Cuando decidió consagrar su vida a Dios, la monja Marina Pino no
sospechaba que su compromiso pudiera atravesar las vicisitudes propias de
cualquier matrimonio. En el comienzo de la década de 1970 sus primeros años de
noviciado coincidieron con la prisión de sus dos hermanos varones: Juan Alfredo
(“Nito”) y Freddy (“El Tero”).
“Nito” murió en el Penal de Libertad, y “El Tero”, tras su liberación,
tuvo que exiliarse en Europa donde vive hasta hoy. “Como Jacob, yo patalee
mucho con Dios por esos años de cárcel y exilio. Me duró bastante, y a veces
creo que todavía me dura”.
La religiosa nació en 1952 en el barrio Las Casillas. Tanto sus padres
como sus tres hermanos –la mayor, Dérida, vive en la casa paterna-, trabajaron
en la fábrica textil, y demoraron en comprender su vocación. En febrero, antes
de asumir la dirección del colegio “María Auxiliadora” de Salto, Pino recibió a
LA VOZ DE LA ARENA en otra dependencia de la congregación salesiana ubicada en
el barrio montevideano de Colón. En algunos momentos de la entrevista, su
presencia alegre y su fama de mujer de risa fácil, fueron jaqueadas por la emoción.
¿Cuáles son tus primeros recuerdos de la infancia?
Mi memoria empieza con la escuela. Aunque recuerdo a todas mis
compañeras me da no sé qué nombrarlas porque podría olvidarme de alguna. Con la
que teníamos más afinidad porque teníamos la misma edad y festejábamos el
cumpleaños el mismo día era con Gladys Mayuncaldi que ahora es maestra en
Cosmopolita.
¿Y en el barrio?
En aquella cuadra éramos como 15 chiquilines y parecía una plaza de
deportes: la gente tenía que pegar la vuelta porque no podía pasar por allí.
¿Tus padres eran católicos prácticos?
No. Después con el tiempo fueron entrando…
¿Cómo influyó el colegio en tu vocación religiosa?
Tuve una buena impresión el día que me matricularon y después, el primer
día de clases, en los escalones de la entrada, la hermana Alba Laguardia me
dijo: “Marina tu vas a ser mi suplente”. También recuerdo el ambiente de
confianza que se respiraba, y la actividad social. La hermana Alba era muy
inquieta y durante una huelga, estando yo en primer año, nos hizo juntar las
ramitas de araucaria que caían en el patio y llevarlas en fila hasta el horno
de pan donde estaba la directora con su delantal de lunarcitos, amasando para
los huelguistas. A mí me llamaba la atención esa libertad que tenían de acercarse
a la gente del pueblo. En época de ocupación de fábrica, los domingos después
de la misa se abría el portón que ahora no existe más, y la bandita del colegio
tocaba para los familiares que estaban adentro y se asomaban por la ventana que
da a la cancha de fútbol de la antigua plaza de deportes.
¿Cuándo nació tu vocación?
Hasta ahora la vivo como un proceso. No de grandes cosas, sencillito
nomás. En mi vida pesa mucho el testimonio de las personas, la entrega de
aquella comunidad de hermanas que luchaban juntas todo el año, sin horario,
atendiéndonos con clases y oratorio, y durante el verano con manualidades y
paseos a la playa. Ya en sexto año se me aclaró un poco más el panorama. Con
Gladys (Mayuncaldi) decíamos que ambas seríamos misioneras. Por aquellos años
la hermana Gloria Medina, muy jovencita, ya había optado por la vocación y era
como un llamador. Cuando volvía a Juan Lacaze en las vacaciones le hacía
preguntas. Era mi “maestra”.
¿Y cómo te fue en el liceo?
Tuve unos profesores bárbaros: Poupé (Ponte), Raquelita (De la Torre),
(Ricardo) Voelker, las hermanas (Nora y Leúl) Aguirre. El grupo era muy lindo.
Cuando teníamos horas libres nos íbamos todos a la plaza y jugábamos a
representar títulos de películas con mímica. Los muchachos eran muy buenos y
una vez que hubo como una pequeña feria, en un gesto caballeresco, nos
compraron naranjas. Había dos compañeros que trabajaban en la fábrica de noche
e iban al liceo de tarde: Cacho Bardacosta y Gerardo Medina. En realidad en el
liceo ya me tenían como medio monja. Mi debilidad era el dibujo, y la profesora
Pocha Fornara me gritaba: ‘Marina, ¿y cuándo te vas de monja?’. Me dejaba
pegada.
¿Por qué te tenían como monja?
Porque yo ya me vestía con polleras largas. Me gustaba. Me parecía que
vistiéndome así ya era medio monja.
¿Fuiste buena estudiante?
Durante el colegio fue puro juego. Me la pasaba en la vereda y cuando
veía venir a las monjas me escondía entre las hortensias. En aquella época el
campito de enfrente era abierto -no estaba la sede del Cuopyc-, y la hermana
Alba, desde su clase, vigilaba el movimiento: “Marina, ayer te vi toda la tarde
jugando, hasta la noche”. Pero en el liceo me apliqué en serio y salí bastante
bien.
