domingo

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO - ESCRITOS INÉDITOS (11)



CÓMO ESCRIBÍ “CANCIÓN DESESPERADA”

“Soy una canción desesperada
hoja enloquecida en el turbión
……..
Dentro de mí mismo me he perdido
ciego de llorar una ilusión
……..
¿Por qué me enseñaron a amar
si es volcar sin sentido, los sueños al mar?”

Mallorca es una isla que seguramente se le cayó a Dios de las alforjas. Porque aquello es maravilloso: el mar, el cielo limpísimo, una fiesta de azahares, de perfume, de verde tierno.

Cuando llegamos, alguien nos recomendó visitar el monasterio de Valdemosa, donde vivieron sus atormentados amores George Sand y Federico Chopin.

Salimos en el atardecer de un día maravilloso. El monasterio está a regular distancia de Palma. Resolvimos hacer el viaje a pie, por senderos de piedra que van ascendiendo en la montaña. La excursión se puso entonces seria. Se acercó la noche y comenzamos a divisar allá, a lo lejos, las paredes del monasterio… desnudas, tétricas, horribles… Acaso más horribles porque llevábamos los ojos cargados del paisaje verde que habíamos dejado atrás… La ascensión comenzó a hacerse cada vez más difícil y pesada… Rato después entramos al monasterio y tuve la impresión de que nos estábamos introduciendo en una tumba.

Aquello era despiadadamente triste… Tal vez haya influido en mi ánimo el recuerdo de aquel pobre músico que tuvo que confinar su enfermedad en ese apartado rincón de la isla… Recuerdo que recorrí los corredores penumbrosos y húmedos y no podía dejar de pensar que por allí, arrastrando su tos, había andado Chopin… Me imaginé la angustia de aquel hipersensible condenado a esconder su enfermedad en ese monasterio despiadado y sin poesía… acosado por las dos fiebres terribles: la del cuerpo y la de la creación… y componiendo, componiendo con locura, con esa locura de los condenados a morirse, a los que nunca les alcanza el tiempo para terminar la obra… Entré al cuarto que ocupó Chopin y aquello me produjo una impresión terrible. Penetré allí con una unción casi religiosa… Era casi una celda. Frente a su puerta estaba el cementerio del convento… Todo era descarnado, sin alma… las paredes… los escasos muebles… Pero allí estaba el piano, el pequeño piano… Me acerqué y levanté la tapa. Hice jugar inconscientemente mis dedos sobre las teclas amarillentas y envejecidas… El piano era lo único que tenía alma en aquel conjunto de cosas inanimadas. Yo creo en el alma de los instrumentos. Todos los instrumentos tienen alma. Allí, inmutable al tiempo, a la distancia, a todo, estaba el piano que utilizó Federico Chopin… Todo estaba muerto, menos el piano. El piano, cuyas notas, en aquel silencio impresionante, sonaron con algo de grito, de angustia, qué sé yo… Me impresioné… Lo confieso lealmente… Aquel no era el encuentro con un piano cualquiera. Estaba nada menos que acariciando las teclas que antes que yo habían acariciado las manos prodigiosas de Federico Chopin. Ello aparte, el silencio, la noche entrando por los corredores del convento y el viento afuera; un viento desesperante, angustioso, crearon en mí un estado especial de ánimo que no puedo definir exactamente… De pie, sin siquiera sentarme, esbocé siete o nueve compases de una canción que se me ocurrió angustiosa, desesperante, como ese viento que golpeaba implacablemente los maderos de aquella celda. Eso fue todo. Apenas unos compases. Y una suerte de pudor contuvo mis dedos.

Durante mucho tiempo olvidé el motivo de aquella canción. Y ella nació después, en Buenos Aires, pero bajo el motivo de aquellos compases que resonaron por primera vez en el Monasterio de Valdemosa.

Luego, pensando en aquel pobre músico torturado, en su creación angustiosa entre la enfermedad y la muerte, la titulé así: “Canción desesperada”. Porque yo no diría que las canciones de Chopin son inolvidables, sino que son desesperadas. (13)


Notas

(13) Radio Belgrano 27 / 11 / 47.

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