Al llegar al cuarto de
papá Goriot, lo encontró sostenido por Bianchon, y operado por el cirujano del
hospital en presencia del médico. Le quemaban la espalda con cauterios, último
remedio de la ciencia, pero remedio inútil.
-¿Los siente? -le
preguntó el médico.
Como papá Goriot hubiese
ntrevisto al estudiante, le preguntó:
-Vienen, ¿verdad?
-Sí -le dijo Eugenio-,
Delfina me sigue.
-Vamos -dijo Bianchon-,
hablaba de sus hijas, a las que no olvida ni un momento.
-Termine usted -dijo el
médico al cirujano-, no hay nada que hacer, no hay medio de salvarlo.
Bianchon y el cirujano
colocaron al moribundo sobre su infecta cama.
-Sin embargo, será
preciso cambiarlo de ropa -dijo el médico-. Aunque no hay ninguna esperanza, es
preciso respetar en él la naturaleza humana. Luego volveré, Bianchon -dijo al
estudiante-. Si se queja, póngale usted opio sobre el diafragma.
El cirujano y el médico
salieron.
-Vamos, Eugenio, valor,
amigo mío -le dijo Bianchon a Rastignac cuando estuvieron solos-. Pongámosle
una camisa limpia y cambiémosle la ropa de cama. Anda a decirle a Silvia que
suba sábanas y que venga a ayudarnos.
Eugenio bajó y encontró a
la señora Vauquer ocupada en poner la mesa con Silvia. A las primeras palabras
de Rastignac, la viuda se aproximó a él tomando esa actitud especial del
comerciante desconfiado que no quiere perder su dinero ni enfadarse con el
consumidor.
-Mi querido señor Eugenio
-le dijo-, usted sabe, como yo, que papá Goriot no tiene un céntimo. Dar sábanas
a un hombre que está a punto de morir, es perderlas, tanto más cuanto que habrá
que emplear alguna en la mortaja. Me debe usted ya ciento cuarenta y cuatro
francos, agregue cuarenta francos de sábanas y algunas otras cosas, como la
candela que le dará Silvia, y ya tiene usted doscientos francos, que una pobre
viuda como yo no está en condiciones… ¡Diantre, sea usted justo, señor Eugenio!
Bastante he perdido en estos cinco días en que la suerte se ha cebado en mí.
Daría de buena gana diez escudos para que ese hombre se hubiera marchado, como
me anunció. Esto perjudica a los demás huéspedes, y si no fuera por usted, lo
hubiese llevado al hospital. En fin, póngase usted en mi lugar. Ante todo mi
establecimiento, que es mi vida.
Eugenio subió rápidamente
a la habitación de papá Goriot.
-Bianchon, ¿dónde está el
dinero del reloj?
-Sobre la mesa hay
trescientos sesenta y tantos francos. Lo que falta lo he empleado en pagar lo
que debíamos. La papeleta de empeño está junto al dinero.
-Tenga usted, señora
-dijo Rastignac después de haber bajado corriendo las escaleras-. Cóbrese
usted. Al señor Goriot le queda poco tiempo de estar en su casa.
-Sí, el pobre hombre
saldrá con los pies para delante -dijo la patrona contando los doscientos
francos con aire medio alegre y melancólico.
-Acabemos -dijo
Rastignac.
-Silvia, saca sábanas y
sube a ayudar a estos señores. Supongo que no olvidará usted a Silvia, que hace
dos noches que vela -dijo la señora Vauquer en voz baja a Eugenio.
Tan pronto como Rastignac
volvió la espalda, la viuda se aproximó a la cocinera:
-Toma las sábanas viejas
del número 7. ¡Qué diablos, para un muerto son buenas!
Eugenio, que había subido
algunos escalones, no oyó las palabras de la anciana patrona.
-Vamos -le dijo
Bianchon-, cambiémosle la camisa, sostenlo derecho.
Eugenio se puso a la
cabecera de la cama y sostuvo al moribundo, al que Bianchon le quitó la camisa.
Papá Goriot hizo un gesto como para guardar algo sobre su pecho y lanzó plañideros
e inarticulados gritos como los animales cuando dan muestras de un gran dolor.
-¡Oh! ¡Oh! -dijo
Bianchon-. Pide una cadenita de pelo y un medallón que le quitamos para ponerle
en los cauterios. ¡Pobre hombre! Hay que volver a ponérsela, está sobre la
chimenea.
Eugenio fue a tomar la
cadena hecha con cabellos castaños perteneciente sin duda a la señora Goriot, y
de un lado del medallón leyó: Anastasia,
y del otro: Delfina. Aquella era la
imagen de su corazón que descansaba siempre sobre su pecho. Los rizos que
contenía el medallón eran tan finos, que debieron haber sido cortados durante
la primera infancia de sus dos hijas. Cuando el medallón tocó su pecho, el
anciano lanzó un prolongado ¡ah!, que denotaba inmensa satisfacción. Era esta
una de las últimas muestras de su sensibilidad, que parecía retirarse al centro
desconocido de donde parten y adonde se dirigen nuestros sentimientos. Su cara
convulsa tomó una expresión de alegría de enfermo. Los dos estudiantes,
sorprendidos ante la terrible fuerza de un sentimiento que sobrevivía al
pensamiento, derramaron lágrimas sobre el moribundo, que lanzó un agudo grito
de placer.
-¡Nasia! ¡Fifina! -dijo.
-Aun vive -dijo Bianchon.
-¿Para qué le sirve?
-dijo Silvia.
-Para sufrir -respondió
Rastignac.
Después de haber hecho a
su compañero una seña para que lo imitase, Bianchon se arrodilló para pasar los
brazos por debajo de las pantorrillas del enfermo, mientras Rastignac hacía
otro tanto del otro lado de la cama, para pasárselos por debajo de la espalda.
Silvia estaba allí para quitar las sábanas y cambiárselas cuando el moribundo
estuviera levantado. Engañado sin duda por las lágrimas, Goriot hizo un último
esfuerzo para extender las manos, encontró a cada lado de la cama las cabezas
de los estudiantes, las cogió violentamente por los cabellos y se le oyó decir
débilmente: “¡Ah, ángeles míos!”. Dos palabras, dos murmullos acentuados por el
alma, que voló después de producirlos.
-¡Pobre hombre! -dijo
Silvia enternecida al oír aquella exclamación que demostraba un sentimiento
supremo, exaltado por última vez por la más horrible y más involuntaria de las
mentiras.
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