(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Sobre una loma que
permite observar el paisaje fluvial, en el siglo XVIII, el inmigrante ibérico
Juan de Narbona construyó en un predio de 30 hectáreas limitado por los Arroyos
Las Víboras, Sauce y Polanco, un aserradero de monte nativo, una Calera y un
Casco de Estancia. La construcción cuenta con un espigado mirador, amplias
habitaciones extendidas a lo largo de una galería, una Capilla, un oratorio y
celdas para esclavos, que rodean un ancho espacio rectangular, al que se accede
por un portón de rejas. Los interiores están revestidos de finas artesanías de
madera y el techo de tejas musleras, así llamadas por haber sido realizadas por
los esclavos con sus muslos.
En el altar del
templo resalta la Virgen de la Candelaria. En su sótano está el sepulcro y el
comienzo de una galería secreta de tres kilómetros de largo y dos metros de
alto, que desemboca en el Arroyo Las Víboras, justamente en el lugar adonde
desembarca la Compañía de Infantería enviada por Michelena. Rápidamente, cerca
de un centenar y medio de soldados españoles irrumpe en las construcciones, que
están protegidas, por su carácter estratégico, por alrededor de ochenta
orientales comandados por los Capitanes Francisco Bicudo, Gregorio Illescas y
Casimiro Camacho. Los dos bandos chocan en el patio de la estancia, pero la
inferioridad numérica y el sistemático bombardeo que dirige Michelena desde el
Bergantín “Cisne “, obliga a los orientales a huir al monte para reagruparse.
Retornan a las dos horas con sesenta soldados más comandados por Félix Rivera y
expulsan a los españoles, que procuran reembarcarse. Haciendo un último
esfuerzo, Bicudo, desafiando la artillería enemiga, hiere de bala y aprisiona a
un soldado que portaba adornos sustraídos de la Capilla.
-Tuvieron la
villanía de robar hasta la Corona de la Virgen y ornamentos de decir misa y le
rompieron un brazo al niño Dios -denuncia Bicudo a Pedro Viera, cuando días después
se reúnen en el campamento de Paso de la Paraguaya, en San Salvador.
Inmediatamente
Viera ordena traer ante su presencia al prisionero. Está conmocionado por los
informes de las arbitrariedades que hacen los españoles. Cuando lo tiene ante
sí lo interroga:
-¿Cuál es el
destino de los buques?
-La bajada de
Santa Fe -responde escuetamente el prisionero. Está nervioso. Es consciente de
que ha participado en abusos y teme las consecuencias.
-¿Quiénes son las
cabezas?
-El Comandante del
Bergantín es Michelena. En él venía también Antonio Villalba, el Alcalde de las
Víboras y Don Andrés Barrera, también de Las Víboras. Estos son cabezas de los españoles
que hicieron fuga.
Viera retiene este
último nombre. El vecino Alejo Torres al día siguiente de la batalla de
Narbona, le informó que la tropa de Michelena, entre la que está Barrera, le incautó
a la fuerza carne y otros alimentos. Hay que impedir que continúen los asaltos
y por eso, una vez retirado el prisionero ordena a sus subalternos.
-He tomado
determinación de que se retire de las costas a todo el vecindario y caballada,
para por este medio evitar que el enemigo tenga auxilios.
Deberá informar a
las autoridades su resolución. Lo enoja no poder avanzar.
-Por todo esto no
puedo pasar adelante hasta que llegue refuerzo de tropa -protesta.
***
Al campamento
llegan también buenas noticias. Corre el rumor de que los capitanes Francisco
Montes Larrea y Manuel Artigas están por arribar a Capilla Nueva de
Mercedes. Este último es el primo
hermano de José Artigas y lo precede una bien ganada fama.
-El patriota
Manuel Artigas solo bastaría para acabar la guerra en poco tiempo -exagera
Francisco Bicudo, cuando se entera.
-Es un patriota de
miras elevadas -asiente por su parte Jacinto Gallardo.
Viera es informado
de lo que habría comentado Don Manuel.
