-¿Y si no vienen?
-repitió el anciano sollozando-. ¡Oh, si no vienen, estaré muerto de rabia,
porque siento que la rabia se apodera de mí! En este momento veo mi vida
entera, he sido engañado; ellas no me quieren ni me han querido nunca, bien
claramente lo desmuestran. Si no han venido ya, no vendrán, y cuanto más lo
piensen, menos se decidirán a causarme este pequeño goce. Las conozco; nunca
han sabido adivinar ni mis penas, ni mis dolores, ni mis necesidades, y tampoco
adivinarán mi muerte. Ni siquiera han conocido mi cariño. Sí, ahora lo
comprendo; para mis hijas, su costumbre de desgarrarme las entrañas quitó valor
a todo lo que yo hacía por ellas. Si me hubieran pedido que me arrancara los
ojos, yo les habría dicho: “Arrancádmelos.” Soy demasiado estúpido. Ellas creen
que todos los padres son como el suyo. Es preciso hacerse valer siempre. Sus
hijos me vengarán. Pero, ¡si ellas mismas deberían estar interesadas en venir
aquí! Adviértales usted que comprometen su agonía, que cometen todos los
crímenes con uno solo. Corra usted; dígales que el no venir es parricidio. ¿No
han cometido bastantes crímenes sin añadir este? Grite usted como yo: “¡Eh,
Nasia! ¡Eh, Delfina! ¡Venid a ver a vuestro padre que ha sido tan bueno con
vosotras y que sufre!” Nada, nadie. ¿Moriré, entonces, como un perro? He aquí
mi recompensa: el abandono. Son unas infames, unas desalmadas. Yo las abomino,
las detesto, las maldigo, y por la noche me levantaré de la tumba para
maldecirlas, porque, en fin, amigos míos, ¿tengo yo la culpa? Ellas se portan
muy mal. ¡Eh! ¿Qué he dicho? ¿No me ha anunciado usted que Delfina estaba aquí?
Es la mejor de las dos. Eugenio, usted es mi hijo, ámela, sea un padre para
ella. La otra es muy desgraciada. ¿Y sus fortunas? ¡Ah, Dios mío! ¡Yo muero!
¡Sufro demasiado! Córtenme la cabeza y déjenme solamente el corazón.
-Cristóbal, vaya usted a
buscar a Bianchon y tráigame un cabriolé -exclamó Eugenio aqsustado al ver el
carácter que tomaban las quejas y los gritos del anciano-. Mi buen papá Goriot,
voy a buscar a sus hijas y se las traeré.
-¡A la fuerza! ¡A la
fuerza! ¡Llame usted a la tropa, a los gendarmes! ¡Todo, todo! -dijo dirigiéndole
a Eugenio una última mirada en la que brilló la razón-. Diga usted al gobierno
y al juez que me las traigan, que yo lo quiero.
-Pero usted las ha
maldecido.
-Eh, ¿quién ha dicho eso?
-respondió el anciano estupefacto-. Usted sabe que yo las quiero, que las
adoro. Si las veo, me curo, me pongo bueno. Corra usted, vecino mío, hijo
querido, corra; yo quisiera pagarle este favor; pero sólo puedo prodigarle las
bendiciones de un moribundo. ¡Ah, quisiera al menos ver a Delfina para decirle
que lo recompense! Si la otra no puede venir, tráigame usted a esta, que no la
amará usted más si no viene: lo quiere a usted tanto que vendrá. ¡Agua, mis entrañas
arden! Pónganme algo en la cabeza. ¡Ah, la mano de mis hijas me curaría, lo
comprendo! ¡Dios mío, ¿quién recobrará su fortuna si yo me voy? Quiero ir a
Odesa por ellas, a Odesa, para hacer allí pastas.
-Beba usted esto -dijo
Eugenio, levantando al moribundo con el brazo izquierdo, mientras que con el
derecho le llevaba a,la boca una taza de tisana.
-Usted sí que debe querer
a su padre y a su madre -dijo el anciano estrechando con sus manos
desfallecientes la mano de Eugenio-. ¿Comprende usted lo terrible que es morir
sin ver a sus hijas? Tener sed siempre y no beber nunca: esto es lo que me
ocurre desde hace diez años. Mis dos yernos mataron a mis hijas. Sí, desde que
se han casado murieron para mí. ¡Padres, pedid a las Cámaras que dicten una ley
sobre el matrimonio! En fin, no case usted nunca a sus hijas si es que las
quiere. El yerno es un desalmado que lo mancha todo en la hija. ¡No más
matrimonio! Esto es lo que nos priva de nuestras hijas, obligándonos a morir
sin ellas. ¡Haced una ley acerca de la muerte de los padres! ¡Esto es
espantoso! ¡Venganza! Mis yernos son los que no las dejan venir. ¡Matadlos!
¡Muerte a Restaud, muerte al alsaciano, que son mis asesinos! La muerte, o mis
hijas. ¡Ah, esto se ha acabado! ¡Muero sin ellas! ¡Nasia! ¡Delfina! ¡Vamos,
venid! Vuestro papá sale de…
-Mi buen papá Goriot,
cálmese, vamos, usted está tranquilo, no se agite, no piense más en eso.
-¡No verlas! Esta es mi
agonía.
-Ahora las verá.
-¿De veras? -gritó el
anciano con entusiasmo-. ¡Oh, voy a verlas, oír su voz! Moriré feliz. Bien, sí,
cuando las haya visto, ya no quiero vivir, porque, después de todo, mis penas
iban creciendo. ¡Pero verlas, tocar sus ropas, es bien poco! Pero que sienta yo
algo suyo. Dejadme acariciar sus cabellos… Quiero…
Antes de terminar la
frase, su cabeza cayó sonre la almohada como si hubiera recibido un mazazo y
sus manos se agitaron sobre el cobertor como para tomar los cabellos de sus
hijas.
-Yo las bendigo -dijo
haciendo un esfuerzo-, las bendigo.
Y cayó completamente
desvanecido.
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