desfigurante. Clarito
vio que quien estaba tomando mate era Don Juan. Corrió entonces, agitada aun
más por los sollozos, y después se detuvo, porque ya no podía seguir y porque
advirtió que Don Juan había salido hacia ella, apresurado.
-¡Pero Don Juan! -empezó
la Mulita de lejos-. ¡Qué ha hecho con tío! ¿Será usté tan malo como dicen? ¡Yo
no lo creía, Don Juan! A mí me parecía que era bueno; pero ahora, ¡qué quiere
que le diga…! ¡Es una maldá de las más grandes!
Don Juan ya estaba al
lado, sombrío y tierno a la vez.
-¿Usté cree que yo soy
malo, ¿eh?, ¡diga!
-¡Yo no, señor!
Y después de esta rápida
exclamación, para la que no había vacilado, rogó, lastimera:
-¡Pero hable, por favor,
Don Juan!
-¡Bueno, tranquilicesé!
¡Mire cómo se ha puesto por andar con este rocío!
Bien paradita a pies
firmes, ella permaneció rígida y con la cabeza tan sobre el pecho que el ángulo
del pañuelo, como un pico se había levantado de la espalda y miraba al sol ya
casi enteramente afuera.
-Fue una broma, no más.
Yo no creía que iba a llegar a tanto. Yo siento… que ¿y está grave?
-La Curandera dice que
hay que esperar a que el mal se decida. ¡Y acuérdese que usté me dijo ayer que
le iba a hacer pagar cara la que me hizo! Pero no ve, Don Juan ¡que yo lloro
por nadita! Usté lo ha castigado por vengarse, Confieseló, Don Juan,
confieseló.
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