3. MAGIA CONTAMINANTE (3)
Así, en muchas partes del mundo, el cordón y son más frecuencia las
secundinas, son considerados como seres vivientes, hermano o hermana del recién
nacido, o ya como el objeto material en que reside el espíritu guardián del
niño o parte de su alma. Además, la simpatética conexión que se supone existe
entre una persona y sus secundinas o cordón está claramente manifiesta en la
extendidísima costumbre de tratar la placenta o el cordón de cierto modo que se
supone influye durante la vida sobre el carácter y ocupaciones de la persona,
convirtiéndolo en ágil trepador, fuerte nadador, cazador habilidoso o bravo
guerrero y haciéndola a ella, si es mujer, sutil costurera, buena hornera, etc.
Estas creencias y prácticas concernientes a las secundinas o placenta, y en
menos extensión al cordón umbilical, presentan un notable paralelo con la
extendida doctrina de la transferencia del alma y sus salidas del cuerpo y con
las costumbres que en ello se fundan. Por lo tanto, no es muy aventurado
conjeturar que este paralelismo no es una simple coincidencia, sino que en las
secundinas o placenta tenemos una base física (no necesariamente la única) para
la teoría y la práctica del alma externada. La consideración de este punto
queda para la última parte de la obra. Una curiosa aplicación de la doctrina de
la magia contaminante es la relación que por lo común se cree existe entre un
hombre herido y el agente de su herida, así que todo lo que se haga al o para
el agente, de modo correspondiente afectará al paciente para su bien o para su
mal. Plinio nos cuenta que si se ha herido a un hombre y se está apenado por
ello, no hay más que escupirse en la mano heridora y el paciente se sentirá
instantáneamente aliviado. En Melanesia, si el amigo del hombre herido llega a
estar en posesión de la flecha que lo hirió, la pondrá en lugar húmedo o entre
hojas frías para que así la inflamación tenga poca importancia y desaparezca
pronto. Al mismo tiempo, el enemigo que disparó la flecha trabajará con afán en
agravar la herida por todos los medios a su alcance. Con este propósito, él y
sus amigos beberán jugos ardientes y calientes y mascarán hojas irritantes,
porque es evidente que esto irritará e inflamará la herida. Además mantendrán
el arco cerca del fuego para conseguir que la herida esté inflamada y por la
misma razón pondrán la punta de la flecha, si la han podido recobrar, dentro
del fuego, teniendo cuidado además de mantener tensa la cuerda del arco y haciéndola
vibrar de vez en cuando, pues esto causará al herido estremecimientos nerviosos
y espasmos tetánicos. “Está constantemente admitido y testimoniado -dice Bacon-
que el tratamiento del arma que hizo la herida curará la herida misma. En este
experimento, según relatos de hombres de crédito (aunque yo no estoy del todo
inclinado a creerlo), deben tenerse presentes los siguientes puntos: primero,
el ungüento con que se hace debe estar hecho de diversos ingredientes, de los
cuales los más extraños y difíciles de conseguir son el moho de la calavera de
un hombre sin enterrar y las grasas de un jabalí y de un oso muertos en el acto
de la generación”. El rarísimo unto compuesto de estos y otros ingredientes se
aplicaba, como nos lo explica el filósofo, no sobre la herida sino al arma, y
aunque el herido estuviera a gran distancia y no fuese conocedor de ello. El experimento,
nos dice, ha sido ensayado limpiando el unto del arma sin conocimiento de la
persona herida, de lo que resultó un aumento súbito de los dolores hasta que el
arma fue untada otra vez. También “se afirma que si no puede obtenerse el arma,
basta con un instrumento de hierro o madera que tenga parecido con el arma que
hirió: si se pone en la herida, todavía sangrante, el unto de este instrumento
servirá y obrará el efecto deseado”. Remedios de esta clase, que Bacon
considera dignos de su atención, están todavía en boga en los condados
orientales de Inglaterra. Así, en Suffolk, cuando un hombre se corta con un podón
o una guadaña, tiene siempre buen cuidado de mantener la herramienta brillante
y de engrasarla para evitar que la herida se encone. Si se clava una espina o,
como él la denomina, un “mataojo” en la mano, aceita o engrasa la espina
después de extraerla. Un hombre llegó a un doctor con la mano inflamada por haberse
clavado un abrojo mientras estaba podando un seto vivo. Habiéndosele dicho que
la mano estaba infectada, hizo el reparo de que “seguramente no es así, puesto
que he engrasado bien el abrojo cuando lo saqué”. Si un caballo se hiere en la pezuña
por patear sobre un clavo, lo limpiará y lo engrasará todos los días en
prevención de que se infecte el casco del animal. Del mismo modo, en Cambridgeshire
los peones piensan que si un caballo tiene un clavo hiriéndole el casco es
necesario engrasar el clavo con aceite o tocino y colocarlo lejos y en sitio
seguro, pues de lo contrario el caballo no se curará. Hace unos pocos años un
veterinario cirujano fue enviado para atender a un caballo que se había
lacerado el costado contra la bisagra de una talanquera de la granja. Cuando
llegó a la granja, vio que nada se había hecho por el caballo herido, pero un
hombre estaba afanosamente tratando de quitar la bisagra de allí para
engrasarla y ponerla atravesada en la cama donde está tendido el herido. También
en Baviera se dice que debe engrasarse un trapo de lino y atarlo al filo del
hacha con que se cortó, teniendo cuidado de colocar el filo hacia arriba. Según
vaya secándose el hacha, la herida irá sanando. De igual modo, en las montañas
del Harz, si alguien se corta, deberá untar el cuchillo o las tijeras con sebo
y colocarlo, después en un lugar seco en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Cuando el cuchillo se haya secado el sujeto estará curado.
Otras gentes de Alemania, sin embargo, dicen que deberá clavarse la navaja en
algún charco del suelo, y que la herida cicatrizará cuando la hoja esté roñosa.
Otros, por el contrario, como en Baviera, recomiendan untar el hacha o lo que
sea con sangre y dejarla en el sobrado bajo el alero del tejado.
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