Arte y técnica escénica
EL TEATRO MORTAL (4)
En el Teatro del Arte de
Moscú, en el Habimah de Tel Aviv, se mantienen producciones escénicas desde
hace cuarenta años o más. He visto una fiel reposición de la puesta en escena
de La princesa Turandot, hecha por
Vakhtangov en los años veinte, así como el propio trabajo de Stanislavsky,
perfectamente conservado; ambos ejemplos no tenían más que un interés
arqueológico, carentes de la vitalidad de la invención nueva. En Strátford,
donde nos preocupamos de no representar nuestro repertorio más tiempo del
necesario para agotar todas sus posibilidades taquilleras, discutimos ahora este
punto de manera totalmente empírica: coincidimos en que unos cinco años es el
tiempo máximo que puede durar una puesta en escena. No sólo parecen pasados de
moda el estilo del peinado, el vestuario y el maquillaje, sino que todos los
elementos de la puesta en escena -el esbozo de actitudes que dan cuenta de
ciertas emociones, así como gestos y tonos de la voz- fluctúan continuamente en
una invisible bolsa de valores. La vida es movimiento, el actor se ve sometido
a influencias, y el público y otras obras de teatro, otras manifestaciones
artísticas, el cine, la televisión, así como los hechos corrientes, se aúnan en
el constante escribir de nuevo la historia y en la rectificación de la verdad
cotidiana. Un teatro vivo que pretenda mantenerse aislado de algo tan trivial
como es la moda no tarda en marchitarse. Toda forma teatral es mortal, ha de
concebirse nuevo, y su nueva concepción lleva las huellas de todas las
influencias que la rodean. En este sentido, el teatro es relatividad. Sin
embargo, un gran teatro no es una casa de modas; existen elementos perpetuos que
se repiten y ciertos principios fundamentales sustentan toda actividad
dramática. La trampa mortal consiste en separar las verdades eternas de las variaciones
superficiales, sutil forma de esnobismo que resulta fatal. Por ejemplo, se
admite que decorado, trajes y música se prestan a criticar en ellos la labor de
directores y diseñadores y, por lo tanto, han de ser renovados. Cuando se trata
de actitudes y conductas tendemos a creer que estos elementos, si son ciertos
en el texto, pueden continuar expresándose de forma similar.
Estrecha relación con lo
anterior guarda el conflicto entre directores y compositores en la
representación de óperas, donde dos formas totalmente distintas, drama y
música, se tratan como si fueran una. El compositor trabaja con un material que
es lo más próximo que el hombre puede alcanzar en cuanto a expresión de lo
invisible. Su partitura registra esta invisibilidad y el sonido lo elaboran
instrumentos que casi nunca cambian. La personalidad del ejecutante carece de
importancia; un clarinetista delgado puede producir con facilidad un sonido más
amplio que otro grueso. El vehículo musical está separado de la propia música,
y esta va y viene, siempre en el mismo camino, sin que necesite revisarse. Por
el contrario, el vehículo dramático es de carne y hueso y las leyes que lo
rigen son diferentes por completo. Sólo un actor desnudo puede comenzar a
parecerse a un instrumento puro como un violín, siempre que tenga un físico
absolutamente clásico, sin barriga ni piernas torcidas. El bailarín de ballet
se aproxima a veces a esta condición y reproduce gestos formales no modificados
por su propia personalidad o por el movimiento exterior de la vida. Sin
embargo, en cuanto el actor se viste y habla con su propia lengua, entra en el
fluctuante territorio de la manifestación y la existencia, que comparte con el
espectador. Debido a que la experiencia del compositor es tan distinta, le
resulta difícil entender por qué las formas tradicionales de expresión facial
que hacían reír a Verdi y desternillarse de risa a Puccini no parecen hoy día
divertidas ni iiluminadoras. Naturalmente, la gran ópera es el teatro mortal
llevado al absurdo. La ópera es una pesadilla de amplias controversias sobre
menudos detalles, de anécdotas surrealistas que giran alrededor del mismo
aserto: nada necesita cambiarse. En la ópera todo debe cambiarse, pero el
cambio está bloqueado. Una vez más hemos de evitar la indignación, ya que si
intentamos simplificar el problema considerando la tradición como la principal
barrera entre nosotros y un teatro vivo, volveremos a no comprender el
verdadero problema. Existe un elemento mortal en todas las partes: en el
ambiente cultural, en nuestros valores artísticos heredados, en el marco
económico, en la vida del actor, en la función del crítico. Al examinar todo
esto vemos que engañosamente lo opuesto también parece cierto, ya que dentro
del teatro mortal existen a menudo aleteos de vida auténtica, frustrados o incluso
momentáneamente satisfactorios.
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