domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (24)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

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Unos días después el frío pareció disminuir, y el sol retomó tímidamente su tarea de distraer los espíritus: esa mañana casi no pudo creer en el reflejo dorado que se extendía en camadas sobre el gastado y polvoriento piso de madera y de repente se sintió mejor, confiado y alegre, otro. Para qué, si no, él seguía estando allí, respirando y tal vez hasta creyendo en algo que no se atrevía a formular ni siquiera en tono de plegaria. Y tal vez, pensó, quién sabe, el remedio está empezando a hacerme efecto. Y fue en ese momento que decidió volver a su casa en vacaciones de julio. Para encontrar algo, para intentar descubrir si todavía existía alguna forma de fe, por mínima que fuera y por extraviada o ausente que pudiese estar. Durante algunos días soñó con esa posibilidad del regreso como su salvación, como una forma de engañar al destino. Disfrutó de una semana de sol, y caminaba por la calle con los ojos casi cerrados y sintiendo el calor en la cara aunque los huesos permanecían pesados y viejos. De repente empezó a vivir sostenido por la ilusión del viaje de retorno, y hasta la mancha desapareció, por más que se contorsionara frente al espejo para tratar de localizarla en la zona de la espalda que normalmente no lograba verse. Entonces escribió con voluntad una carta para cumplir con ellos y a la vez intentar convencerse de que ahora todo podría estar bien o, por lo menos, mejor de lo previsto. Pero todavía le faltaba atravesar una prueba que jamás hubiese sido capaz de imaginar.

Una noche volvía a la pensión por la calle desierta, silbando con los libros bajo el brazo como en los buenos tiempos, y se distrajo tanto que ni siquiera se dio cuenta de dónde salieron. Quizás estuviesen esperándolo o esperando a cualquiera en la boca del callejón como la Puta aquella, pensó después. Cuando quiso darse cuenta una sombra le saltó encima y se vio empujado hacia la oscuridad entre unas cajas de cartón llenas de basura. El primer golpe que le dieron en la nariz fue tan doloroso que ya no pudo ver más nada. Una patada entre las piernas lo dobló, y mientras caía de rodillas intentó levantar por lo menos un brazo para cubrirse el rostro, pero no tuvo tiempo. Al recuperar la conciencia estaba con la cabeza apoyada en el suelo mojado, y vio vagamente cómo una bota negra pisaba el frasco roto del remedio y destrozaba sus libros. Hubo risas, también, y más golpes cuando lo levantaron entre dos apoyándolo contra la pared y le patearon el pecho hasta que ya no supo más nada. Al abrir un ojo observó cómo las luces de la calle se reflejaban en el suelo al mismo nivel de su cara, sin poder darse qué era lo que le dolía más. Por un momento creyó que ya se habían ido, pero al girar la cabeza alguien le tiró del pelo hacia arriba y tuvo que arquear el cuerpo y abrir la boca al sentir su cuello forzado. Y una voz helada, con un olor desagradable que no supo reconocer y que lo asqueó, le murmuró en la oreja izquierda:

-No vas a poder escaparte de nosotros- ¿Creíste, realmente, que podías escaparte de nosotros?

Entonces volvieron a levantarlo apoyándolo contra la pared, y lo golpearon en la base de la columna con algo duro que no pareció brazo ni puño, y ya en el suelo las patadas le hicieron crujir las costillas y se quedó doblado sobre el cemento con la cara en el agua y las manos cruzadas sobre los pulmones, escuchando el zumbido frenético de las abejas.

Por suerte era viernes. Los otros cuatro habían decidido viajar el fin de semana para aprovechar el sol y él se pudo curar las heridas con mercurio cromo, mirándose en el espejo sin reconocerse y pasándose las puntas de los dedos sobre un rostro hinchado y tumefacto en el que de pronto descubrió otra vez la desesperanza. Pero el cuerpo, extrañamente, continuaba siendo el mismo, persistía, y todavía podía moverse como si no le hubiese pasado nada. Esto debe tener un sentido, se dijo. “Continúa funcionando, cada vez más esquelético y a disgusto, pero continúa. Como si otras cosas le estuviesen reservadas para más adelante, tal vez el trago más amargo de todos, el más difícil de tomar, el último”. Y ella, la mancha, estaba allí, imperturbable, puntual, lozana y algo así como rejuvenecida, consistente y negra y más grande que nunca, cubriéndole las costillas debajo del sobaco derecho e imaginó que ya también extendida sobre el omóplato correspondiente, sin molestarse en confirmarlo. Pasó el fin de semana acostado aunque las costillas le siguieron doliendo durante semanas, y darse vuelta en la cama era como recibir una puñalada. Ahora supo que volver o no volver a su casa en las vacaciones de julio sería, en definitiva, la misma cosa.

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