(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
A tres leguas del
pueblo está el Monte de Asencio, uno de sus extremos está fundido al monte ribereño,
mientras que el otro acaba en la pradera. Sus árboles son espinosos y de cepa
abierta. Bajo ellos se extiende, como un tapiz, la vegetación herbácea. Es un
lugar ideal para emboscar; por eso, desafiando supersticiones y mosquitos, unos
cuatrocientos sublevados, se esconden en el lugar por orden de Viera, para
escapar a la delatora luz lunar. Para aquellos hombres sin mayor experiencia
bélica, es una noche de jadeos nerviosos, comunicaciones en voz baja y ruidos
sospechosos. A rastras Pedro Viera recorre el lugar, contiene, infunde ánimo,
calma los nervios, hasta que las primeras luces devuelven a las desfiguradas
siluetas su forma humana.
-Que se aposten
veinte hombres afuerita del Monte.-ordena.
Todos lo miran,
sorprendidos. Está claro que si lo hacen, van a ser vistos por los bomberos
españoles. Viera da cuenta de la inquietud y aclara, haciendo referencia a la
partida:
-Si alguna gente
se les dirige, huyan campo afuera.
El grupo no tarda
en ser descubierto por los espías hispanos. En su mayoría son más partidarios
de los alzados que de la causa que defienden, pero por obediencia debida,
corren con el aviso a las autoridades españolas.
-No son más que
veinte o treinta hombres y no todos tienen armas -informa uno de los soldados,
con voz excitada.
Junto al resto de las
autoridades, escucha el Alférez de Blandengues de Montevideo, Ramón Fernández,
que ha sido enviado a Mercedes a impedir el tránsito por las costas del Río
Negro. Una imperceptible sonrisa corre por sus ojos, mientras escucha la
noticia.
-Tenemos que salir
antes de Mediodía -apura con ademán marcial al resto de las autoridades y se
ofrece para dirigir la expedición.
La partida está
compuesta por 25 Blandengues y 30 españoles.
Seguros,
confiados, tranquilos, avanzan contra lo que suponen no son más que unas
docenas de improvisados. Los alzados los divisan a la distancia y se controlan
para no salir corriendo antes de tiempo.
-Tienen fama de
ser los más guapitos en las lides bélicas -comenta con voz áspera, Cecilio
Guzmán, escondido entre los árboles.
-Creen que tienen
segura la carnada que les pusimos -responde Jacinto Gallardo, expectante y en
voz baja, para no revelar su presencia.
-Que vengan ande
creen que está la lechiguana -retruca Cecilio.
-¡Quietos los que
están de gancho, hasta que dé la orden! -susurra Viera entre los árboles.
Junto con
Benavides habían planificado que cuando el enemigo estuviera próximo, saldrían
los cientos de hombres emboscados entre los árboles. Cuando la partida enviada
por las autoridades está lo suficientemente cerca, los veinte hombres que están
de cebo, corren hacia la pradera burlándose del engaño. Los liderados por Ramón
Fernández intentan seguirlos, pero no tienen más remedio que frenar su ímpetu,
cuando anotan que a la retaguardia son perseguidos por los que están
escondidos. Viéndose rodeados, Blandengues y españoles procuran ganar el monte,
confiados que allí estarán a salvo, pero los criollos caen sobre ellos y los
sorprenden.
-¡Y decían que los
gauchos no son tantos!-les grita a los españoles Cecilio Guzmán.
-El valor se les
volvió pasmo -festeja Jacinto Gallardo.
En el campo
opuesto los ánimos cambian.
-¡Caen como galgos!
-murmura asustado Jaime Vidal.
¡Parecen un
cardumen de avispas! -responde su compadre, Nicolás de Vrraza.
Ramón Fernández
mira a sus hombres, hinca sus rodillas en la tierra y en gesto de entrega
extiende los brazos. Sus subordinados lo imitan y los alzados, magnánimos, los
atan. Aunque está inmovilizado, el Alférez todavía no quiere revelar su estado
de espíritu. Solamente dos españoles no lo siguen e intentan hacerse fuertes pero
salen bastante lastimados. El griterío de la victoria hace aletear a los
pájaros y corre con el viento, para convertirse en una buena nueva que hace
abrazar a la población. Es un miércoles de ceniza. Es el 27 de febrero de 1811.
***
Al verlo partir
con su lanza para encontrarse con los otros alzados, Carmela González meditó
que su marido en realidad carece de experiencia militar. Ella no quiso que él
advirtiera que estuvo llorando, pero no pudo dormir en toda la noche. La vida
de ambos había transcurrido entre los quehaceres de la chácara y la crianza de
los hijos, pero los tiempos están siendo cada vez más duros y no queda otra
elección que oponerse al poder imperial. Todavía está oscuro cuando despierta a
sus hijos y los sube al carro para ir hasta la ciudad, más cerca de donde pueda
recibir noticias.
