lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (32)


Agonía del Peludo (3)

Entonces, junto al ahora jadeante overito de riendas por el suelo, las cosas recobraron para ella su poder de presentarse. Vio el palenque, vio el horno, vio un macizo de achiras, vio el barril de rastra, vio el palo a pique del viejo corral en abandono, y vio -¡ah, mejor no haberlas viso!- vio, sí, las ferrugientas carabinas que sostenían entre las piernas dos milicianos más (el Soldado Cuzco Barcino y el Soldado Macá) sentados en las raíces del ombú, entre tres caballos maneados, los quepis patibulariamente hasta los ojos.

-¡Pero usté es ciega! ¿Pero usté quiere pasar por arriba de la autoridá?

El Sargento Cimarrón siguió con unas cuantas airadas frases; mas no para acentuar los reproches sino, precisamente, por ver si de ese modo podía recobrar la violencia inicial que, con la siguiente estupefacción, se le atenuaba a ojos vistas al observar el susto de la Mulita. Así:

-¡Aquí hay que respetar! -agregó.

Repuso:

-¡Usté no es quién para…!

Pero al final, todo le salía tan como susurro, que el policiano calló y permaneció en contemplación de la cabeza abatida que tenía delante.

-¿Pero y esta, me va a decir usté, es la gran criminal, la instigadora del desmán, la que codicia la herencia de su tío? -hacía surgir en el marote del Sargento aquella presencia de pañuelo en pico, de bata blanca y de pollera azul-. ¿Pero no me le estarán armando una trampa entre el Comisario y el dependiente, aprovechando la fechoría de Don Juan? -abríale, por su cuenta y riesgo, en la mente de certera intuición.

Con un esfuerzo trató de reponerse, no tanto por volver a hacerse cargo de la situación como para parar en seco el tropel de interrogantes que le hacía trastabillar el majín que ya no le daba abasto.

-Bueno, ¿y en qué quedamos? ¿Usté, me va a decir, es muda? -halló que era lo mejor decir. Y lo dijo, en efecto, pero casi implorante.

La Mulita alzó la vista.

-Pero ¿y qué pasa, señor? Digamé, ¿y la curandera?

-Esperándola estamos. Hay que interrogarla. Yo probé el mate que había dejado en la mesa de la cocina y vi que, frío y todo, todavía estaba nuevo. De eso colijo que la han venido a buscar de apuro para ver a alguno que le ha dado algún mal de golpe… o que se les ha agravado a los dolientes… o que… vaya a saber lo que le ha pasado. Ya ahí, no es incumbencia de nosotros. No se le va a exigir a la policía que, además de ser policía, que ya bastante tiene con eso, también sea bruja.

-¿Y ahora qué hago, sin ella? Mi tío se ha atrasado mucho… Y digamé: ¿y Don Juan?

-¿Pero usté tiene el valor de preguntar por Don Juan a la misma autoridá? ¿Pero usté no ve que así se hunde sin remedio? ¿Pero usté no ve?

El tono crecientemente acongojado del Sargento hizo cambiar a la Mulita por otro miedo más sobrecogedor, el miedo que hasta allí la poseyera.

El Sargento lo advirtió. Por su parte cada vez más en ascuas, trató de tranquilizarla.

-Usté ha tenido un mal momento. Eso le pasa a cualquiera. Pero hay que zafarse del embrollo. Ahora usté debe tratar de no echarse tierra encima. Yo no le voy a decir lo que usté tiene que hacer, porque no soy un particular. Yo no me pertenezco. Tengo mis jefes y tengo mi disciplina. Además, usté comprenderá que si yo fuese otro, con los gritos que le pegué ya estaba cumplido. Y si fuese, no ese otro que le dije sino otro más, muy distinto, me la llevaba presa o, a lo mejor, la dejaba mansita, para no descubrirle el peligro, y le pasaba el dato al Comisario de que usté andaba atrás de Don Juan. Y la echaba a usté más al medio de lo que está.

La Mulita, otra vez de cabeza gacha, se iba helando. Recién cuando pudo levantar la vista fue que interrogó con angustia:

-¿Pero qué le pasa a Don Juan? ¡Digameló, por favor! ¡Y digamé dónde podré procurar a la curandera!

-¡M’hija! -cuchicheó el Sargento con tono a duras penas persuasivo porque la conmiseración desesperada hacía presa en él. -¡Escúchemé! Si usté no me escucha, es inútil que yo le esté hablando hasta la noche. Usté debe darse cuenta que tiene a un Sargento delante; que ese superior ha venido aquí al frente de dos subordinados. Y que esos tropas, por poco curiosos que sean, deben estar queriendo oír hasta con la ropa. ¿No me está viendo a ese soldado Macá con el quepis como arriba de un palito, de tan estirado que la intriga le ha puesto el cogote? Piense que en cuanto pesquen cómo yo la estoy tratando a usté, peligra que ahí no más le vayan con el cuento al Comisario Tigre, y yo me ligo una estaqueada y, arriba de todo, me dan de baja. Usté no se da cuenta de lo que es ser Sargento. La gente lo respeta a uno, se emboba mirándolo pasar a caballo, y, más, si va con escolta… Pero nadie se hace cargo de lo que esto cuesta. Es como andar entre espinas, mire… ¡O peor! Como en el circo caminar arriba del alambre, así es. Entre la cabeza y el corazón él tiene que levantar una manguera de piedra. Yo me acabo de poner de este lado de acá, del lado de usté. Y del lado de allá, están esos dos milicos y una infinidá más de ellos y el Comisario y la Comisaría y, si seguimos, está el Coronel Puma, que es el Jefe Político, y, más atrás, está el Gobierno de la patria, con su Estado Mayor, en el medio justo de una red de más Comisarías y más Comisarios y más policías y tropas de línea, también: caballería, infantería, artillería. ¡Dese cuenta usté qué juego! Yo voy a boliar la pierna otra vez, porque es mi deber hacerlo, y a ocupar mi posición del lado de allá de usté, separándomelé, como corresponde (…)

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