En ese momento entró
Bianchon.
-He encontrado a
Cristóbal y me ha dicho que va a buscar un coche.
Después miró al enfermo,
le levantó con dificultad los párpados, y los dos estudiantes pudieron ver un
ojo frío y empañado ya.
-No creo que vuelva en sí
-dijo Bianchon tomándole el pulso y colocando una mano sobre el corazón-. La
máquina sigue adelante; pero, en la situación en que se halla, esto es una
desgracia; sería preferible que se muriese.
-Sí, sería mejor -dijo
Rastignac.
-Pero, ¿qué tienes? Estás
pálido como un muerto.
-Amigo mío, acabo de oír
quejas y gritos… ¡Hay un Dios! ¡Oh, sí, hay un Dios que nos procurará un mundo
mejor que esta maldita tierra! Si esyo no hubiera sido tan trágico, lloraría
como un niño; pero no puedo hacerlo, porque mi corazón y mi estómago están horriblemente
contraídos.
-Bueno, dime, vamos a necesitar
muchas cosas. ¿De dónde sacaremos el dinero?
-Toma, empéñalo enseguida
-dijo Rastignac sacando su reloj-. No quiero detenerme en el camino, porque
temo perder un minuto. Espero a Cristóbal y, como no tengo un céntimo, tendré
que pagat el coche a la vuelta.
Rastignac se precipitó
escaleras abajo y se encaminó a la casa de la señora de Restaud. Por el camino,
su imaginación, impresionada por el horrible espectáculo que acababa de
presenciar, caldeó su indignación. Cuando llegó a la antesala y preguntó por la
señora de Restaud, le respondieron que no recibía a nadie.
-Es que vengo de parte de
su padre, que se muere -le dijo al ayuda de cámara.
-No interesa, hemos
recibido severas órdenes del señor conde.
-Si el señor de Restaud
está, dígale el estado en que se encuentra su suegro, y adviértale que necesito
hablarle un momento.
Eugenio esperó durante
largo rato.
“Acaso se está muriendo
en este instante”, pensaba.
El ayuda de cámara
introdujo al estudiante en el primer salón, donde el señor de Restaud lo
recibió de pie sin decirle que se sentase.
-Señor conde -le dijo
Rastignac-, su suegro expira en este momento en una infame pocilga sin tener
siquiera un céntimo para leña y desea ver a su hija.
-Caballero -le respondió
con frialdad el conde de Restaud-, ya habrá podido usted ver el poco cariño que
siento por el señor Goriot. Él formó el carácter de la señora de Restaud, ha
sido la desgracia de mi vida y veo en él al enemigo de mi reposo. Me es completamente
indiferente que viva o que muera. Estos son los sentimientos que me animan
respecto de él. El mundo podrá vituperarme; pero no me importa, yo desprecio la
opinión. Ahora tengo que hacer cosas más importantes que pensar en lo que
opinarán de mí los estúpidos o los indiferentes. Respecto de la señora de
Restaud, no está ahora en situación de salir. Dígale usted, pues, a su padre
que tan pronto como haya cumplido sus deberes conmigo y con sus hijos, irá a
verlo. Si ella quiere a su padre, puede estar libre dentro de algunos
instantes.
-Señor conde, usted es
dueño de su mujer y no me toca a mí juzgar su conducta, pero, ¿puedo contar con
su lealtad? Pues bien, si es así, prométame únicamente decirle que a su padre
no le queda un día de vida y que la ha maldecido al ver que no estaba a la
cabecera de su cama.
-Dígaselo usted mismo
-respondió el señor de Restaud sorprendido por los sentimientos de indignación
que denotaba el acento de Eugenio.
Rastignac, conducido por
el conde, entró en el salón donde estaba habitualmente la condesa, a la que
encontró anegada en lágrimas y sepultada en una poltrona como mujer que deseara
morir. A Eugenio le dio lástima. Antes de mirar a Rastignac, Anastasia dirigió
a su marido tímidas miradas que denotaban una postración completa, agotadas sus
fuerzas a causa de una tiranía moral y física. El conde hizo una inclinación de
cabeza, y entonces la condesa dijo:
-Caballero, lo he oído
todo. Dígale a mi padre que si conociese la situación en que me encuentro, me
perdonaría. No contaba con este suplicio, que es superior a mí, pero resistiré
hasta el fin -le dijo a su marido-, porque soy madre. Dígale a mi padre que mi
conducta con él es irreprochable, a pesar de las apariencias -le gritó con
desesperación al estudiante.
Eugenio saludó a los dos
esposos, y adivinando la horrible situación en que se encontraba aquella mujer,
se retiró estupefacto. El tono del señor de Restaud le demostró la inutilidad
de su paso, y comprendiendo que Anastasia no era libre, corrió entonces a la
casa de la señora de Nucingen, a la que encontró en su cama.
-Amigo mío, estoy enferma
y espero al médico. Tomé frío al salir del baile, y temo tener un fuerte
catarro.
-Aunque tuviese usted la
muerte en sus labios, tiene que venir al lado de su padre -le dijo Eugenio
interrumpiéndola-. Si pudiera usted oír el más ligero de sus gritos, ya no se
sentiría usted enferma.
-Eugenio, mi padre no
está tal vez tan enfermo como usted dice; pero de todos modos, no quiero
aparecer culpable ante sus ojos y haré lo que usted desea. Ya sé que se morirá
de pena si mi enfermedad se agravara con esta salida. Pero no importa, iré tan
pronto como haya venido mi médico. ¡Ah! ¿Por qué no lleva usted mi reloj? -dijo
no viendo la cadena.
Eugenio se puso colorado.
-Eugenio, Eugenio, me
disgustaría mucho saber que lo ha vendido o perdido.
El estudiante se inclinó sobre
la cama de Delfina y le dijo al oído:
-¿Quiere usted saberlo?
Pues bien, sépalo, su padre no tiene con qué comprarse el sudario que ha de
cubrir esta noche su cadáver. Como no tenía dinero, el reloj está empeñado.
Delfina saltó de la cama,
cprrió a su secreter, tomó de él su portamonedas y se lo entregó a Rastignac.
Llamó y gritó:
-¡Oh, voy, voy al
instante, Eugenio, deje que me vista! El no ir sería una monstruosidad. Vaya
usted delante, que yo lo alcanzaré. Teresa -dijo a su camarera, dúgale usted al
señor de Nucingen que deseo hablarle al instante.
Eugenio, satisfecho de
poder anunciart al moribundo la presencia de una de sus hijas, llegó casi
alegre a la calle Nueva de Santa Genoveva y echó mano a la bolsa para pagar
inmediatamente al cochero. El portamonedas de aquella mujer tan joven, tan rica
y tan elegante sólo contenía setenta francos.
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