domingo

EL GRAN POETA DE LOS TÍTERES


A cien años del nacimiento de Javier Villafañe, el arte del titiritero que recorrió los caminos de América en un carromato se renuevaen sus herederos

¿Por qué un títere, que no es ni más ni menos que un muñeco, puede conmovernos profundamente? ¿Qué es lo que tiene que lo hace humano sin serlo? O mejor: ¿qué secretos esconde el arte del titiritero que una y otra vez, en un pueblo perdido al que se llega por caminos de tierra, en el patio de un colegio o en el teatro de una gran ciudad, convoca a niños y adultos a reunirse en torno a historias y personajes que suelen calar hondo en el corazón de los espectadores?
Recordar a Javier Villafañe, a cien años de su nacimiento -un 24 de junio de 1909-, no es sólo evocar al titiritero que creó La Andariega, un carromato con títeres con el que recorrió los caminos de América; es también reflexionar sobre el arte de este mago que les daba tanto aliento a sus muñecos que siempre había un momento en que el títere dejaba de obedecer a la mano que lo conducía para cobrar vida propia e imponerse, incluso, al propio titiritero. Ariel Bufano, discípulo dilecto de Villafañe, nos contaba en sus clases del Teatro Labardén, en la vieja casona de Garay y Solís, que el títere emociona porque el público no espera que un muñeco lo conmueva. Y cuando el titiritero ama a su títere, cuando lo conoce de verdad, cuando el personaje no está animado únicamente por una mano diestra sino que es el alma del titiritero y su cuerpo lo que lo conduce, la interacción es tan potente que ya no se distingue entre uno y otro.
Es probable que la primera escuela de Javier Villafañe haya sido la de las representaciones del teatro de marionetas que actuaba en el Jardín Zoológico de Buenos y que durante treinta años dirigió Dante Verzura. En aquellas funciones desfilaban el Fausto y Margarita, de Goethe, como así también criaturas nacidas de las plumas de Andersen, Grimm y Perrault. Pero el impacto más fuerte, el mismo Villafañe lo contó en varias oportunidades, fue encontrarse con el grupo de títeres de la Boca, animados por Don Bastián de Terranova y su mujer, Carolina Ligotti, ambos descendientes de una familia que cultivaba el arte de las marionetas.
Para el joven Javier la suerte estaba echada. Instaló su primera carreta en un baldío del barrio de Belgrano y en la preparación del teatro ambulante, en los decorados, pinturas y muñecos intervinieron Emilio Pettoruti, Horacio Butler, Raúl Soldi, Héctor Basaldúa y Líber Fridman. En 1935 debutó el teatro ambulante de marionetas La Andariega. El escenario era la parte trasera de la carreta y la iluminación la daban los faroles de querosén colgados de las ramas de los árboles. Javier tenía 26 años y ya escribía cuentos infantiles, textos poblados por animales, fantasmas, niños y títeres. Cuentos que hoy resultan deliciosos, como los reunidos en Los sueños del sapo (Hachette), Historias de pájaros (Emecé), Circulen, caballeros, circulen (Hachette), Cuentos y títeres (Colihue), El caballo celoso (Espasa-Calpe), El hombre que quería adivinarle la edad al diablo (Sudamericana), El Gallo Pinto (Hachette) y Maese Trotamundos por el camino de Don Quijote (Seix Barral). Al leer muchos de ellos, el lector tiene la sensación de verosimilitud que imponen las historias fantásticas cuando están bien narradas. Ocurre que para Javier Villafañe el títere era todo menos un objeto inanimado. Les hacía preguntas a sus títeres y tenía la certeza de que había eco en ellos. Una vez sostuvo que cada títere no puede dejar de ser el personaje que es y que él los espiaba adentro de la maleta. Habló de María y Juan, dos títeres enamorados, y añadió que él estaba seguro de que un día los pescaría haciendo el amor. Para Villafañe el títere era la vida misma. El compromiso con su trabajo era total y así lo transmitía. Por eso fue el maestro de toda una generación. A tal punto creía en sus muñecos que una vez le escribió una carta a Alfredo Palacios para recriminarle haber insultado a un conservador llamándolo títere. En esa carta le decía al dirigente socialista que no se podía utilizar la palabra títere como una expresión peyorativa, denigrante, porque significaba lo contrario: dignidad, y que comparar a un títere con un hombre iba en beneficio del hombre.
"¡Público! ¡No te asustes, público! Verás a un fantasma que ríe y camina como el más auténtico de los fantasmas y habla la difícil y enmarañada lengua de la fantasmería." Las frases cambiaban, pero el Maese Trotamundos fue el gran compañero de Javier. No ocurrió lo mismo con los caballos que arrastraban el carromato, primero fue Guincha y le siguieron Miserias, Firme, Conde y más tarde fue la yegua Mariposa quien tiró de ese carro que le servía de vivienda, escritorio y, por supuesto, de teatro de títeres. Y si bien los primeros destinos de La Andariega fueron los pueblos de la provincia de Buenos Aires, Luján el primero, pronto sus emblemáticos títeres conocerían los caminos de Venezuela, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia. Y más tarde, la ex Unión Soviética, Alemania, Bélgica, Suecia, Finlandia y España. Quizá cuando compartió la mesa en Buenos Aires con Federico García Lorca, empezó a planear una de sus aventuras más singulares: la de seguir las huellas del Rocinante de Don Quijote a lo largo de la Mancha. Y así, en plazas, atrios de iglesias, escuelas y calles, el Maese Trotamundos presentaba a su compañía proveniente de lugares remotos. Ya en aquella época Javier Villafañe enseñaba que vagabundo es el que va por los caminos, una especie de sabio que recorre el mundo, no huyendo de sí mismo sino encontrándose con los