-Parece que dijo
que deja en Paysandú a Don José Artigas, con trescientos hombres y que llegará el
treinta a Capilla Nueva; que Don Martín Galain se halla en Fray Bentos con
quinientos hombres y que en Nogoyá las tropas que salieron de esa Capital y que
es en número de mil seiscientos hombres, en breves días llegarán.
Perico, contento,
ensaya unos pasos de baile. Pensar que todo comenzó para él en Mercedes hace de
esto muy poco tiempo, entre las espinas del Monte de Asencio. Una corriente de
aire sacude una rama en la que unos tordos reposan. Es el otoño que principia y
el verano que se va.
***
El pincel del
otoño decora de dorado la fina piel de las hojas, que finalmente caen empujadas
por el viento. Con el equinoccio de marzo una pronunciada metamorfosis gana a
la naturaleza, la temperatura empieza a descender y comienzan las cosechas.
Todo cambia. En los arenales de la costa los frutos de las anacahuitas van
mutando del amarillo al púrpura, parecen querer competir con los apretados
ceibales de los montes ribereños, adonde casi al final del verano todavía se
pueden recolectar, envueltas entre flores rojas, las oscuras semillas. Los cardos
pierden su, por lo general, abundante floración nocturna y entre los animales el
Venado de campo, el Guazubirá y el Aguará Guazú, inician su ciclo reproductivo.
Las aves emprenden la migración formando ciclópeas flechas en el cielo, sus
chillidos a la distancia entristecen los espíritus de los hombres y las mujeres,
que sienten en su quehacer cotidiano los cambios. Ya no tienen que protegerse
de los soles incandescentes y aprontan nuevas vestimentas y comidas. Llega el
momento en que la tierra se pone pródiga en aceitunas, duraznos, damascos,
papas, zapallos y otras especies. Como no puede ser de otra manera, el
advenimiento del otoño es comentado en cocinas y almacenes, en las pulperías y
en la Iglesia, pero, esta vez a Mercedes la nueva estación le obsequia buenas noticias:
a dos leguas del caserío hay una avanzada de cincuenta soldados del Regimiento
de Pardos y Morenos, encabezada por Miguel Estanislao Soler. Ramón Fernández va
a su encuentro.
-Vengo comisionado
por los informes de los males que tengo entendido están amenazando a un crecido
número de patriota -informa Soler luego de los saludos de cortesía.
Fernández
inmediatamente reúne a los más prominentes del vecindario. El recién llegado les
explica que ha sido enviado por Martín Galain, que está a unas leguas de ahí,
para proteger a los pobladores. Estos luego de escucharlo, reclaman un Jefe que
imponga orden y sosiego y le exigen que asuma como comandante y permanezca con
ellos.
-No puedo,
absolutamente, por las órdenes con que me hallo de atender otro punto -es su
primera reacción.
Pese a que Soler está
formado en el ámbito militar y a que combatió durante las invasiones inglesas,
es un hombre débil, vacilante, presionable, que porque conoce los vericuetos de
la política porteña siempre está pendiente de lo que dicen los superiores. Por
eso se resiste al principio, pero la presión es mucha y no tiene otra
alternativa que hacerse cargo momentáneamente de la comandancia, por lo menos
hasta la resolución definitiva del problema. Y con Ramón Fernández y los
vecinos inmediatamente rumbea hasta el campamento distante seis leguas, para conversar
con Galain, su superior inmediato. Es de noche. La pequeña delegación llega a
la hora de las oraciones y es recibida por los oficiales y la tropa, con un
generalizado aplauso. Pero ni bien comienzan los jefes a discutir el futuro
político de Capilla Nueva, un alboroto los interrumpe. Es un chasque que llega a
todo galope. Ha sido enviado por el Comandante Militar de Soriano, Don
Celestiano Escalada, porque fueron detectadas las naves de Michelena avanzando
sobre la población, con cientos de soldados a bordo
-Cuatro buques de
guerra hacen fuerza de entrar al puerto, pedimos que nos auxilien los jefes de
estas tropas -transmite el chasque a Soler.
-No me asisten los
conocimientos necesarios, pues no sé la posición de Soriano, ni menos la del
Puerto, pero atendiendo a las relaciones que prontamente me den, tomaré las
providencias -responde Soler.
E inmediatamente
ordena a quienes lo acompañan:
-¡Dispongan de
doscientos hombres armados regularmente, con sus oficiales!
