lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (100)


Al llegar al cuarto de papá Goriot, lo encontró sostenido por Bianchon, y operado por el cirujano del hospital en presencia del médico. Le quemaban la espalda con cauterios, último remedio de la ciencia, pero remedio inútil.

-¿Los siente? -le preguntó el médico.

Como papá Goriot hubiese ntrevisto al estudiante, le preguntó:

-Vienen, ¿verdad?

-Sí -le dijo Eugenio-, Delfina me sigue.

-Vamos -dijo Bianchon-, hablaba de sus hijas, a las que no olvida ni un momento.

-Termine usted -dijo el médico al cirujano-, no hay nada que hacer, no hay medio de salvarlo.

Bianchon y el cirujano colocaron al moribundo sobre su infecta cama.

-Sin embargo, será preciso cambiarlo de ropa -dijo el médico-. Aunque no hay ninguna esperanza, es preciso respetar en él la naturaleza humana. Luego volveré, Bianchon -dijo al estudiante-. Si se queja, póngale usted opio sobre el diafragma.

El cirujano y el médico salieron.

-Vamos, Eugenio, valor, amigo mío -le dijo Bianchon a Rastignac cuando estuvieron solos-. Pongámosle una camisa limpia y cambiémosle la ropa de cama. Anda a decirle a Silvia que suba sábanas y que venga a ayudarnos.

Eugenio bajó y encontró a la señora Vauquer ocupada en poner la mesa con Silvia. A las primeras palabras de Rastignac, la viuda se aproximó a él tomando esa actitud especial del comerciante desconfiado que no quiere perder su dinero ni enfadarse con el consumidor.

-Mi querido señor Eugenio -le dijo-, usted sabe, como yo, que papá Goriot no tiene un céntimo. Dar sábanas a un hombre que está a punto de morir, es perderlas, tanto más cuanto que habrá que emplear alguna en la mortaja. Me debe usted ya ciento cuarenta y cuatro francos, agregue cuarenta francos de sábanas y algunas otras cosas, como la candela que le dará Silvia, y ya tiene usted doscientos francos, que una pobre viuda como yo no está en condiciones… ¡Diantre, sea usted justo, señor Eugenio! Bastante he perdido en estos cinco días en que la suerte se ha cebado en mí. Daría de buena gana diez escudos para que ese hombre se hubiera marchado, como me anunció. Esto perjudica a los demás huéspedes, y si no fuera por usted, lo hubiese llevado al hospital. En fin, póngase usted en mi lugar. Ante todo mi establecimiento, que es mi vida.

Eugenio subió rápidamente a la habitación de papá Goriot.

-Bianchon, ¿dónde está el dinero del reloj?

-Sobre la mesa hay trescientos sesenta y tantos francos. Lo que falta lo he empleado en pagar lo que debíamos. La papeleta de empeño está junto al dinero.

-Tenga usted, señora -dijo Rastignac después de haber bajado corriendo las escaleras-. Cóbrese usted. Al señor Goriot le queda poco tiempo de estar en su casa.

-Sí, el pobre hombre saldrá con los pies para delante -dijo la patrona contando los doscientos francos con aire medio alegre y melancólico.

-Acabemos -dijo Rastignac.

-Silvia, saca sábanas y sube a ayudar a estos señores. Supongo que no olvidará usted a Silvia, que hace dos noches que vela -dijo la señora Vauquer en voz baja a Eugenio.

Tan pronto como Rastignac volvió la espalda, la viuda se aproximó a la cocinera:

-Toma las sábanas viejas del número 7. ¡Qué diablos, para un muerto son buenas!

Eugenio, que había subido algunos escalones, no oyó las palabras de la anciana patrona.

-Vamos -le dijo Bianchon-, cambiémosle la camisa, sostenlo derecho.

Eugenio se puso a la cabecera de la cama y sostuvo al moribundo, al que Bianchon le quitó la camisa. Papá Goriot hizo un gesto como para guardar algo sobre su pecho y lanzó plañideros e inarticulados gritos como los animales cuando dan muestras de un gran dolor.

-¡Oh! ¡Oh! -dijo Bianchon-. Pide una cadenita de pelo y un medallón que le quitamos para ponerle en los cauterios. ¡Pobre hombre! Hay que volver a ponérsela, está sobre la chimenea.

Eugenio fue a tomar la cadena hecha con cabellos castaños perteneciente sin duda a la señora Goriot, y de un lado del medallón leyó: Anastasia, y del otro: Delfina. Aquella era la imagen de su corazón que descansaba siempre sobre su pecho. Los rizos que contenía el medallón eran tan finos, que debieron haber sido cortados durante la primera infancia de sus dos hijas. Cuando el medallón tocó su pecho, el anciano lanzó un prolongado ¡ah!, que denotaba inmensa satisfacción. Era esta una de las últimas muestras de su sensibilidad, que parecía retirarse al centro desconocido de donde parten y adonde se dirigen nuestros sentimientos. Su cara convulsa tomó una expresión de alegría de enfermo. Los dos estudiantes, sorprendidos ante la terrible fuerza de un sentimiento que sobrevivía al pensamiento, derramaron lágrimas sobre el moribundo, que lanzó un agudo grito de placer.

-¡Nasia! ¡Fifina! -dijo.

-Aun vive -dijo Bianchon.

-¿Para qué le sirve? -dijo Silvia.

-Para sufrir -respondió Rastignac.

Después de haber hecho a su compañero una seña para que lo imitase, Bianchon se arrodilló para pasar los brazos por debajo de las pantorrillas del enfermo, mientras Rastignac hacía otro tanto del otro lado de la cama, para pasárselos por debajo de la espalda. Silvia estaba allí para quitar las sábanas y cambiárselas cuando el moribundo estuviera levantado. Engañado sin duda por las lágrimas, Goriot hizo un último esfuerzo para extender las manos, encontró a cada lado de la cama las cabezas de los estudiantes, las cogió violentamente por los cabellos y se le oyó decir débilmente: “¡Ah, ángeles míos!”. Dos palabras, dos murmullos acentuados por el alma, que voló después de producirlos.

-¡Pobre hombre! -dijo Silvia enternecida al oír aquella exclamación que demostraba un sentimiento supremo, exaltado por última vez por la más horrible y más involuntaria de las mentiras.

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