4. EL PROGRESO DEL MAGO (1)
Hemos terminado nuestro examen de los principios generales de la magia
simpatética. Los ejemplos con que hemos ilustrado proceden en su mayor parte de
lo que podríamos llamar magia privada, es decir, de los ritos mágicos
practicados en beneficio o daño de los hombres. Pero en la sociedad salvaje hay
también lo que podemos denominar magia pública, esto es, la hechicería
practicada en beneficio de la sociedad en conjunto. Siempre que las ceremonias
de esta clase se observen para el bien común, es claro que el hechicero deja de
ser meramente un practicón privado y en cierto modo se convierte en funcionario
público. El desenvolvimiento de tal clase de funcionarios es de gran importancia
para la evolución, tanto política como religiosa, de la sociedad. Cuando el
bienestar de la tribu se supone que depende de la ejecución de estos ritos
mágicos, el hechicero o mago se eleva a una posición de mucha influencia y
reputación, y en realidad puede adquirir el rango y la autoridad propios del
jefe o del rey. La profesión congruentemente atrae a sus filas a algunos de los
hombres más hábiles y ambiciosos de la tribu, porque les abre tal perspectiva
de honores, riqueza y poder común como difícilmente pueda ofrecerla cualquier
otra ocupación. Los perspicaces se dan cuenta del modo tan fácil de embaucar a
los simplones cofrades y manejan la superstición en ventaja propia. No es que
el hechicero sea siempre un impostor y un bribón; con frecuencia está
sinceramente convencido de que en realidad posee los maravillosos poderes que
le adscribe la credulidad de sus compañeros. Pero cuanto más sagaz sea, más
fácilmente percibirá las falacias que impone a los tontos. De esta manera, los
más habilidosos miembros de la profesión tienden a convertirse en impostores
más o menos conscientes, y es lógico que estos hombres, en virtud de su
habilidad superior, lleguen a ocupar la cúspide y a conquistar para ellos
mismos posiciones de mayor dignidad y autoridad más imperiosa. Las trampas rendidas
al paso del brujo profesional son múltiples y como regla solamente el hombre de
cabeza fría y aguda astucia conseguirá guiarse en su camino con seguridad. Por
esto, tendremos siempre presente que cada una de las declaraciones y
pretensiones que el hechicero anuncia son, como tales, falsas: ninguna de ellas
puede sostenerse sin impostura consciente o inconsciente. Por consiguiente, el
brujo que cree sinceramente en sus extravagantes pretensiones está en mucho
mayor peligro que el deliberado impostor y es mucho más probable que su carrera
se frustre. El hechicero honrado confía siempre en que sus conjuros y
sortilegios produzcan los efectos esperados y cuando fallan, no sólo realmente,
como sucede siempre, sino llamativa y desastrosamente como ocurre con frecuencia,
queda anonadado; él no está preparado para explicar satisfactoriamente su
fracaso, como lo está su colega impostor, y antes de que logre hacerlo es
posible que caiga la culpa sobre su cabeza por obra de sus defraudados y
coléricos clientes.
El resultado general es que en este grado de evolución social, el poder
supremo tiende a caer en las manos de los hombres de inteligencia más perspicaz
y de carácter menos escrupuloso. Si pudiéramos sopesar el daño que hacen con su
bellaquería y el beneficio que confieren con su superior sagacidad, es posible
que encontrásemos que lo bueno sobrepase con mucho a lo malo, pues más
desgracias han sobrevenido al mundo seguramente por obra de los tontos honestos
y encumbrados en los altos puestos que por los bribones inteligentes. Una vez
que el astuto trapacero ha colmado su ambición y no tiene más perspectivas
egoístas que conseguir, puede poner al servicio público su talento, su
experiencia y sus recursos, lo que frecuentemente hace. Muchos hombres poco o
nada escrupulosos en la adquisición del poder, han sido los más benéficos en su
uso, cualquiera que fuese el poder ambicionado, riqueza o autoridad política.
En el campo de la política, el intrigante astuto, el victorioso despiadado,
pudo terminar siendo gobernante sabio y magnánimo, bendecido en vida, llorado
en muerte y admirado y aplaudido por la posteridad. Hombres así, citando dos de
los más conspicuos ejemplos, fueron Julio César y Augusto. Pero un tonto es
siempre un tonto y cuanto mayores sean sus facultades, tanto más desastroso
será el uso que haga de ellas. La mayor calamidad de la historia inglesa, la
ruptura con Norteamérica, podría no haber sucedido si Jorge III no hubiese sido
un lerdo honrado.
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