1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DEL BARRIO 15
Ya no le importaba que los funcionarios estatales todavía no hubieran
pasado a recoger el cadáver de Morales. Poseído por la furia de sobrevivir,
Diego se subió a su moto desobedeciendo la orden directa del Juez de que se
quedara allí. Por qué iba a seguir obedeciendo a un juez que lo estaba matando
al derogar la ley. “Voy a hacer que cambie de opinión o el barrio va a
necesitar un nuevo Juez”, se dijo ya arriba de la moto co0n una mano en el arma
de reglamento.
Aceleró por encima de todas las huellas felices que todos los vecinos
habían dejado anoche bailando en el desfile. Recorrió la calle asfaltada, dobló
a la derecha y llegó hasta las costillas mismas del barrio. Unos metros antes
de llegar al juzgado, frenó en seco el enojo de su moto sin entender qué estaba
pasando: a una mujer de rulos rubios con un pañuelo violeta cubriéndole la cara
se le escapaba la sangre por un costado de el cuerpo. El juez Cortez (tipo
grande y duro) abrazaba agitado a un pichi lleno de rastas negras.
Sólo la madre de Diego sabía que su hijo estaba hecho con dos egos: por
muchos años había gobernado el mismo. Pero hoy era diferente, esta crisis había
provocado que su segundo ego (el más peligroso de los dos) tomara posesión de
su voluntad y todo fue diferente.
Rápidamente notó que el pichi era la amenaza ya que su mano sostenía un
precario corte ensangrentado. Sin vacilar, le reventó el cráneo con un culatazo
haciéndolo caer inconsciente. El juez Cortez, que había sonreído al verlo
(Diego era el encargado de su seguridad personal) repentinamente volvió a ser
tomado por el pánico. ¿Qué hacés? quiso
decirle al policía pero el viento le hizo tragar las palabras.
Una de las cajas que estaba junto a la puerta temblaba tanto que su tapa se
cayó: un ridículo color naranja quedó a la vista. El ego perverso de Diego
sonrió mientras su elevado coeficiente intelectual diagramaba un plan.
Caminó sin apuro hasta la caja, agarró al payaso de un brazo y lo sacó con
facilidad. Una vez que el Payaso estuvo parado, Diego se colocó detrás de él,
le abrazó el cuello como una serpiente y le arrimó la boca al oído. “Hoy le
toca matar a un Juez, viejito”.
Haciendo presión sobre el cuello, colocó el arma entre las arrugadas manos
del Payaso. El caño del arma y la luz de la cámara apuntaban directamente a la
cara negra del juez Cortez. Toda la fuerza y determinación con la que había
manejado su llegada al barrio se había diluido en el miedo y ahora parecía un
animal encandilado. (Debía estar pensando en su familia, en la felicidad o en
alguna de las pelotudeces en las que piensa la gente antes de morir.) Diego lo
sabía porque ya había ayudado a morir a varias personas. Su deficiencia
cardíaca latía sin prisa en su pecho.
-¿Estás pronto, Payaso?
Entre los sollozos del viejo blanco, las carcajadas de Diego se apagaron de
asco. Un calor suave lo hizo soltar al Payaso y verle los pantalones mojados.
-¡Ni para matar otro viejo servís! Me agarrás de buen humor porque tendría
que matarte a vos también.
El Juez se relajó brevemente al ver que Diego se había dado vuelta y ya
hablaba de no matar. Se equivocó. El policía de dos egos giró sobre sus talones
con la destreza de un bailarín y le disparó en el cuello desplomándole la
sangre garganta abajo. El Juez empezó a sentir en la boca ese intenso gusto a
hierro que seguramente tiene la muerte.
Lo que acababa de hacer no tenía ningún sentido: sin saberlo el brillante
policía había sido manipulado por un viejo ricachón a varios quilómetros de
ahí. Dejando un cadáver viejo y negro, otra cadáver fuerte y hermosa, un cuerpo
hediondo inconsciente y un viejo meado filmándolo: Diego dio media vuelta, se
subió a la moto y se fue.
El Payaso meado corrió hasta el cadáver del Juez y hasta el de la mujer
asesina y hasta el cuerpo inconsciente del Zurdo. La cámara escondida en su
gorro grababa todo con la esperanza de que alguien llegara a conocer todas las
muertes que convivían en el barrio. (Él también se equivocaba.)
Entre todo ese cadaveraje, lloró. Se le volvieron a la cabeza las palabras
que una vez el mismísimo Darío le había dicho mientras le daba droga a un niño
de la calle: “nunca creas que amás tanto a alguien como para poder salvarle la
vida”.
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