Mientras camina
por la plaza ocupada por los militares, observa que la Comandancia española
está instalada en la lujosa casa de la mujer de Anselmo Crespo; una vez había
entrado a aquel lugar, y la deslumbraron los delicados muebles, la ropa con
bordados, las alhajas y los zarcillos y alfileteros cubiertos de plata. Está
clareando y quiere alcanzar lo antes posible la Iglesia por lo que apura a los
críos; cuando llega le parece que los demás adivinan su nerviosismo. Al costado
de la puerta mendiga la mujer de Vega y Carmela rebusca entre sus vestidos
alguna moneda y le pide al hijo más grande que se la alcance.
-Lo necesitan. Son
pobres. A esa familia la ha sostenido la piedad del pueblo -le explica, con
compasión cristiana.
Le parece que sus
deslucidos ojos más que agradecer, la interrogan, entre impacientes y
cómplices. A su lado están agrupándose los vecinos para iniciar el ritual, ya
que al ser miércoles de ceniza y principio de la cuaresma, es un día de ayuno y
recogimiento. Guiada por el cura, la procesión entona letanías a los santos
mientras avanza hacia la Capilla. Una vez en el altar, el sacerdote reza y
proclama las lecturas que recuerdan el sentido de penitencia, de conversión y
arrepentimiento de los pecados hasta que al finalizar la homilía, procede a la
bendición. Y en la frente de cada uno de los fieles dibuja una cruz.
Carmela se
estremece cuando el cura raya su frente. Y sus palabras la acometen como nunca
antes:
-Acuérdate de que
eres polvo y al polvo volverás -le dice el párroco como si adivinara el estado
de su espíritu.
La mujer escucha,
sabe que la ceniza personifica a la muerte, a la conciencia de la nada, a la
nulidad de las criaturas ante su creador. Y escapa abrumada con sus hijos; en
aquel instante está jugándose otras trascendencias. Enfrente suyo está el
abismo, el todo y la nada que la interpelan. La encandila el sol, pero advierte
que la mujer de Vega le hace un gesto.
-Escuché que
rindieron a los maturrangos. Y que vienen para acá.
Carmela se
santigua.
-¿Hay heridos? -interroga.
-Parece que dos.
***
Cercado por los
rebeldes, el teniente de Montevideo José Maldonado, no tiene otra alternativa que
espolear el caballo y arrojarse al Arroyo de la Calera. Sus perseguidores,
sorprendidos, lo ven alejarse y nada intentan, a lo sumo comentan su
intrepidez. A Maldonado le tiembla el pulso y le palpitan las sienes, solamente
piensa en poner distancia y en perderse entre la arboleda costera. Con enorme
esfuerzo logra cruzar el pantano hasta la otra costa del Río Negro, adonde lo
socorre una canoa enviada desde una de las islas por su camarada José
Domínguez. En ella retorna por la noche a Capilla Nueva, adonde es acogido por
el Comandante militar y su séquito. Inmediatamente es interrogado para conocer
qué había sucedido con la misión.
Maldonado está
maltrecho, arañado por las ramas, con la ropa hecha jirones, cubierto del barro
del pantano y agotado por el mal rato, pero por sobre todas las cosas, está
furioso por el engaño. Ahora es consciente que los pobladores mintieron y que
no ignoraban el verdadero número de insurgentes, por lo que en su opinión eran
responsables del sacrificio de su partida. Su humor de perros se acrecienta con
la llegada de nuevos curiosos; piensa que seguramente muchos de ellos son
cómplices del desastre y la sospecha lo lleva a echar espuma de rabia por la
boca. No puede contenerse, parado en la calle, es una figura patética, un espantapájaros
apenas alumbrado por la mortecina luz de los faroles. Tropieza y cae por el
cansancio y nota que desde las sombras alguien festeja. Entonces, al borde del
llanto comienza a descargar…
-¡Después de todo
soy José Maldonado, Teniente del Regimiento de Milicias de Caballería de esta
Plaza, hacendado de un caudal muy regular; como tal he tenido un porte y
decencia preferente a las circunstancias del pueblo y a su carácter, gozando de
igual decencia mi mujer y sus hijos, que como tales han tenido un frecuente
trato y comunicación. ¡Y he actuado en forma decente con las familias y
forasteros del Pueblo, gozando de la opinión, crédito y fama de un buen
ciudadano…!
Dicho lo cual
prorrumpe a llorar.
Un buen samaritano
lo toma del brazo y lo lleva para su casa, adonde lo espera Isabel López, su
mujer. El teniente conoce bien su genio. Aunque esté agotado, igualmente tendrá
que contarle con lujo de detalles lo ocurrido. Y luego vendrá el reproche, ya
le había advertido, que en Capilla de Mercedes, no hay nadie en quien puedan
confiar. Definitivamente, para José Maldonado, el 27 de febrero es un día para
olvidar.
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