¿Qué pasó cuando terminaste el liceo?
Cuando terminé cuarto año tenía que escoger entre trabajar en la fábrica
o en la tienda ‘Los Muchachos’ y ya me habían conseguido un lugarcito en la
fábrica, pero yo seguía interesada en ingresar a la congregación. También tenía
la opción de estudiar magisterio y mi hermano Nito y su esposa resolvieron
apoyarme económicamente con el pago de los viajes a Rosario. Salvé el examen de
ingreso pero -presión va, presión viene-, el 19 de marzo de 1969 terminé
ingresando al aspirantado en el Instituto María Auxiliadora (IMA) de Montevideo
donde cursé magisterio. En 1972 vine a Villa Colón y permanecí dos años en el
noviciado.
Ese período coincide con tu drama familiar.
Llamo a este período de “encarnación”, de una espiritualidad íntima,
devocional, a una espiritualidad más comunitaria, más de pueblo, a través del
dolor. En el noviciado las hermanas nos pedían “más encarnación”. Para nuestra
familia aquellos fueron años de mucho sufrimiento: cárcel, exilio, etc., etc.,
pero encontré apoyo dentro de la congregación y de mi propia familia. Fueron
años de mucha cruz. Otras hermanas también pasaron por esa experiencia y nos
acompañábamos mucho. Hice los primeros votos el 24 de enero de 1974 junto con
Gloria Medina con quien terminamos haciendo juntas el aspirantado y el
noviciado.
¿Pudiste acompañar a tus padres de cerca?
Durante el noviciado, por derecho canónico no se podía salir, pero yo
recibí permisos especiales y pude acompañar un poquito: concurrir a los
hospitales, adonde fuera necesario.
¿Llegaste a visitar a tus hermanos en el penal de Libertad?
Quiero recordar y son como años grises…
Es que fueron grises.
Es una cosa que me marcó en la vida. Como Jacob, yo patalee mucho con
Dios por esos años de cárcel y exilio. Me duró bastante, y a veces creo que
todavía me dura. Luego descubrí que Dios va obrando. Primero me lo hicieron
ver, y luego tuvieron que pasar años y años para darme cuenta que ese era mi
camino de conversión, de humanización. Lo poco que pueda llegar a compartir con
la gente siento que lo hago desde esa historia.
¿Qué hiciste los años siguientes?
Durante 1974 permanecí en Villa Colón como monjita “juniora” y compartí
una clase con otra hermana. En 1975 volví al IMA para culminar el magisterio.
De 1976 a 1980, el año que hice los votos definitivos, ejercí como maestra en
ese mismo colegio. Eramos como 60 monjas. Fueron años muy gratificantes, de
mucha amistad con las de mi generación y de dedicación a las chiquilinas. De
1981 a 1984 trabajé en Paysandú.
¿Cómo fueron esos años?
De una vida comunitaria muy fuerte y de encuentro conmigo misma.
Recuerdo con cariño los viajes a Casablanca –un pueblito del departamento-,
para dar catequesis en una pequeña capilla.
Tu último año en Paysandú también fue el último de la dictadura.
Sí. Recuerdo que teníamos que izar el pabellón todos los días y que nos
reclamaban cuando lo olvidábamos. El 1º de mayo de ese año el acto se hizo en
la plaza Artigas, frente al colegio, y subimos a la azotea con las banderas.
¿Cómo se decidió tu designación en Juan Lacaze de 1985 a 1992?
Lo dialogamos. Fue para acompañar a mi familia porque si bien estaba mi
hermana, ella tuvo que bancar mucho durante el período de cárcel y exilio de
nuestros otros hermanos. En 1985 cuando se produjo la amnistía mi madre tuvo
como una crisis porque mi hermano no podía salir –había muerto dos años antes-,
y entonces era el momento de ir a acompañar. Gracias a Dios en esa época salió
nuestro primo Vladimir que tenía para 23 años y completó 12 años. Mamá falleció
en 1989.
¿Qué significó ese reencuentro con tu pueblo?
Al principio no tenía conciencia de la riqueza de ese retorno, pero
después fui descubriendo que me reencontraba con mis raíces y volvía a esa
encarnación de que te hablé. Mirando aquel pasillo donde nací, frente al
colegio, comunicándome con los vecinos, se iba haciendo más concreta. Eran
cosas simples como sacar un número en la mutualista, ir al cementerio a llevar
flores a mis seres queridos, pasar por el quiosco de la quiniela donde mi padre
atendió hasta los 89 años, pintar en un pizarrón “Hoy Juega”, ser alguien más
del pueblo. Yo pensaba: “¡Qué dirán de una monja pintando: “Hoy Juega”, o
“Cinco de Oro”. Era una forma de acercarme a la gente, pero también la gente se
me acercaba: “Marina ¿precisás removedor?”.
¿Jugás a la quiniela?
No, no sé jugar, pero dicto algunos números de vez en cuando.
¿Qué aprendiste en ese período?
