Agonía del Peludo (3)
Entonces, junto al ahora
jadeante overito de riendas por el suelo, las cosas recobraron para ella su
poder de presentarse. Vio el palenque, vio el horno, vio un macizo de achiras,
vio el barril de rastra, vio el palo a pique del viejo corral en abandono, y
vio -¡ah, mejor no haberlas viso!- vio, sí, las ferrugientas carabinas que
sostenían entre las piernas dos milicianos más (el Soldado Cuzco Barcino y el
Soldado Macá) sentados en las raíces del ombú, entre tres caballos maneados,
los quepis patibulariamente hasta los ojos.
-¡Pero usté es ciega!
¿Pero usté quiere pasar por arriba de la autoridá?
El Sargento Cimarrón
siguió con unas cuantas airadas frases; mas no para acentuar los reproches
sino, precisamente, por ver si de ese modo podía recobrar la violencia inicial
que, con la siguiente estupefacción, se le atenuaba a ojos vistas al observar
el susto de la Mulita. Así:
-¡Aquí hay que respetar!
-agregó.
Repuso:
-¡Usté no es quién para…!
Pero al final, todo le
salía tan como susurro, que el policiano calló y permaneció en contemplación de
la cabeza abatida que tenía delante.
-¿Pero y esta, me va a
decir usté, es la gran criminal, la instigadora del desmán, la que codicia la
herencia de su tío? -hacía surgir en el marote del Sargento aquella presencia
de pañuelo en pico, de bata blanca y de pollera azul-. ¿Pero no me le estarán
armando una trampa entre el Comisario y el dependiente, aprovechando la
fechoría de Don Juan? -abríale, por su cuenta y riesgo, en la mente de certera
intuición.
Con un esfuerzo trató de
reponerse, no tanto por volver a hacerse cargo de la situación como para parar
en seco el tropel de interrogantes que le hacía trastabillar el majín que ya no
le daba abasto.
-Bueno, ¿y en qué
quedamos? ¿Usté, me va a decir, es muda? -halló que era lo mejor decir. Y lo
dijo, en efecto, pero casi implorante.
La Mulita alzó la vista.
-Pero ¿y qué pasa, señor?
Digamé, ¿y la curandera?
-Esperándola estamos. Hay
que interrogarla. Yo probé el mate que había dejado en la mesa de la cocina y
vi que, frío y todo, todavía estaba nuevo. De eso colijo que la han venido a
buscar de apuro para ver a alguno que le ha dado algún mal de golpe… o que se
les ha agravado a los dolientes… o que… vaya a saber lo que le ha pasado. Ya
ahí, no es incumbencia de nosotros. No se le va a exigir a la policía que,
además de ser policía, que ya bastante tiene con eso, también sea bruja.
-¿Y ahora qué hago, sin
ella? Mi tío se ha atrasado mucho… Y digamé: ¿y Don Juan?
-¿Pero usté tiene el
valor de preguntar por Don Juan a la misma autoridá? ¿Pero usté no ve que así
se hunde sin remedio? ¿Pero usté no ve?
El tono crecientemente
acongojado del Sargento hizo cambiar a la Mulita por otro miedo más
sobrecogedor, el miedo que hasta allí la poseyera.
El Sargento lo advirtió.
Por su parte cada vez más en ascuas, trató de tranquilizarla.
-Usté ha tenido un mal
momento. Eso le pasa a cualquiera. Pero hay que zafarse del embrollo. Ahora
usté debe tratar de no echarse tierra encima. Yo no le voy a decir lo que usté
tiene que hacer, porque no soy un particular. Yo no me pertenezco. Tengo mis
jefes y tengo mi disciplina. Además, usté comprenderá que si yo fuese otro, con
los gritos que le pegué ya estaba cumplido. Y si fuese, no ese otro que le dije
sino otro más, muy distinto, me la llevaba presa o, a lo mejor, la dejaba
mansita, para no descubrirle el peligro, y le pasaba el dato al Comisario de
que usté andaba atrás de Don Juan. Y la echaba a usté más al medio de lo que
está.
La Mulita, otra vez de
cabeza gacha, se iba helando. Recién cuando pudo levantar la vista fue que interrogó
con angustia:
-¿Pero qué le pasa a Don
Juan? ¡Digameló, por favor! ¡Y digamé dónde podré procurar a la curandera!
-¡M’hija! -cuchicheó el
Sargento con tono a duras penas persuasivo porque la conmiseración desesperada
hacía presa en él. -¡Escúchemé! Si usté no me escucha, es inútil que yo le esté
hablando hasta la noche. Usté debe darse cuenta que tiene a un Sargento
delante; que ese superior ha venido aquí al frente de dos subordinados. Y que
esos tropas, por poco curiosos que sean, deben estar queriendo oír hasta con la
ropa. ¿No me está viendo a ese soldado Macá con el quepis como arriba de un
palito, de tan estirado que la intriga le ha puesto el cogote? Piense que en
cuanto pesquen cómo yo la estoy tratando a usté, peligra que ahí no más le
vayan con el cuento al Comisario Tigre, y yo me ligo una estaqueada y, arriba
de todo, me dan de baja. Usté no se da cuenta de lo que es ser Sargento. La gente
lo respeta a uno, se emboba mirándolo pasar a caballo, y, más, si va con
escolta… Pero nadie se hace cargo de lo que esto cuesta. Es como andar entre
espinas, mire… ¡O peor! Como en el circo caminar arriba del alambre, así es.
Entre la cabeza y el corazón él tiene que levantar una manguera de piedra. Yo
me acabo de poner de este lado de acá, del lado de usté. Y del lado de allá,
están esos dos milicos y una infinidá más de ellos y el Comisario y la
Comisaría y, si seguimos, está el Coronel Puma, que es el Jefe Político, y, más
atrás, está el Gobierno de la patria, con su Estado Mayor, en el medio justo de
una red de más Comisarías y más Comisarios y más policías y tropas de línea,
también: caballería, infantería, artillería. ¡Dese cuenta usté qué juego! Yo
voy a boliar la pierna otra vez, porque es mi deber hacerlo, y a ocupar mi posición
del lado de allá de usté, separándomelé, como corresponde (…)
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