Rastignac temía una
crisis que no tardó en declararse.
-¡Ah! ¿Es usted, hijo
mío? -dijo papá Goriot recocnociendo a Eugenio.
-¿Está usted mejor? -le
preguntó el joven tomándole de la mano.
-Sí, sentía la cabeza
oprimida como si la tuviese encerrada en un círculo de hierro. ¿Ha visto usted
a mis hijas? Vendrán en seguida, tan pronto como sepan que estoy enfermo, y me
cuidarán con el mismo cariño que en la calle de la Jussienne. ¡Dios mío,
quisiera que mi cuarto estuviera limpio para recibirlas! Estuvo aquí en la
noche un joven, que quemó toda la turba que tenía.
-Ya sube Cristóbal a
traerle la leña que le envía ese joven -le dijo Eugenio.
-Bueno, pero, ¿cómo vamos
a pagar la leña? Yo no tengo un céntimo, hijo: lo he dado todo, todo, y ahora
me toca vivir de caridad. ¿Era, al menos, bonito el traje de mi hija? (¡Ah,
cuánto sufro!) Gracias, Cristóbal, Dios lo recompensará, hijo mío; yo no podré
hacerlo, porque no me queda nada.
-Yo os pagaré bien a ti y
a Silvia -dijo Eugenio al oído del criado.
-Te han dicho mis hijas
que iban a venir, ¿verdad, Cristóbal? Anda, corre otra vez allá, y te daré
cinco francos. Diles que no me encuentro bien, y que quisiera abrazarlas y verlas
una vez más antes de morir. Diles esto, pero sin asustarlas demasiado.
Cristóbal partió
obedeciendo a una seña de Rastignac.
-¡Oh, yo las conozco,
vendrán! -repuso el anciano-. Si yo muero, qué pena va a tener esa pobre Delfina.
Y Nasia también. Quisiera no morir para no hacerlas llorar. Mi buen Eugenio,
morir es no verlas más. ¡Cuánto voy a aburrirme sin ellas en el otro mundo!
Para un padre, el infierno es no estar con sus hijos, y yo ya he hecho mi
aprendizaje desde que ellas se casaron. Mi paraíso estaba en la calle de la
Jussienne. Diga usted: si voy al Cielo., ¿podré venir a verlas en espíritu a la
tierra? He oído decir esas cosas, ¿son ciertas? En este momento creo verlas tal
como eran en la calle de la Juissienne. Bajaban por la mañana y me decían: “Buenos
días, papá.” Y entonces yo las tomaba en mis rodillas, les hacía mil caricias y
mil fiestas y ellas me correspondían. Desayunábamos todas las mañanas juntos;
comíamos; en fin, yo era padre y gozaba de mis hijas. Cuando estaban en la
calle de la Jussienne no razonaban, no conocían el mundo y me querían bien.
¡Dios mío! ¿Por qué no han sido siempre pequeñas? (¡Oh, cuánto sufro, mi cabeza
estalla!) ¡Ah! ¡Ah! Hijas mías, sufro horriblemente, y cuando lo digo, muy
grande debe ser mi dolor, porque vosotros me habíais hecho duro para el mal. ¡Dios
mío! Si yo tuviera únicamente sus manos entre las mías, ya no sentiría dolores.
¿Cree usted que vendrán? ¡Este Crtistóbal es tan bestia! Debía de haber ido yo
mismo. Él va a tener la dicha de verlas. Pero usted estuvo ayer en el baile;
dígame, ¿cómo estaban? No sabían nada de mi enfermedad, ¿verdad? ¡Oh, las pobrecitas
no hubieran bailado! No quiero estar más enfermo, porque aun me necesitan. Sus
fortunas están comprometidas. ¡Y a qué maridos se han entregado! Cúreme usted,
cúreme usted. (¡Oh, cuánto sufro! ¡Ay, ay, ay, ay!) ¿Ve usted? Es preciso que
me sane, porque necesitan dinero y yo sé dónde ir a ganarlo. Iré a hacer
almidón a Odesa y ganaré millones, yo entiendo el negocio. (¡Oh, qué dolor tan
horrible!)
Goriot guardó un instante
de silencio, pareció reunir todas sus fuerzas para soportar el dolor.
-Si ellas estuviesen aquí
no me quejaría -dijo-. ¿Por qué, entonces, voy a quejarme ahora?
A estas palabras siguió
un amodorramiento que duró algún rato. Cristóbal se presentó entretanto, y
Rastignac, que creía dormido a papá Goriot, lo dejó dar vuelta en voz alta de
su misión.
