domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (97)


Rastignac temía una crisis que no tardó en declararse.

-¡Ah! ¿Es usted, hijo mío? -dijo papá Goriot recocnociendo a Eugenio.

-¿Está usted mejor? -le preguntó el joven tomándole de la mano.

-Sí, sentía la cabeza oprimida como si la tuviese encerrada en un círculo de hierro. ¿Ha visto usted a mis hijas? Vendrán en seguida, tan pronto como sepan que estoy enfermo, y me cuidarán con el mismo cariño que en la calle de la Jussienne. ¡Dios mío, quisiera que mi cuarto estuviera limpio para recibirlas! Estuvo aquí en la noche un joven, que quemó toda la turba que tenía.

-Ya sube Cristóbal a traerle la leña que le envía ese joven -le dijo Eugenio.

-Bueno, pero, ¿cómo vamos a pagar la leña? Yo no tengo un céntimo, hijo: lo he dado todo, todo, y ahora me toca vivir de caridad. ¿Era, al menos, bonito el traje de mi hija? (¡Ah, cuánto sufro!) Gracias, Cristóbal, Dios lo recompensará, hijo mío; yo no podré hacerlo, porque no me queda nada.

-Yo os pagaré bien a ti y a Silvia -dijo Eugenio al oído del criado.

-Te han dicho mis hijas que iban a venir, ¿verdad, Cristóbal? Anda, corre otra vez allá, y te daré cinco francos. Diles que no me encuentro bien, y que quisiera abrazarlas y verlas una vez más antes de morir. Diles esto, pero sin asustarlas demasiado.

Cristóbal partió obedeciendo a una seña de Rastignac.

-¡Oh, yo las conozco, vendrán! -repuso el anciano-. Si yo muero, qué pena va a tener esa pobre Delfina. Y Nasia también. Quisiera no morir para no hacerlas llorar. Mi buen Eugenio, morir es no verlas más. ¡Cuánto voy a aburrirme sin ellas en el otro mundo! Para un padre, el infierno es no estar con sus hijos, y yo ya he hecho mi aprendizaje desde que ellas se casaron. Mi paraíso estaba en la calle de la Jussienne. Diga usted: si voy al Cielo., ¿podré venir a verlas en espíritu a la tierra? He oído decir esas cosas, ¿son ciertas? En este momento creo verlas tal como eran en la calle de la Juissienne. Bajaban por la mañana y me decían: “Buenos días, papá.” Y entonces yo las tomaba en mis rodillas, les hacía mil caricias y mil fiestas y ellas me correspondían. Desayunábamos todas las mañanas juntos; comíamos; en fin, yo era padre y gozaba de mis hijas. Cuando estaban en la calle de la Jussienne no razonaban, no conocían el mundo y me querían bien. ¡Dios mío! ¿Por qué no han sido siempre pequeñas? (¡Oh, cuánto sufro, mi cabeza estalla!) ¡Ah! ¡Ah! Hijas mías, sufro horriblemente, y cuando lo digo, muy grande debe ser mi dolor, porque vosotros me habíais hecho duro para el mal. ¡Dios mío! Si yo tuviera únicamente sus manos entre las mías, ya no sentiría dolores. ¿Cree usted que vendrán? ¡Este Crtistóbal es tan bestia! Debía de haber ido yo mismo. Él va a tener la dicha de verlas. Pero usted estuvo ayer en el baile; dígame, ¿cómo estaban? No sabían nada de mi enfermedad, ¿verdad? ¡Oh, las pobrecitas no hubieran bailado! No quiero estar más enfermo, porque aun me necesitan. Sus fortunas están comprometidas. ¡Y a qué maridos se han entregado! Cúreme usted, cúreme usted. (¡Oh, cuánto sufro! ¡Ay, ay, ay, ay!) ¿Ve usted? Es preciso que me sane, porque necesitan dinero y yo sé dónde ir a ganarlo. Iré a hacer almidón a Odesa y ganaré millones, yo entiendo el negocio. (¡Oh, qué dolor tan horrible!)

Goriot guardó un instante de silencio, pareció reunir todas sus fuerzas para soportar el dolor.

-Si ellas estuviesen aquí no me quejaría -dijo-. ¿Por qué, entonces, voy a quejarme ahora?

A estas palabras siguió un amodorramiento que duró algún rato. Cristóbal se presentó entretanto, y Rastignac, que creía dormido a papá Goriot, lo dejó dar vuelta en voz alta de su misión.

