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JAMES GEORGE FRAZER - LA RAMA DORADA (35)


4. EL PROGRESO DEL MAGO (1)


Hemos terminado nuestro examen de los principios generales de la magia simpatética. Los ejemplos con que hemos ilustrado proceden en su mayor parte de lo que podríamos llamar magia privada, es decir, de los ritos mágicos practicados en beneficio o daño de los hombres. Pero en la sociedad salvaje hay también lo que podemos denominar magia pública, esto es, la hechicería practicada en beneficio de la sociedad en conjunto. Siempre que las ceremonias de esta clase se observen para el bien común, es claro que el hechicero deja de ser meramente un practicón privado y en cierto modo se convierte en funcionario público. El desenvolvimiento de tal clase de funcionarios es de gran importancia para la evolución, tanto política como religiosa, de la sociedad. Cuando el bienestar de la tribu se supone que depende de la ejecución de estos ritos mágicos, el hechicero o mago se eleva a una posición de mucha influencia y reputación, y en realidad puede adquirir el rango y la autoridad propios del jefe o del rey. La profesión congruentemente atrae a sus filas a algunos de los hombres más hábiles y ambiciosos de la tribu, porque les abre tal perspectiva de honores, riqueza y poder común como difícilmente pueda ofrecerla cualquier otra ocupación. Los perspicaces se dan cuenta del modo tan fácil de embaucar a los simplones cofrades y manejan la superstición en ventaja propia. No es que el hechicero sea siempre un impostor y un bribón; con frecuencia está sinceramente convencido de que en realidad posee los maravillosos poderes que le adscribe la credulidad de sus compañeros. Pero cuanto más sagaz sea, más fácilmente percibirá las falacias que impone a los tontos. De esta manera, los más habilidosos miembros de la profesión tienden a convertirse en impostores más o menos conscientes, y es lógico que estos hombres, en virtud de su habilidad superior, lleguen a ocupar la cúspide y a conquistar para ellos mismos posiciones de mayor dignidad y autoridad más imperiosa. Las trampas rendidas al paso del brujo profesional son múltiples y como regla solamente el hombre de cabeza fría y aguda astucia conseguirá guiarse en su camino con seguridad. Por esto, tendremos siempre presente que cada una de las declaraciones y pretensiones que el hechicero anuncia son, como tales, falsas: ninguna de ellas puede sostenerse sin impostura consciente o inconsciente. Por consiguiente, el brujo que cree sinceramente en sus extravagantes pretensiones está en mucho mayor peligro que el deliberado impostor y es mucho más probable que su carrera se frustre. El hechicero honrado confía siempre en que sus conjuros y sortilegios produzcan los efectos esperados y cuando fallan, no sólo realmente, como sucede siempre, sino llamativa y desastrosamente como ocurre con frecuencia, queda anonadado; él no está preparado para explicar satisfactoriamente su fracaso, como lo está su colega impostor, y antes de que logre hacerlo es posible que caiga la culpa sobre su cabeza por obra de sus defraudados y coléricos clientes.

El resultado general es que en este grado de evolución social, el poder supremo tiende a caer en las manos de los hombres de inteligencia más perspicaz y de carácter menos escrupuloso. Si pudiéramos sopesar el daño que hacen con su bellaquería y el beneficio que confieren con su superior sagacidad, es posible que encontrásemos que lo bueno sobrepase con mucho a lo malo, pues más desgracias han sobrevenido al mundo seguramente por obra de los tontos honestos y encumbrados en los altos puestos que por los bribones inteligentes. Una vez que el astuto trapacero ha colmado su ambición y no tiene más perspectivas egoístas que conseguir, puede poner al servicio público su talento, su experiencia y sus recursos, lo que frecuentemente hace. Muchos hombres poco o nada escrupulosos en la adquisición del poder, han sido los más benéficos en su uso, cualquiera que fuese el poder ambicionado, riqueza o autoridad política. En el campo de la política, el intrigante astuto, el victorioso despiadado, pudo terminar siendo gobernante sabio y magnánimo, bendecido en vida, llorado en muerte y admirado y aplaudido por la posteridad. Hombres así, citando dos de los más conspicuos ejemplos, fueron Julio César y Augusto. Pero un tonto es siempre un tonto y cuanto mayores sean sus facultades, tanto más desastroso será el uso que haga de ellas. La mayor calamidad de la historia inglesa, la ruptura con Norteamérica, podría no haber sucedido si Jorge III no hubiese sido un lerdo honrado.

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