3. MAGIA CONTAMINANTE (4)
La línea de razonamiento que impera entre los rústicos de Inglaterra y
Alemania, en común con los salvajes de la Melanesia y América es llevada un
paso más allá por los aborígenes de la Australia central, los que conciben que,
bajo ciertas circunstancias, los parientes cercanos del hombre herido deben
engrasarse, restringir su dieta y regular su conducta en otros aspectos con
objeto de asegurar su restablecimiento. Así, cuando un mancebo ha sido
circuncidado, mientras la herida no sana su madre no puede comer zarigüeya o
cierta clase de lagarto o serpiente diamante, (1) ni ninguna clase de grasa,
pues si lo hiciese retardaría la cicatrización de la herida del muchacho. Todos
los días engrasará sus palos de cavar y los tendrá siempre al alcance de la
vista; de noche dormirá con ellos cerca de su cabeza y no permitirá que los
toque nadie. Todos los días embadurnará su cuerpo con sebo, porque se cree que
en cierta forma eso ayuda a la curación del hijo. Otro refinamiento del mismo
principio se debe a la ingenuidad del campesino alemán. Dicen que cuando uno de
sus cerdos u ovejas se rompe una pata el campesino de la Baviera renana o de
Hesse envolverá la pata de una silla con venda y apósitos apropiados. Durante
algunos días nadie podrá sentarse en la silla ni cambiarla de sitio o
golpearla, pues estas cosas producirían dolor al cerdo u oveja heridos y
retardarían su curación. En este último caso, está claro que hemos rebasado
totalmente el dominio de la magia contagiosa o contaminante y que estamos en el
campo de la magia homeopática o mimética; la pata de la silla que se cura en
vez de la pata del animal, en ningún sentido pertenece a este, y la aplicación
de vendas a aquella es un mero simulacro del tratamiento que una cirugía más
racional empleará en el verdadero paciente.
La simpatética conexión que se supone existe entre un hombre y el arma que
le ha herido probablemente se funda en la idea de que la sangre en el arma
continúa sintiendo con la sangre de su cuerpo. Por una razón semejante, los
papuas de Tumleo, isla de Nueva Guinea, cuidan de arrojar al mar los vendajes ensangrentados
con los que curaron sus heridas, pues temen que si esos harapos cayesen en
manos de sus enemigos podría causárseles daño mágicamente de ese modo. En
cierta ocasión en que un hombre con una herida de la boca sangrando
continuamente llegó para ser curado por los misioneros, su crédula mujer
recogió con gran trabajo toda la sangre para poderla arrojar después al mar.
Por forzada y artificial que pueda parecernos esta idea, quizá no lo es tanto
como la creencia en la mágica que se conserva entre la persona y sus ropas de
tal modo que todo lo que se haga a estas repercutirá sobre la persona misma,
aun cuando esté muy lejos en ese momento. En la tribu Wotjobaluk, de Victoria
(Australia), cuando un hechicero conseguía la alfombra de zarigüeya de un
hombre, la quemaba despacio al fuego y mientras lo iba haciendo, el hombre caía
enfermo. Si el hechicero consentía en desvirtuar el encanto, devolvía la
alfombra a los amigos del paciente, recomendándole que la pusieran en agua “para
lavarla del fuego”. Cuando lo hacían así, el enfermo se sentía refrescado y
probablemente se restablecía. En Tanna, una de las nuevas Hébridas, si alguien
tenía ojeriza a otro y deseaba su muerte, procuraba apoderarse de alguna ropa
que hubiera estado en contacto con el sudor del cuerpo de su enemigo. Si lo
conseguía, frotaba las telas cuidadosamente con las hojas y ramillas de cierto árbol,
enrollaba y ataba las ropas, hojas y ramitas formando un paquete largo y
estrecho, y lo iba quemando al fuego. Cuando el atadijo estaba consumándose, la
víctima caía enferma y cuando todo quedaba reducido a cenizas, moría. En esta
última forma de hechicería, sin embargo, la simpatía mágica puede suponerse que
no se da tanto entre el hombre y los vestidos como entre el hombre y el sudor
que brotó de su cuerpo. Pero en otros casos de la misma clase creemos que la
ropa por sí misma es suficiente para darle al brujo un poder sobre su víctima.
La bruja de Teócrito, mientras funde una imagen o masa de cera con objeto de
que su infiel amante se derrita por su amor, no olvida arrojar en el fuego un pedazo
de su manto, que había recogido en su casa. En Prusia se dice que si no se
puede capturar a un ladrón, lo mejor que puede hacerse es conseguir alguna
prenda de ropa que haya dejado caer en su huida; si se sacude enérgicamente la
prenda, el ladrón caerá enfermo. Esta creencia está firmemente arraigada en la
mente popular. Hace ochenta o noventa años, en las cercanías de Berend descubrieron
a uno que intentaba robar miel y que huyó dejando abandonada la chaqueta.
Cuando oyó que el rabioso propietario de la miel estaba apaleando la chaqueta,
se asustó tanto que se metió en la cama y murió.
Notas
(1) Serpiente: Pyton spilotes.
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