-Señor, primero fui a la casa de la condesa, y no pude hablarle porque tenía asuntos importantes con su marido. Como yo insistía, el señor de Restaud vino en persona y me dijo lo siguiente: “¿Se muere el señor Goriot? ¡Y bien! Es lo mejor que puede hacer. La señora de Restaud tiene que liquidar conmigo asuntos importantes e irá tan pronto como acabe.” Estaba encolerizado el señor ese. Iba a ya a salir cuando la señora entró en la antesala por una puertecita que yo no había visto y me dijo: “Cristóbal, dile a mi padre que estoy disputando con mi marido y que es cuestión de vida o muerte para mis hijos; pero que tan pronto acabe, iré.” Respecto de la señora baronesa, no pude verla ni hablarla. “¡Ah -me dijo la camarera-, la señora volvió del baile a las cinco y cuarto, está durmiendo y si la despierto antes de las doce, me reñirá! Cuando me llame le diré que su padre está peor. Siempre se está a tiempo para dar malas noticias.” En vano rogué y solicité ver al barón; había salido.

-¡Cómo! ¿No vendrá ninguna de las hijas! -exclamó Rastignac-. Voy a escribirles a las dos.

-¡Ninguna! -exclamó el anciano irguiéndose en la cama-. Tienen negocios, duermen, no vendrán; ya lo sabía. Es preciso morir para saber lo que son los hijos… ¡Ah, amigo mío, no se case usted nunca, no tenga hijos! Les da usted la vida y ellos le pagan con la muerte. Los hace usted entrar en el mundo y ellos lo arrojan de él. No, no vendrán. Hace ya diez años que lo sé. A veces me lo decía, pero no me atrevía a creerlo.

Una lágrima asomó a sus ojos y permaneció adherida, sin caer, en los enrojecidos párpados.

