1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
9
(5)
Unos días después el frío
pareció disminuir, y el sol retomó tímidamente su tarea de distraer los espíritus:
esa mañana casi no pudo creer en el reflejo dorado que se extendía en camadas
sobre el gastado y polvoriento piso de madera y de repente se sintió mejor,
confiado y alegre, otro. Para qué, si no, él seguía estando allí, respirando y
tal vez hasta creyendo en algo que no se atrevía a formular ni siquiera en tono
de plegaria. Y tal vez, pensó, quién sabe, el remedio está empezando a hacerme
efecto. Y fue en ese momento que decidió volver a su casa en vacaciones de
julio. Para encontrar algo, para intentar descubrir si todavía existía alguna
forma de fe, por mínima que fuera y por extraviada o ausente que pudiese estar.
Durante algunos días soñó con esa posibilidad del regreso como su salvación,
como una forma de engañar al destino. Disfrutó de una semana de sol, y caminaba
por la calle con los ojos casi cerrados y sintiendo el calor en la cara aunque los
huesos permanecían pesados y viejos. De repente empezó a vivir sostenido por la
ilusión del viaje de retorno, y hasta la mancha desapareció, por más que se
contorsionara frente al espejo para tratar de localizarla en la zona de la
espalda que normalmente no lograba verse. Entonces escribió con voluntad una
carta para cumplir con ellos y a la vez intentar convencerse de que ahora todo
podría estar bien o, por lo menos, mejor de lo previsto. Pero todavía le faltaba
atravesar una prueba que jamás hubiese sido capaz de imaginar.
Una noche volvía a la
pensión por la calle desierta, silbando con los libros bajo el brazo como en
los buenos tiempos, y se distrajo tanto que ni siquiera se dio cuenta de dónde
salieron. Quizás estuviesen esperándolo o esperando a cualquiera en la boca del
callejón como la Puta aquella, pensó después. Cuando quiso darse cuenta una
sombra le saltó encima y se vio empujado hacia la oscuridad entre unas cajas de
cartón llenas de basura. El primer golpe que le dieron en la nariz fue tan
doloroso que ya no pudo ver más nada. Una patada entre las piernas lo dobló, y
mientras caía de rodillas intentó levantar por lo menos un brazo para cubrirse
el rostro, pero no tuvo tiempo. Al recuperar la conciencia estaba con la cabeza
apoyada en el suelo mojado, y vio vagamente cómo una bota negra pisaba el
frasco roto del remedio y destrozaba sus libros. Hubo risas, también, y más
golpes cuando lo levantaron entre dos apoyándolo contra la pared y le patearon
el pecho hasta que ya no supo más nada. Al abrir un ojo observó cómo las luces
de la calle se reflejaban en el suelo al mismo nivel de su cara, sin poder
darse qué era lo que le dolía más. Por un momento creyó que ya se habían ido,
pero al girar la cabeza alguien le tiró del pelo hacia arriba y tuvo que arquear
el cuerpo y abrir la boca al sentir su cuello forzado. Y una voz helada, con un
olor desagradable que no supo reconocer y que lo asqueó, le murmuró en la oreja
izquierda:
-No vas a poder escaparte
de nosotros- ¿Creíste, realmente, que podías escaparte de nosotros?
Entonces volvieron a
levantarlo apoyándolo contra la pared, y lo golpearon en la base de la columna
con algo duro que no pareció brazo ni puño, y ya en el suelo las patadas le
hicieron crujir las costillas y se quedó doblado sobre el cemento con la cara
en el agua y las manos cruzadas sobre los pulmones, escuchando el zumbido
frenético de las abejas.
Por suerte era viernes.
Los otros cuatro habían decidido viajar el fin de semana para aprovechar el sol
y él se pudo curar las heridas con mercurio cromo, mirándose en el espejo sin
reconocerse y pasándose las puntas de los dedos sobre un rostro hinchado y
tumefacto en el que de pronto descubrió otra vez la desesperanza. Pero el
cuerpo, extrañamente, continuaba siendo el mismo, persistía, y todavía podía moverse
como si no le hubiese pasado nada. Esto debe tener un sentido, se dijo. “Continúa
funcionando, cada vez más esquelético y a disgusto, pero continúa. Como si
otras cosas le estuviesen reservadas para más adelante, tal vez el trago más
amargo de todos, el más difícil de tomar, el último”. Y ella, la mancha, estaba
allí, imperturbable, puntual, lozana y algo así como rejuvenecida, consistente
y negra y más grande que nunca, cubriéndole las costillas debajo del sobaco derecho
e imaginó que ya también extendida sobre el omóplato correspondiente, sin
molestarse en confirmarlo. Pasó el fin de semana acostado aunque las costillas
le siguieron doliendo durante semanas, y darse vuelta en la cama era como
recibir una puñalada. Ahora supo que volver o no volver a su casa en las
vacaciones de julio sería, en definitiva, la misma cosa.
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