domingo

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (4)


Arte y técnica escénica

EL TEATRO MORTAL (4)

En el Teatro del Arte de Moscú, en el Habimah de Tel Aviv, se mantienen producciones escénicas desde hace cuarenta años o más. He visto una fiel reposición de la puesta en escena de La princesa Turandot, hecha por Vakhtangov en los años veinte, así como el propio trabajo de Stanislavsky, perfectamente conservado; ambos ejemplos no tenían más que un interés arqueológico, carentes de la vitalidad de la invención nueva. En Strátford, donde nos preocupamos de no representar nuestro repertorio más tiempo del necesario para agotar todas sus posibilidades taquilleras, discutimos ahora este punto de manera totalmente empírica: coincidimos en que unos cinco años es el tiempo máximo que puede durar una puesta en escena. No sólo parecen pasados de moda el estilo del peinado, el vestuario y el maquillaje, sino que todos los elementos de la puesta en escena -el esbozo de actitudes que dan cuenta de ciertas emociones, así como gestos y tonos de la voz- fluctúan continuamente en una invisible bolsa de valores. La vida es movimiento, el actor se ve sometido a influencias, y el público y otras obras de teatro, otras manifestaciones artísticas, el cine, la televisión, así como los hechos corrientes, se aúnan en el constante escribir de nuevo la historia y en la rectificación de la verdad cotidiana. Un teatro vivo que pretenda mantenerse aislado de algo tan trivial como es la moda no tarda en marchitarse. Toda forma teatral es mortal, ha de concebirse nuevo, y su nueva concepción lleva las huellas de todas las influencias que la rodean. En este sentido, el teatro es relatividad. Sin embargo, un gran teatro no es una casa de modas; existen elementos perpetuos que se repiten y ciertos principios fundamentales sustentan toda actividad dramática. La trampa mortal consiste en separar las verdades eternas de las variaciones superficiales, sutil forma de esnobismo que resulta fatal. Por ejemplo, se admite que decorado, trajes y música se prestan a criticar en ellos la labor de directores y diseñadores y, por lo tanto, han de ser renovados. Cuando se trata de actitudes y conductas tendemos a creer que estos elementos, si son ciertos en el texto, pueden continuar expresándose de forma similar.

Estrecha relación con lo anterior guarda el conflicto entre directores y compositores en la representación de óperas, donde dos formas totalmente distintas, drama y música, se tratan como si fueran una. El compositor trabaja con un material que es lo más próximo que el hombre puede alcanzar en cuanto a expresión de lo invisible. Su partitura registra esta invisibilidad y el sonido lo elaboran instrumentos que casi nunca cambian. La personalidad del ejecutante carece de importancia; un clarinetista delgado puede producir con facilidad un sonido más amplio que otro grueso. El vehículo musical está separado de la propia música, y esta va y viene, siempre en el mismo camino, sin que necesite revisarse. Por el contrario, el vehículo dramático es de carne y hueso y las leyes que lo rigen son diferentes por completo. Sólo un actor desnudo puede comenzar a parecerse a un instrumento puro como un violín, siempre que tenga un físico absolutamente clásico, sin barriga ni piernas torcidas. El bailarín de ballet se aproxima a veces a esta condición y reproduce gestos formales no modificados por su propia personalidad o por el movimiento exterior de la vida. Sin embargo, en cuanto el actor se viste y habla con su propia lengua, entra en el fluctuante territorio de la manifestación y la existencia, que comparte con el espectador. Debido a que la experiencia del compositor es tan distinta, le resulta difícil entender por qué las formas tradicionales de expresión facial que hacían reír a Verdi y desternillarse de risa a Puccini no parecen hoy día divertidas ni iiluminadoras. Naturalmente, la gran ópera es el teatro mortal llevado al absurdo. La ópera es una pesadilla de amplias controversias sobre menudos detalles, de anécdotas surrealistas que giran alrededor del mismo aserto: nada necesita cambiarse. En la ópera todo debe cambiarse, pero el cambio está bloqueado. Una vez más hemos de evitar la indignación, ya que si intentamos simplificar el problema considerando la tradición como la principal barrera entre nosotros y un teatro vivo, volveremos a no comprender el verdadero problema. Existe un elemento mortal en todas las partes: en el ambiente cultural, en nuestros valores artísticos heredados, en el marco económico, en la vida del actor, en la función del crítico. Al examinar todo esto vemos que engañosamente lo opuesto también parece cierto, ya que dentro del teatro mortal existen a menudo aleteos de vida auténtica, frustrados o incluso momentáneamente satisfactorios.

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