-¡Ay, si yo fuese rico, si hubiese guardado mi fortuna, si no se las hubiese dado, ellas estarían aquí, me lamerían las mejillas con sus besos, viviría en un palacio, tendría buenas habitaciones, fuego, criados, y una y otra llorarían mi muerte en unión de sus maridos y de sus hijas! Tendría todo esto. Pero nada. El dinero lo da todo, hasta hijas. ¡Oh, dinero mío! ¿Dónde estás? Si tuviese tesoros que dejar, ellas me velarían y yo las oiría y las vería. ¡Ah, hijo mío, mi úncio hijo, prefiero mi abandono y mi miseria! Al menos, cuando un desgraciado es amado, está seguro de que lo aman. No, quisiera ser rico, porque las vería. Pero, ¿quién sabe? Las dos tienen corazón de roca. Yo sentía demasiado amor por ellas para que ellas lo sintieran por mí. Un padre debe ser siempre rico y debe tener a sus hijos por la brida como si fueran caballos traicioneros, y yo he estado a sus pies. ¡Miserables! ¡Cómo pagan mi conducta para con ellas desde hace diez años! ¡Si supiese usted con cuánto mimo me trataban los primeros tiempos de su matrimonio! (¡Oh, ya estoy sufriendo un cruel martirio!) Como acababa de darles ochocientos mil francos a cada una, ni ellas ni sus maridos podían mostrarse duros conmigo. Me recibían diciéndome querido papá por aquí, querido papá por allá, y siempre me tenían preparado un cubierto en su mesa para que comiera con sus maridos, que me trataban con mucha consideración. ¡Claro, como que aun creían que tenía algo! ¿Por qué? No lo sé, porque yo no les había dicho nada de mis negocios. Pero un hombre que da ochocientos mil francos a cada una de sus hijas es digno de ser cuidado. ¡Y con cuanto miramiento me trataban! Pero no era a mí, era a mi dinero. El mundo no es bello. Me llevaban en coche al teatro, asistía cuando quería a sus veladas, se decían hijas mías y confesaban que yo era su padre. No crea usted que soy tonto, no se me escapaba nada. Todo aquello era astucia y me laceraba el corazón; pero el mal no tenía remedio; no estaba tan a gusto en su mesa como en la de abajo, y yo no sabía qué decir. Pero cuando algunas de sus visitas preguntaban al oído de mis yernos quién era aquel señor, ellos contestaban: “Es el padre del dinero, es rico”, y entonces las gentes del mundo exclamaban: “¡Diablo!”, y me miraban con respeto por mi dinero. Si a veces los molestaba un poco, en cambio pagaba bien sus molestias y ocultaba bien mis defectos. Pero ¿quién es perfecto en este mundo? (¡Ah, mi cabeza es una llaga!). Mi qurerido Eugenio, sufro en este momento lo que es preciso sufrir para morir, y sin embargo esto no es nada comparado con el dolor que me causó la primera mirada con que Anastasia me hizo comprender que acababa de decir una estupidez que la humillaba: su mirada me abrió todas las venas. En aquel momento hubiera querido saberlo todo; pero lo que supe fue que estaba de más sobre la tierra. Al día siguiente fui a casa de Delfina para consolarme, y allí cometo otra tontería que la hace encolerizarse. Me convertí en un loco. Estuve ocho días sin saber qué hacer. No me atrevía a ir a verlas por temor a sus reproches. Me encontré a la puerta de mis hijas. ¡Oh, Dios mío! Tú que conoces las miserias y los sufrimientos que he soportado. Tú que has contado las puñaladas que recibí en todo este tiempo, que me hizo encanecer y envejecer, ¿por qué me haces sufrir tanto hoy? He expiado bien el pecado de quererlas demasiado, y ellas mismas se han vengado bien de mi cariño convirtiéndose en mis verdugos. ¡Oh, pero los padres no son tan tontos, yo las amaba tanto, que volvía a ellas como el jugador al juego! Mis hijas eran mi vicio, mis queridas, lo eran todo para mí. Cuando alguna necesitaba algo, joyas, dinero, sus camareras me lo decían, y yo se lo daba para ser bien recibido. Me dieron algunas lecciones acerca de la manera de presentarme en el mundo; pero, de todos modos, lo cierto es que comenzaban a avergonzarse de mí. He aquí lo que es educar bien a los hijos. Y sin embargo, a mi edad yo no podía ir a la escuela. (¡Oh, Dios mío, sufro horriblemente! ¡Los médicos! ¡Los médicos! ¡Si me abriesen la cabeza sufriría menos!) Mis hijas, mis hijas, Anastasia, Delfina! ¡Quiero verlas! ¡Enviadlas a buscar por los gendarmes, a la fuerza! ¡La justicia está de mi parte! ¡Todo está de mi parte, la naturaleza, el Código Civil! ¡Protesto! ¡La patria perecerá si los padres se ven pisoteados! Esto es clarísimo. La sociedad, el mundo, se basan en la fraternidad, y todo se derrumba si los hijos no quieren a los padres. ¡Oh, verlas, oírlas, no importa lo que me digan, con tal de oír sus voces! Esto calmaría mis dolores, Delfina sobre todo. Cuando estén aquí, dígales usted que no me miren fríamente, como acostumbran. ¡Ah, mi buen amigo Eugenio, usted no sabe lo que es encontrar el oro de la mirada cambiada de pronto en plomo gris! Desde el día en que sus ojos dejaron de mirarme con cariño, siempre ha sido invierno para mí, sólo he tenido penas que devorar, y las he devorado. Viví para ser humillado, insultado, y las quiero tanto, que soportaba inauditas afrentas para gozar cualquier insignificante favor. ¡Esconderse un padre para ver a sus hijas! Yo les di mi vida y ellas no me concedieron una hora. Tengo sed, hambre, mi corazón arde, y ellas no vendrán a refrescar mi agonía, porque comprendo que me muero. Pero, ¿acaso ignoran ellas lo que es pasar sobre el cadáver de su padre? Hay un Dios en los cielos que nos venga a los padres, a pesar nuestro. ¡Oh, vendrán! ¡Venid, queridas mías, venid a besarme, un último beso, el viático de vuestro padre, que rogará a Dios por vosotras, que le dirá que habéis sido buenas hijas y que os defenderá siempre! Después de todo, sois inocentes. Amigo mío, ellas son inocentes. Dígaselo a todo el mundo, y que nadie las inquiete por mí. Toda la culpa es mía, que las acostumbré a pisotearme, porque me gustaba eso. Y esto no le importa a nadie, ni a la justicia humana ni a la divina. Dios sería injusto si las condenara por mi culpa. Yo no supe obrar, y cometí la torpeza de abdicar de mis derechos. Me había envilecido por ellas. ¡Qué quiere usted! El natural más hermoso, las mejores almas, habrían sucumbido ante la corrupción que supone la debilidad de un padre. Soy un miserable y me veo justamente castigado. Yo solo he causado los desórdenes de mis hijas y las he echado a perder. Hoy quieren el placer como antes querían los bombones. Siempre les permití satisfacer sus caprichos desde jovencitas. ¡A los quince años tenían coche! Nada les he negado, yo soy el único culpable, pero culpable por amor. Su voz me conmovía. Las escucho, ya vienen. ¡Ah, sí, vendrán! La ley quiere que el hijo venga a ver morir a su padre, la ley está de mi parte. Además, esto no costará más que una carrera, y si es necesario yo la pagaré. Escríbales usted diciéndoles que voy a dejarles millones, palabra de honor. Iré a Odesa a hacer pastas de Italia. Yo entiendo de eso. Con mi proyecto se pueden ganar millones. Nsdie ha pensado en esto. Las pastas no se estropean con el transporte como el trigo y como la harina. ¡Oh, oh! ¿y el almidón? Hay que ganar millones. Dígaselo usted, millones, y no tema mentir, que yo, aunque vinieran por avaricia, no me importa, con tal que pueda verlas. Yo quiero a mis hijas, yo las he hecho, son mías -dijo irguiéndose sobre la cama y mostrando a Eugenio una cabeza donde los cabellos blancos estaban en desorden y donde la amenaza aparecía con todo lo que tiene de amenaza.

-Vamos, papá Goriot, acuéstese usted, que yo voy a escribirles -dijo Eugenio-; y si no vienen, yo mismo iré a buscarlas en cuanto vuelva Bianchon.

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