Juan Lacaze me despertó un gran sentido de fraternidad. Cuando en 1993
me cambié para Las Piedras comencé a sentir como una ternura hacia mis
hermanas. Cuando llegué, las chiquilinas estaban en tercer año y cuando me fui
ya eran liceales comprometidas con la acción del colegio. Al retornar me encontré
con que ahora algunas son maestras, otras auxiliares. Fueron años gratificantes
porque uno siente que van tomando la antorcha. A algunas las siento como hijas
del alma.
Una frase sobre tu año en Las Piedras.
Los chiquilines eran muy
simpáticos y cariñosos y sentí mucha hospitalidad. Al mismo tiempo disfruté la
presencia y la alegría de hermanas más jóvenes, y del hecho de poder compartir
con otras generaciones de religiosas.
¿Y tu retorno a Paysandú en 1994 y 1995?
En Paysandú el ambiente de las familias cercanas al colegio es muy
similar al de Juan Lacaze. Me costó un poquito porque en relación a mi estadía
anterior ya no había la misma vitalidad.
¿Y cómo volviste a Juan Lacaze en 1996?
Volví con alegría, aunque fue un momento bravo, porque yo estaba
destinada a trabajar con la hermana Alba Pérez que falleció ese verano. Con
Alba –hermana mayor de Aníbal Pérez-, habíamos estado juntas en Paysandú y
teníamos una linda relación. Esta segunda etapa estuvo marcada por mucha
preocupación en el aspecto económico. Han sido tiempos difíciles sobre todo
para los colegios del interior. La sobrevivencia se nos ha hecho dura, pero lo
encaramos como una oportunidad de compartir las mismas penurias de la gente, su
lucha del día a día, y al mismo tiempo de dejarnos ayudar con una mayor
apertura hacia los laicos, y un mayor sentido de comunidad educativa. Esta
pobreza te permite saber que no la podés sola, que no somos “poderosas”, pero
también que no podemos renunciar a la calidad, que no podemos bajar los brazos
sino tratar de ofrecerles a los chiquilines lo más que podemos.
Lo de ser misionera ¿es una fantasía juvenil o todavía estás a tiempo?
En realidad se puede ser misionero en cualquier lugar. Gloria (Medina)
lo vive en Africa porque si bien ya lo sentía de antes, a los 30 y pocos años
tuvo como un segundo llamado y se decidió.
¿Cómo vives tu congregación?
Los añitos fueron pasando y aun con interrupciones hay hermanas con las
que he convivido 10, 15 y más años. Nosotras valoramos mucho la entrega y ver a
las hermanas mayores gastarse la vida es algo muy lindo: viejitas que están en
el patio durante los recreos, que no tienen problemas de tiempo y siempre están
a la orden, una de 91 años que da clases de italiano. Ahora lo que vale es lo
joven, lo lindo, lo bello, pero creo que el hecho de que los chiquilines
aprendan a valorarlas y a respetarlas, además de alimentar nuestra vocación, es
un aporte de la educación de nuestros colegios para una mejor humanidad.
¿Qué te espera en Salto?
Un colegio de 180 alumnos con aspecto de barrio, muy parecido con el de
Juan Lacaze.
¿Cuánto tiempo permanecerás allá?
No lo sé, pero por lo menos cuatro años.
¿Qué hiciste estos últimos días en Juan Lacaze?
Estuvimos revocando y pintando la casa de mi hermana que pasó seis meses
en España –muy merecidos-, invitada por mis tíos. Circulamos más de 20 personas
por la casa porque los vecinos se ofrecían para ayudar en las tareas difíciles
como pintar en las áreas más altas o con presencia de cables. Uno revocaba, el
otro tapaba agujeros en el techo. Es una forma de cercanía. El mito de la monja
atrás de los muros perdió fuerza.
Dijiste que el dibujo es tu debilidad…
Sí, pero no tengo formación. Por estos días hice uno de 12 metros en una
pared de casa para disimular la reparación de una mancha de humedad.
¿Qué es Juan Lacaze para ti?
¡O mais grande do mundo! (risas) Se me ha metido hasta en los tuétanos y
ya no me puedo desprender. La primera vez que salí no lo tenía tan claro -uno
estaba en el caldo y no se daba cuenta-, pero la segunda fue un poco más, y la
tercera otro poco más. Quizás no sea muy objetiva pero lo que me gusta de Juan
Lacaze es el compromiso de su gente, su proximidad, la sencillez; y después el
río porque mi hobby es pescar.
¿Vas con frecuencia?
Tengo poco tiempo pero las cañas siempre están en el corredor del
colegio a la vista para cuando llegue el momento. Como estamos cerquita del
atracadero de yates, aunque no pesquemos nada, vale la pena tirar el anzuelo.
¿No te da vergüenza?
No, siempre se nos arrima gente -“¡oh, una monja pescando!”, y a darnos
clase: ‘M’ijo, no me venga a dar clases que yo soy sabalera’.
(La voz de la arena / 24-4-2019) / Entrevista publicada originalmente en marzo de 2002)
24/04/2019 3
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