La partida del Sargento Cimarrón (2)
A Don Juan se le iba un
color y le venía otro. Frente a la Mulita y al día ya presentado, a él se le
aparecieron otros días, muchos, que todavía no habían nacido y que estaban
esperando turno para entrar en el mundo y cruzar. Desde esta contemplación, el
Peludo quedaba afuera del tiempo. Y Don Juan veía en los tales días a la Mulita
sola, en el abandono más acongojante. Por eso, él le estaba hablando ahora con
una parte mínima de sí. Y el resto, todo él casi, se había vuelto ojos inmensos
contempladores de un tétrico desfile de horas próximas que cada vez eran más
pegajosamente lúgubres.
-¡No, m’hija! No tengo
remordimiento ninguno. Fue en broma, no más, y todo esto no va a ser más que el
susto…
Pero todo lo de delante,
lo que no había llegado aun, seguía apareciéndosele y pasaba a su lado, hacia
sus espaldas. Mas sin el Peludo dentro; y sí con la Mulita, la cual, de pie en
aquella zona que parecía presa de urgida necesidad de ser, empezaba a mirar a
los lados, aterrándose.
-…Cuando le pase algo,
cuentemeló; cuenteseló a su amigo, pero para aliviarse las penas, no para que
la vengue. Bueno, no sea así, no llore más. Usté tiene siempre que aliviarse
conmigo… Yo tengo que ser el descanso suyo…
Y todos aquellos rostros
malvados que desde los más remotos días habían pasado por la azarosa vida de
Don Juan, y todos los duros golpes sufridos y las tragedias que contemplara o
por las que fue mordido, y todas las gotas de lágrimas que vio salpicar
momentos ya irreconocibles; el conjunto entero de desolaciones se había corrido
hacia el presente, llegaba a aquel momento en que rodeados por el campo se
hallaban, y saltando adelante sobre la crecida del amanecer y por sobre los dos,
por sobre él y la Mulita mismos, de súbito se disponía en una perspectiva
empotrada en el porvenir. Y Don Juan la veía a ella, la Mulita, bien paradita a
pies firmes en sus alpargatas blancas, permanecer todavía un instante rígida,
con la cabeza sobre el pecho, en el centro de este día, y girar luego y
mostrarle ahora la puntita del pañuelo en forma de pico, y ponerse en sonámbulo
movimiento, sola, absolutamente sola, avanzando hacia los tétricos que le
esperaban con toda su perdición afuera para seguir, luego, tras ella, y
rodearla y recibir incorporaciones apresuradas entre cuya confusión
remolineaban quepis y entorchados militares, golillas rojas como sangre sin
cuajar, y sobresalían, junto con brazos airados, el hierro de grillos y de
cepos y la acerada refulgencia de los sables…
-¡Tío no me contesta
nada, Don Juan! -temblaba la voz de ella como una varita cogida de abajo y
cimbrada-. Yo me le asomo bien y le hablo. Pero él ni abre los ojos ni se
queja. Cuando le viene el temblor, parece que se quejara. ¡Pero yo no sé…!
La voz parecía surgir sin
hablante atrás cuando Don Juan oía esto y cuando, a su vez, respondía:
-Bueno, no llore así. Él
no se va a morir… Usté va a ver que no…
Las palabras le eran
ahora como los arreboles cuando se deslizan flotantes en una madrugada de
intensa cerrazón que también se desplaza en masa movida por el viento. Todo en
Don Juan se estaba haciendo difuso y sin asidero ante la creciente nitidez de
lo que todavía no existía.
-Y váyase a cuidar a su…
…¿Qué es eso? ¿Por qué
pegan así? ¿Por qué silban y gritan, por qué, en ese día que se ha aparecido
ahora, entre el cielo y la tierra oscura desde el pique como si no tuviera ni
principio ni fin? ¿Por qué se le amontonaban a la Mulita así? Paso, den paso en
este día que ha borrado a los otros para quedar cortado del tiempo, solo,
frente a Don Juan entre la tierra y el cielo. ¿Por qué la asustan a ella, por
qué le silban tan hirientemente a la Mulita, por qué le pegan tanto? ¿No ven
que ha caído, que está entregada? ¡Dejen que se levante, déjenla! No hundirla,
¡no!, bajo esas ramazones y esos troncos y esas piedras grandes como ranchos y
esas aguas, ahora, sin olas, espesas, calientes, con tufo… como de sebo
derretido, que se están ofreciendo, que voluntariamente se están poniendo a
mano. ¡No! ¡No…!
-…Y váyase a cuidar a su
tío que le estará precisando.
Giró ella en silencio.
Giró ella, entonces, y Don Juan la vio quedar en un momento rígida, firme sobre
sus alpargatitas blancas, y alejarse hacia el chilcal mostrando ahora el ángulo
gracioso de su blanco pañuelo, como un pico inclinado hacia arriba, porque la
Mulita llevaba la cabeza hundidísima en el pecho. La inmensidad del campo, a
medida que la recibía, la iba haciendo más sola.
Casi junto con el blancor
del calzado se perdió la pollera azul marino entre los pastos que separan el
llano de las chilcas. Permaneció bogando en aquel mar verde -ahora bien verde-
la blanca bata que ya iba a un lado ya a otro, y bajaba y subía otra vez por
las sinuosidades del escueto sendero entre los primeros arbustos. Después, sólo
el pañuelo que le envolvía la cabeza y que, ahora invisiblemente anudado al
cuello, mostraba sí el ángulo gracioso. Y, casi en seguida, sólo quedó el
chilcal bajo la diáfana luminosidad que el sol (despegado por fin del nuberío
que le había querido sofocar el fuego) difundía radiante.
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