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“A ONETTI NO LE DIERON EL NOBEL POR SER MUY DEPRESIVO”


por Inés Martín Rodrigo

Una exposición en la Casa de América recupera la figura del escritor uruguayo con casi 300 objetos personales nunca antes expuestos. Su viuda, Dorotea Muhr, se sincera en esta entrevista

Juan Carlos Onetti (1909-1994) pasó veinte años en Madrid. Los mismos que en 2014 se cumplen de su muerte. Un aniversario que la Casa de América ha aprovechado para rendir homenaje al escritor uruguayo con una exposición que recupera su figura y recrea su particular universo. Más de 300 objetos personales, muchos de ellos inéditos, para acercarnos al Onetti más íntimo. Ese «Juan» con el que Dorotea Muhr compartió casi una vida.

¿Cómo recuerda a Juan al cumplirse veinte años de su muerte?

Es una cosa continua. Hablamos de Onetti como si fuera alguien entre nosotros. No hay una sensación de que son veinte años. Por suerte, es una cosa muy suave y muy hermosa, porque está presente siempre.

Si tuviera que presentárselo a alguien, ¿cómo lo definiría?

Como alguien muy contradictorio. Por un lado era un depresivo, podía ser agresivo cuando no quería ver a alguien. Y por otro lado tenía una dulzura y una ternura impresionantes. Estaba al margen de la vida, lo creativo era más fuerte que la realidad. Un día me dijo: «Mis personajes son más fuertes, están acá conmigo, vos sos un fantasma».

¿Cómo era en persona? Porque se mostraba un poco intratable.

Usaba eso para echar a la gente, porque siempre decía que no hay nada mejor que un buen libro y cuando le impedían leer se ponía un poco…

¿Y a qué autores leía todas esas horas que pasaba aislado?

Faulkner, más que nada. Los grandes autores a los que él quería: Proust, Céline, Hemingway, Fitzgerald… Hay tantos, querida… Todos los franceses, Sartre, Camus… Los que quieras.

Sintió que había cumplido un sueño cuando publicó en Gallimard, la editorial de Proust.

Fue un honor enorme, su sueño hecho realidad.

¿Se sintió reconocido?

A él no le importaba ser o no reconocido.

Pero fue uno de los grandes olvidados por el Nobel. ¿Sentía pena o resentimiento?

No. Le hubiera dado una enorme alegría, pero en ningún momento pensó que se lo iban a dar. Uruguay era un país muy chico, no era importante, y hay mucha política. El que dirigía el Nobel en esa época leyó parte de su obra y lo descartó porque dijo que era muy depresivo.

¿Era muy distinto el Onetti escritor del periodista?

No, no. Creo que, para él, ser periodista era escribir, pero de otra forma. Quizás ser periodista le ayudó a ser escritor. Trabajó en Acción y levantó Marcha desde el principio. Lo montaba todo, lo hacía todo solo, decía que le sangraban los pies… No lo creo.

Decía que escribir era una cosa sensual.

Claro.

¿Por qué?

Porque le gustaba dibujar letra por letra, escribía todo a mano. Bueno, el periodismo, a máquina. Pero escribía cada letra. Por eso no corregía, porque le daba tanto tiempo para pensar y escribía tan lento que ya sabía lo que quería escribir. Había una sensualidad en la escritura.

¿Cómo le cambió su paso por la cárcel tras su detención en la dictadura y su posterior estancia en un psiquiátrico?

Cambiar no. Creo que cuando salió de eso estaba como resignado y diciendo adiós al Uruguay un poco. Pero lo pasó muy mal. Tuvimos suerte al no estar en el piso cuando vinieron a buscarle a las cuatro de la mañana, porque lo habrían encapuchado, golpeado; lo podrían haber matado del susto.

¿Cómo influyó el exilio en su vida y su obra?

Los primeros dos años casi no podía escribir. Él era un hombre de hogar, era signo de cáncer, era muy hogareño. Volver a construir esta casa [se refiere a la que tenían en la Avenida de América, en Madrid], casi igual que la que tenía en Uruguay, le sirvió para decir: «Bueno, estoy acá, no importa que este país no sea el mío». Eso lo ayudó.

Solía decir: «¿Quién va a leer a Onetti en diez años? ¿A quién le va a importar?». ¿Qué pensaría ahora?

No pensaba que su recuerdo durara diez años, y son veinte ahora… Estaría contento, porque, al fin y al cabo, como decía Faulkner, los libros son como una historia que se mueve, cada persona que lee un libro lo vuelve a revivir.

¿Buscaba trascender, que su obra le sobreviviera?

No, no, de ninguna manera. No, no le importaba. Lo que le importaba era el gozo que tenía escribiendo. Si iba bien y tenía buenas críticas, mejor, miel sobre hojuela, como decía.

¿Por qué se recluyó en los últimos años, sin salir de casa y casi sin moverse de la cama?

Bueno, un poco porque tuvo un problema con una pierna; casi se muere, porque tuvo gangrena. Además, para él la cama era el lugar ideal para todo: para dormir, para hacer el amor, para leer… Decía: «¿Qué más querés?».

Pero no para escribir.

También para escribir. Escribía en la cama, sobre el codo, lo tenía totalmente hinchado de la fuerza que le ponía, pero con tal de no levantarse...

«Fue creada para mí», llegó a decir refiriéndose a usted.

¿Dijo? Bueno, a lo mejor yo soy un personaje de ficción y entré en la vida de él así… Y es verdad, porque la violinista de La vida breve soy yo.

¿Cómo se conocieron?

Nos vimos una vez, no más, y después ya no nos vimos más. Y después nos vimos otra vez.

Y comenzaron una larga relación, que duró desde 1955 hasta 1994. Son muchos años.

Sí, sí.

 ¿Llegó a conocerlo realmente?

No, no. Juan tenía una vida interior, una profundidad, una complejidad enorme, enorme. Al final sentía que se iba… Por suerte tuvo una muerte muy tranquila, porque estaba casi leyendo cuando murió.

¿Qué pensaba de sus libros?

No pensaba nada. Terminaba un libro y se olvidaba.

Ese pesimismo que aparentemente gobernaba a Onetti no se trasladó a su obra.

Mucha gente dice que sí. Yo pienso que muestra la vida con lo difícil que es, pero da la sensación de que, a pesar de todo eso, se puede gozar. Y así fue.


(ABC CULTURA / 20-10-2014)

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