otros sin planes previos, buscando por medio de la magia del arte y de los muñecos crear puentes con el público desconocido y abrir siempre ventanas a la imaginación. Puede ser la historia del caballo que perdió la cola o los sueños del pobre sapo que vive solo cerca de la laguna, pero narrada por Javier la historia crecía de manera imprevista. De la misma forma sus muñecos salían de los límites del escenario para vivir en la fascinación que ejercían en niños y adultos. Su arte era siempre vivo, un acontecimiento que después de su muerte, el 1° de abril de 1996, sólo podemos transmitir de boca en boca. Porque la belleza poética de sus puestas en escena no provenía sólo de quien conoce su oficio. Javier tenía el don del talento. O tal vez el talento era del gran Maese Trotamundos que, como Don Quijote, recorría los caminos sobre la misma montura.
El arte de los titiriteros es muy antiguo. Y Javier Villafañe estudió los derroteros de la profesión. Supo combinar distintas técnicas e incluso mostró un notable conocimiento de la historia del género. Los títeres que se encontraron en la antigua Grecia formaban parte de las compañías que se presentaban en las moradas aristocráticas de Atenas. Así los describe Aristóteles:
El Soberano dueño del Universo no tiene necesidad de numerosos ministros, ni de resortes para dirigir todas las partes de su inmenso imperio. Le basta un acto de su voluntad: de la misma manera, esos que manejan los títeres no tienen más que tirar de un hilo, para poner en movimiento la cabeza o la mano de esos pequeños seres, después sus hombros, sus ojos, y algunas veces todas las partes de su persona, que obedecen pronto con gracia y medida.
Es evidente que los títeres han tenido un lugar central en la historia del teatro. Creadores como Javier Villafañe o Ariel Bufano exploraron a fondo las diversas posibilidades que ofrece el arte de las marionetas. El Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín es un ejemplo de rigor profesional, excelencia y riesgo estético. Los títeres ya no excluyen a los adultos. Máscaras, piolines y objetos se integran en diversas puestas en escena. Un conjunto como El Periférico de Objetos indagó con admirables resultados en las relaciones entre los títeres, los actores y el público. Directores como Eva Halac, Emilio García Whebi y Juan Carlos Gené, entre muchos otros, advirtieron que el títere se mueve entre el juguete y la escultura, puede parecer inocente e inofensivo, pero también aterrador y siniestro.
En la puesta en escena de La sombra de Federico, la obra de Eduardo Rovner y César Oliva que se presenta en estos días en el teatro San Martín, los títeres se incorporan de manera fluida. El texto convoca fantasmas de contornos difusos. A García Lorca lo mataron por poeta y por homosexual, dos cosas que ninguna dictadura tolera. Para dar vida a ese universo enrarecido resultaron indispensables los títeres que Adelaida Mangani imaginó en el espacio escénico. Porque el muñeco no sólo representa, como lo hace el actor, sino que al tratarse de un elemento de las artes plásticas, su contundencia es todavía mayor. Los muñecos son el personaje, no lo construyen.
Una mirada sobre los espectáculos y los nombres citados muestra que todos los titiriteros tienen algo de Villafañe. De manera sutil, su presencia sigue iluminando la cartelera porteña.
Ahora bien, si alguien cree que los títeres son inofensivos se equivoca. Si fueran inocuos, Javier Villafañe no habría marchado al exilio en 1967, después de que la dictadura de turno prohibió Don Juan el zorro. El forzoso alejamiento del país fue una suerte para los venezolanos, ya que en su nuevo destino, Villafañe no sólo fundó un taller de títeres del que salieron no pocos profesionales, sino que además, fiel a su estilo, recorrió los caminos de Venezuela con otro de sus carromatos.
La estética de Villafañe mezcla y combina diversas disciplinas. No es casual que La Andariega haya nacido junto con un artista plástico: Liberto Fridman. En el programa del jueves 24 de junio de 1937, la función se anunciaba así: "Los títeres de La Andariega, a cargo del escritor Javier Villafañe y del pintor Liberto Fridman".
La Andariega seguía un trayecto caprichoso. No era en absoluto ordenada, no seguía un plan trazado. La Andariega iba a los pueblos que sus caballos elegían y éstos, a decir de Javier, nunca se equivocaron. "Nuestros destinos estaban en sus manos, siempre eligieron la mejor ruta. Nunca teníamos duda de ello." Esta filosofía de la vida habla de la importancia del azar, del dejarse llevar en el camino. De no buscar las cosas, sino esperar que las cosas salgan al encuentro naturalmente. No son temas menores cuando se habla de teatro. Javier Villafañe recolectaba leyendas populares e impulsaba a los niños a que dibujaran durante y una vez concluida la función. Todo eso nutría sus espectáculos.
Los andariegos fabricaban sus propios títeres, telones y escenarios. Javier, además de titiritero, escribía cuentos y teatro para títeres y recopilaba historias contadas por los chicos así como sus dibujos, aquellos que luego ilustrarían sus cuentos. Los niños y los títeres, además de sus viejos amigos los paisajes, fueron sus temas, tal como atestiguan sus cuadernos de viajes y catálogos de la época.
Con el tiempo, lejos de hacerse viejo, Javier se hizo sabio. Nunca soportó rutinas ni aceptó ideas que no surgieran de los intereses del arte. A su velorio, seguramente, concurrieron todos sus muñecos. En "El anciano viajero" escribió: "Toda mi vida fue buscar el lugar donde quería morir. Aún sigo viajando".

(La Nación / 20-6-2009)

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