Yo creo que ha llegado el momento de pasar la esponja y empezar de nuevo. Cada comarca en la tierra tiene un rasgo prominente. Nosotros teníamos varios, pero ya no nos queda ninguno. Los habitantes de países lejanos se encuentran en la imposibilidad de sacarnos de eso que llaman armonioso conjunto de los pueblos de América mediante alguna característica de uso privado e inconfundible. Y ya es inmediato el momento en que nosotros mismos no sabemos quiénes somos, ni a dónde vamos, ni de dónde venimos ni a qué demonios pagamos impuestos y ocupamos lugar.
Hubo un tiempo en que nos
conocían desde lejos. Los hombres obesos y graves, y los niños que estudiaban
geografía en la otra punta del mundo —que son en definitiva los únicos seres
que se ocupan en estas cosas— asociaban el nombre Uruguay a “un país de larga
tradición democrática”. Vino el 31 de marzo y no ha quedado nada en pie. Llegó
el momento de palparnos, buscar un espejo y preguntar quiénes éramos. En
seguida perdimos otro rasgo fisonómico: el peso oro. Ya el espejo mostraba una
borrosa, corriente imagen, pero que lograba defenderse del anonimato por
algunos detalles.
¿Por qué temblar?, nos dijimos. Somos el país del futbol,
de las hermosas playas que atraen a los turistas, del alegre carnaval de
treinta días.
Nos hemos
convertido en un pueblo con espíritu de velorio. Adoptemos una filosofía
adecuada y reconozcamos que “no somos nada”. Más de una vez, con el estómago pesado
por una bochornosa lluvia de discursos, hemos hablado de que adocenaban el país
mentes tropicales y subtropicales. No era cierto, desgraciadamente. El trópico
es calor, exceso y colorinche. El nuestro es un mundo gris, con cielo de ceniza
y alma de notario de pueblo. No, no éramos fríos ni calientes; éramos tibios.
Y ya fue
dicho: ¡ay de los tibios! Porque ellos no fueron ni fríos ni calientes...
(Marcha, Nº.86, Montevideo, 28-2-1941)
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