-Señor, primero fui a la
casa de la condesa, y no pude hablarle porque tenía asuntos importantes con su
marido. Como yo insistía, el señor de Restaud vino en persona y me dijo lo
siguiente: “¿Se muere el señor Goriot? ¡Y bien! Es lo mejor que puede hacer. La
señora de Restaud tiene que liquidar conmigo asuntos importantes e irá tan
pronto como acabe.” Estaba encolerizado el señor ese. Iba a ya a salir cuando
la señora entró en la antesala por una puertecita que yo no había visto y me
dijo: “Cristóbal, dile a mi padre que estoy disputando con mi marido y que es
cuestión de vida o muerte para mis hijos; pero que tan pronto acabe, iré.” Respecto
de la señora baronesa, no pude verla ni hablarla. “¡Ah -me dijo la camarera-,
la señora volvió del baile a las cinco y cuarto, está durmiendo y si la
despierto antes de las doce, me reñirá! Cuando me llame le diré que su padre
está peor. Siempre se está a tiempo para dar malas noticias.” En vano rogué y
solicité ver al barón; había salido.
-¡Cómo! ¿No vendrá
ninguna de las hijas! -exclamó Rastignac-. Voy a escribirles a las dos.
-¡Ninguna! -exclamó el
anciano irguiéndose en la cama-. Tienen negocios, duermen, no vendrán; ya lo
sabía. Es preciso morir para saber lo que son los hijos… ¡Ah, amigo mío, no se
case usted nunca, no tenga hijos! Les da usted la vida y ellos le pagan con la
muerte. Los hace usted entrar en el mundo y ellos lo arrojan de él. No, no
vendrán. Hace ya diez años que lo sé. A veces me lo decía, pero no me atrevía a
creerlo.
Una lágrima asomó a sus
ojos y permaneció adherida, sin caer, en los enrojecidos párpados.
-¡Ay, si yo fuese rico,
si hubiese guardado mi fortuna, si no se las hubiese dado, ellas estarían aquí,
me lamerían las mejillas con sus besos, viviría en un palacio, tendría buenas
habitaciones, fuego, criados, y una y otra llorarían mi muerte en unión de sus
maridos y de sus hijas! Tendría todo esto. Pero nada. El dinero lo da todo,
hasta hijas. ¡Oh, dinero mío! ¿Dónde estás? Si tuviese tesoros que dejar, ellas
me velarían y yo las oiría y las vería. ¡Ah, hijo mío, mi úncio hijo, prefiero
mi abandono y mi miseria! Al menos, cuando un desgraciado es amado, está seguro
de que lo aman. No, quisiera ser rico, porque las vería. Pero, ¿quién sabe? Las
dos tienen corazón de roca. Yo sentía demasiado amor por ellas para que ellas
lo sintieran por mí. Un padre debe ser siempre rico y debe tener a sus hijos
por la brida como si fueran caballos traicioneros, y yo he estado a sus pies.
¡Miserables! ¡Cómo pagan mi conducta para con ellas desde hace diez años! ¡Si
supiese usted con cuánto mimo me trataban los primeros tiempos de su
matrimonio! (¡Oh, ya estoy sufriendo un cruel martirio!) Como acababa de darles
ochocientos mil francos a cada una, ni ellas ni sus maridos podían mostrarse
duros conmigo. Me recibían diciéndome querido papá por aquí, querido papá por
allá, y siempre me tenían preparado un cubierto en su mesa para que comiera con
sus maridos, que me trataban con mucha consideración. ¡Claro, como que aun
creían que tenía algo! ¿Por qué? No lo sé, porque yo no les había dicho nada de
mis negocios. Pero un hombre que da ochocientos mil francos a cada una de sus
hijas es digno de ser cuidado. ¡Y con cuanto miramiento me trataban! Pero no
era a mí, era a mi dinero. El mundo no es bello. Me llevaban en coche al
teatro, asistía cuando quería a sus veladas, se decían hijas mías y confesaban
que yo era su padre. No crea usted que soy tonto, no se me escapaba nada. Todo
aquello era astucia y me laceraba el corazón; pero el mal no tenía remedio; no
estaba tan a gusto en su mesa como en la de abajo, y yo no sabía qué decir.
Pero cuando algunas de sus visitas preguntaban al oído de mis yernos quién era
aquel señor, ellos contestaban: “Es el padre del dinero, es rico”, y entonces
las gentes del mundo exclamaban: “¡Diablo!”, y me miraban con respeto por mi
dinero. Si a veces los molestaba un poco, en cambio pagaba bien sus molestias y
ocultaba bien mis defectos. Pero ¿quién es perfecto en este mundo? (¡Ah, mi
cabeza es una llaga!). Mi qurerido Eugenio, sufro en este momento lo que es
preciso sufrir para morir, y sin embargo esto no es nada comparado con el dolor
que me causó la primera mirada con que Anastasia me hizo comprender que acababa
de decir una estupidez que la humillaba: su mirada me abrió todas las venas. En
aquel momento hubiera querido saberlo todo; pero lo que supe fue que estaba de
más sobre la tierra. Al día siguiente fui a casa de Delfina para consolarme, y
allí cometo otra tontería que la hace encolerizarse. Me convertí en un loco.
