domingo

EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (41) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

DEL BARRIO 15

Ya no le importaba que los funcionarios estatales todavía no hubieran pasado a recoger el cadáver de Morales. Poseído por la furia de sobrevivir, Diego se subió a su moto desobedeciendo la orden directa del Juez de que se quedara allí. Por qué iba a seguir obedeciendo a un juez que lo estaba matando al derogar la ley. “Voy a hacer que cambie de opinión o el barrio va a necesitar un nuevo Juez”, se dijo ya arriba de la moto co0n una mano en el arma de reglamento.

Aceleró por encima de todas las huellas felices que todos los vecinos habían dejado anoche bailando en el desfile. Recorrió la calle asfaltada, dobló a la derecha y llegó hasta las costillas mismas del barrio. Unos metros antes de llegar al juzgado, frenó en seco el enojo de su moto sin entender qué estaba pasando: a una mujer de rulos rubios con un pañuelo violeta cubriéndole la cara se le escapaba la sangre por un costado de el cuerpo. El juez Cortez (tipo grande y duro) abrazaba agitado a un pichi lleno de rastas negras.

Sólo la madre de Diego sabía que su hijo estaba hecho con dos egos: por muchos años había gobernado el mismo. Pero hoy era diferente, esta crisis había provocado que su segundo ego (el más peligroso de los dos) tomara posesión de su voluntad y todo fue diferente.

Rápidamente notó que el pichi era la amenaza ya que su mano sostenía un precario corte ensangrentado. Sin vacilar, le reventó el cráneo con un culatazo haciéndolo caer inconsciente. El juez Cortez, que había sonreído al verlo (Diego era el encargado de su seguridad personal) repentinamente volvió a ser tomado por el pánico. ¿Qué hacés? quiso decirle al policía pero el viento le hizo tragar las palabras.

Una de las cajas que estaba junto a la puerta temblaba tanto que su tapa se cayó: un ridículo color naranja quedó a la vista. El ego perverso de Diego sonrió mientras su elevado coeficiente intelectual diagramaba un plan.

Caminó sin apuro hasta la caja, agarró al payaso de un brazo y lo sacó con facilidad. Una vez que el Payaso estuvo parado, Diego se colocó detrás de él, le abrazó el cuello como una serpiente y le arrimó la boca al oído. “Hoy le toca matar a un Juez, viejito”.

Haciendo presión sobre el cuello, colocó el arma entre las arrugadas manos del Payaso. El caño del arma y la luz de la cámara apuntaban directamente a la cara negra del juez Cortez. Toda la fuerza y determinación con la que había manejado su llegada al barrio se había diluido en el miedo y ahora parecía un animal encandilado. (Debía estar pensando en su familia, en la felicidad o en alguna de las pelotudeces en las que piensa la gente antes de morir.) Diego lo sabía porque ya había ayudado a morir a varias personas. Su deficiencia cardíaca latía sin prisa en su pecho.

-¿Estás pronto, Payaso?

Entre los sollozos del viejo blanco, las carcajadas de Diego se apagaron de asco. Un calor suave lo hizo soltar al Payaso y verle los pantalones mojados.

-¡Ni para matar otro viejo servís! Me agarrás de buen humor porque tendría que matarte a vos también.

El Juez se relajó brevemente al ver que Diego se había dado vuelta y ya hablaba de no matar. Se equivocó. El policía de dos egos giró sobre sus talones con la destreza de un bailarín y le disparó en el cuello desplomándole la sangre garganta abajo. El Juez empezó a sentir en la boca ese intenso gusto a hierro que seguramente tiene la muerte.

Lo que acababa de hacer no tenía ningún sentido: sin saberlo el brillante policía había sido manipulado por un viejo ricachón a varios quilómetros de ahí. Dejando un cadáver viejo y negro, otra cadáver fuerte y hermosa, un cuerpo hediondo inconsciente y un viejo meado filmándolo: Diego dio media vuelta, se subió a la moto y se fue.

El Payaso meado corrió hasta el cadáver del Juez y hasta el de la mujer asesina y hasta el cuerpo inconsciente del Zurdo. La cámara escondida en su gorro grababa todo con la esperanza de que alguien llegara a conocer todas las muertes que convivían en el barrio. (Él también se equivocaba.)

Entre todo ese cadaveraje, lloró. Se le volvieron a la cabeza las palabras que una vez el mismísimo Darío le había dicho mientras le daba droga a un niño de la calle: “nunca creas que amás tanto a alguien como para poder salvarle la vida”.

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