***
Es una marcha
forzada: deben llegar antes de que sea demasiado tarde, pero la penumbra
entorpece el viaje. A Villa Soriano la protege naturaleza. La rodean barrancos
y bosques de cardos y una intransitable ciénaga de una legua de extensión: desde
aquel lugar las tropas de Soler divisan las luces del pueblo y escuchan el
ladrido feroz de los perros. La única forma de ingresar es un pasadero o
calzada difícil de encontrar cuando no hay luz: el puente y la población están
unidos por un camino llano y arenoso de media legua de largo. A las diez menos
cuarto las tropas arriban a la Villa e inmediatamente Soler se informa de sus particularidades
y de los lugares que puedan ser ocupados en forma ventajosa. Su primera medida
es distribuir algunas partidas de observación para recabar información sobre el
rumbo de los barcos.
-Quiero asegurarme
de la decidida intención de desembarcar -explica.
A la derecha del
puerto y fondeadero embosca a dos oficiales y cincuenta hombres, bajo el mando
de Venancio Benavidez, para que proteja la posición hasta nueva orden. A la
izquierda y bajo sus órdenes, a dos oficiales más y otros cincuenta
combatientes, que son escoltados por un ayudante y soldados del Regimiento de
Pardos. En el poblado queda el resto de la gente y un cañón de artillería bajo
el mando de Ramón Fernández.
-Por estar montada
sobre cuatro ruedas, a la trusca, no nos va a ser muy útil -rezonga el militar.
Soler estudia la
situación. Frente suyo, anclada y con los cañones alineados y prontos amenaza
la poderosa expedición española comandada por Michelena. A esa altura, el Río
Negro tiene más o menos una milla de ancho, lo que facilita la huída del
enemigo. En el puerto no hay barrancos, ni pantanos, ni playas arenosas, que
puedan entorpecer, por lo menos mínimamente, un desembarco. Unas seiscientas
varas lo separan del pueblo, pero el terreno está salpicado de propiedades que
pueden ser asaltadas y sus dueños corren peligro en caso de un ataque. Un grito
lo saca de sus cavilaciones, es que de las naves baja alguien a parlamentar.
Pide hablar con Celedonio Escalada, pero Soler decide que vaya el Capitán
Francisco Montes y Larrea escoltado por cuatro soldados de su regimiento.
El encuentro es
tenso. En nombre de Michelena, el enviado con voz altanera transmite:
-Noticioso que en
la actualidad tiene Don Miguel Soler el mando político y militar de esta Villa
y su distrito, le incluyo esta proclama para que la circule a los demás jefes
que mandan y a los vecinos que se hallan reunidos, para que no aleguen
ignorancia.
Dando un paso
adelante el militar español entrega un oficio y describe en voz alta su
contenido.
-Ordena Michelena
que de no avenirse ustedes a la razón, serán responsables ambas majestades, de
los males que sobrevendrán a los habitantes de esta población y que se ve en la
dolorosa precisión de que hoy en día sufran los monstruosos estragos de la
guerra. Para la resolución los superiores y el vecindario, solo tienen dos
horas, debiendo entregar las armas en dicho tiempo en la ribera de este
fondeadero.
Con el ultimátum
en la mano, el Capitán Larrea llega adonde está Soler y sus colaboradores,
quienes rápidamente redactan una respuesta. De nuevo frente al enviado de
Michelena, Larrea lee en voz alta el documento firmado por Miguel Soler.
-Las armas de la
patria, depositadas en hombres que tan dignamente las sostienen, no pueden ni
deben rendirse, máxime cuando defienden la más justa de las causas: por lo
tanto las amenazas de Vuestra Señoría nada intimidan a una porción de patriotas
esforzados y de tropas aguerridas que tengo el honor de mandar y con las que
perderé cada gota de sangre en honor de mi patria.
La fuerte voz del
capitán truena en la bóveda silvestre y fortifica los ánimos de las tropas que
defienden la Villa. A nadie escapa lo que de aquí en más ocurrirá. Es el
comienzo de las hostilidades. Para no olvidarse, Soler anota en unos papeles:
cuatro de abril de 1811.
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