Estuve ocho días sin saber qué hacer. No me atrevía a ir a verlas por temor a
sus reproches. Me encontré a la puerta de mis hijas. ¡Oh, Dios mío! Tú que
conoces las miserias y los sufrimientos que he soportado. Tú que has contado
las puñaladas que recibí en todo este tiempo, que me hizo encanecer y envejecer,
¿por qué me haces sufrir tanto hoy? He expiado bien el pecado de quererlas
demasiado, y ellas mismas se han vengado bien de mi cariño convirtiéndose en
mis verdugos. ¡Oh, pero los padres no son tan tontos, yo las amaba tanto, que
volvía a ellas como el jugador al juego! Mis hijas eran mi vicio, mis queridas,
lo eran todo para mí. Cuando alguna necesitaba algo, joyas, dinero, sus
camareras me lo decían, y yo se lo daba para ser bien recibido. Me dieron
algunas lecciones acerca de la manera de presentarme en el mundo; pero, de
todos modos, lo cierto es que comenzaban a avergonzarse de mí. He aquí lo que
es educar bien a los hijos. Y sin embargo, a mi edad yo no podía ir a la
escuela. (¡Oh, Dios mío, sufro horriblemente! ¡Los médicos! ¡Los médicos! ¡Si
me abriesen la cabeza sufriría menos!) Mis hijas, mis hijas, Anastasia, Delfina!
¡Quiero verlas! ¡Enviadlas a buscar por los gendarmes, a la fuerza! ¡La
justicia está de mi parte! ¡Todo está de mi parte, la naturaleza, el Código
Civil! ¡Protesto! ¡La patria perecerá si los padres se ven pisoteados! Esto es
clarísimo. La sociedad, el mundo, se basan en la fraternidad, y todo se
derrumba si los hijos no quieren a los padres. ¡Oh, verlas, oírlas, no importa
lo que me digan, con tal de oír sus voces! Esto calmaría mis dolores, Delfina
sobre todo. Cuando estén aquí, dígales usted que no me miren fríamente, como
acostumbran. ¡Ah, mi buen amigo Eugenio, usted no sabe lo que es encontrar el
oro de la mirada cambiada de pronto en plomo gris! Desde el día en que sus ojos
dejaron de mirarme con cariño, siempre ha sido invierno para mí, sólo he tenido
penas que devorar, y las he devorado. Viví para ser humillado, insultado, y las
quiero tanto, que soportaba inauditas afrentas para gozar cualquier insignificante
favor. ¡Esconderse un padre para ver a sus hijas! Yo les di mi vida y ellas no me
concedieron una hora. Tengo sed, hambre, mi corazón arde, y ellas no vendrán a
refrescar mi agonía, porque comprendo que me muero. Pero, ¿acaso ignoran ellas
lo que es pasar sobre el cadáver de su padre? Hay un Dios en los cielos que nos
venga a los padres, a pesar nuestro. ¡Oh, vendrán! ¡Venid, queridas mías, venid
a besarme, un último beso, el viático de vuestro padre, que rogará a Dios por
vosotras, que le dirá que habéis sido buenas hijas y que os defenderá siempre!
Después de todo, sois inocentes. Amigo mío, ellas son inocentes. Dígaselo a
todo el mundo, y que nadie las inquiete por mí. Toda la culpa es mía, que las
acostumbré a pisotearme, porque me gustaba eso. Y esto no le importa a nadie,
ni a la justicia humana ni a la divina. Dios sería injusto si las condenara por
mi culpa. Yo no supe obrar, y cometí la torpeza de abdicar de mis derechos. Me
había envilecido por ellas. ¡Qué quiere usted! El natural más hermoso, las
mejores almas, habrían sucumbido ante la corrupción que supone la debilidad de
un padre. Soy un miserable y me veo justamente castigado. Yo solo he causado
los desórdenes de mis hijas y las he echado a perder. Hoy quieren el placer
como antes querían los bombones. Siempre les permití satisfacer sus caprichos
desde jovencitas. ¡A los quince años tenían coche! Nada les he negado, yo soy
el único culpable, pero culpable por amor. Su voz me conmovía. Las escucho, ya
vienen. ¡Ah, sí, vendrán! La ley quiere que el hijo venga a ver morir a su
padre, la ley está de mi parte. Además, esto no costará más que una carrera, y
si es necesario yo la pagaré. Escríbales usted diciéndoles que voy a dejarles
millones, palabra de honor. Iré a Odesa a hacer pastas de Italia. Yo entiendo
de eso. Con mi proyecto se pueden ganar millones. Nsdie ha pensado en esto. Las
pastas no se estropean con el transporte como el trigo y como la harina. ¡Oh,
oh! ¿y el almidón? Hay que ganar millones. Dígaselo usted, millones, y no tema
mentir, que yo, aunque vinieran por avaricia, no me importa, con tal que pueda
verlas. Yo quiero a mis hijas, yo las he hecho, son mías -dijo irguiéndose sobre
la cama y mostrando a Eugenio una cabeza donde los cabellos blancos estaban en
desorden y donde la amenaza aparecía con todo lo que tiene de amenaza.
-Vamos, papá Goriot,
acuéstese usted, que yo voy a escribirles -dijo Eugenio-; y si no vienen, yo
mismo iré a buscarlas en cuanto vuelva Bianchon.
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