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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (23)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018


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Cuando se terminó el frasco con el remedio volvió al médico. El hombre dejó el humo en el cenicero y lo obligó a desnudarse el pecho y sentarse en la camilla.

-Dónde -le preguntó.

-En algún lado de la espalda, debe estar por ahí.

-Sí, está aquí. Es una mancha rara, de verdad. ¿Cómo se la descubrió, teniéndola tan en la espalda?

-La primera vez que la vi no estaba allí. Se mueve. Una vez me apareció en el pecho, y otras en el hombro o abajo del brazo.

El médico lo miró.

-No estoy loco, si es lo que está pensando.

-No. No estoy pensando eso.

Volvió a su lugar, levantó el cigarro y le sopló más humo en la cara.

-Llegaron sus exámenes -carraspeó, y la nube de humo se quebró casi imperceptiblemente. -No se puede entender. Lo único que se puede saber es que está enfermo.

-Eso ya lo sé.

-Pero no sabemos de qué. Los libros no me dicen nada, hicimos todos los exámenes posibles, consulté con colegas, investigué en otros libros -le lanzó lo que parecía una mirada triste del otro lado de los lentes. -Y no sé.

-¿Y entonces qué me sugiere que haga?

-Puede consultar a otros médicos, si quiere. Es lo mejor en estos casos. Aunque no creo que consiga una opinión muy diferente.

-No, no quiero ir a otros médicos. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

-Vivir. Siga como hasta ahora. La pulmonía está curada, aunque no tengo seguridad de que no le pueda volver en cualquier momento. Cuídese. Coma bien, descanse lo máximo que pueda, nada de alcohol y sobre todo no piense demasiado. Y dese una vuelta una vez por mes por aquí, para ver cómo anda.

No quiso preguntar sobre el adelgazamiento ni sobre las abejas en los pulmones, porque se dio cuenta que el otro tampoco sabía nada y sería una pérdida de tiempo. Y entonces cerró los ojos y repitió:

-No puedo dormir, no tengo hambre, no le siento el gusto a la comida.

-Sí, yo sé. Pero quiero que entienda que estamos en presencia de algo desconocido. No fue detectado ni tiene nombre, no sabemos de dónde viene ni para dónde lo lleva. Simplemente, no sabemos.

Lo miró, y después miró el recipiente vacío del remedio sobre la mesa de vidrio, donde también se reflejaban la nube del cigarro y los lentes del médico.

-¿Y este remedio? ¿Qué hago con él?

-Siga tomándolo.

-Hace más de un mes que lo tomo y no parece estar haciéndome ningún efecto.

-Nunca se sabe en qué momento puede empezar a actuar. Y además siempre es mejor que nada. Le voy a dar una receta para el próximo mes -y se inclinó sobre el recetario. -Lamentablemente, tiene que tener paciencia.

-Paciencia tengo. Lo que no sé es cuánto tiempo me queda.

El otro lo miró, y por primera vez levantó el brazo para apartar el humo de su cara. Y otra vez pudo detectarle la duda en los ojos, la ausencia desolada y vacía de cualquier forma de seguridad.

-No sé.

Salió caminando por la calle desierta, el viento arrastrando basura por el suelo, y fue en ese momento que los huesos helados perdieron toda esperanza. Todo y todos trabajaban para su destrucción, ahora creía entenderlo. Hasta el doctor, que sin saber las respuestas, acababa de lapidarlo con su ignorancia. Hasta aquella enfermera que nunca había visto antes y que dejó caer su remedio y lo miró desconsolada, sin saber qué decirle y él hasta le tuvo pena, teniéndose pena también, ahora lo sabía, porque se supo condenado. Y también sentía pena por su propia lejana memoria que lo había arrastrado hasta aquella ciudad por motivos fantasmales o tan débiles que ya no le importaban ni comprendía, recordándolos con una mezcla de rabia, asco e indiferencia.

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