1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
8 (1)
Yo no tenía manera de
saberlo, es claro. Fue imposible imaginar una cosa de esas, y a veces me
encuentro pensando en lo que hubiese podido hacer de haber tenido alguna pista,
la menor sospecha, en fin, algo. Pero no las tuve. Tendría que haberle prestado
atención a ciertas cosas mínimas de las que generalmente uno no se da cuenta,
debería haber estado alerta frente a ciertos indicios aunque sin la menor
preparación para prever su posible existencia. Estamos ciegos la mayor parte
del tiempo, y sordos y mudos también a veces, y no somos ni la mitad de lo
vivos que nos gusta pensar que somos. Por lo tanto, si de vez en cuando me
siento culpable por algo me digo que yo no tenía la menor chance de descubrir
qué era lo que andaba mal, lo que podía suceder y menos que menos lo que
sucedió, porque la vida es más rápida y la patada entre las piernas siempre es
el tipo de cosa que no puede evitarse, por más voluntad y ganas que uno tenga.
No, no estaba preparado. Ni yo, ni nadie.
El martes fue igual al
lunes, aunque sin don Víctor. Los días continuaban esplendorosos, continuaban
también mis pocas ganas de trabajar, y me perdía la mitad de la mañana o de la
tarde mirando los árboles, contemplando cómo la brisa les mezclaba los verdes,
cómo el sol les iba cambiando los brillos a medida que se inclinaba hacia el
atardecer. Desperté, caminé, comí, trabajé un poco, volví a comer, dormí. Hablé
con Miriam una vez de mañana y otra de tarde, y también fue ese día que traté
de hacer de celestino entre Hilda y Ángel.
-No me parece una buena
idea -me dijo Miriam del otro lado de la línea.
-¿Por qué no? Ya fueron
novios. Y desde el punto de vista estrictamente técnico, mucho más que eso.
-Eso ya pasó, Diogo. Por
lo que me dijiste y por lo que ella me dijo, creo que no hay la menor
posibilidad. No en este momento, por lo menos.
-Bueno, si no lo intentamos.
-¿Y cómo vas a hacer?
¿Empujar a cada uno en los brazos del otro?
-Claro que no. Pero no
sé, ir a tomar un helado a la plaza, dar un paseo de nochecita por el parque.
En fin, esas cosas.
-Para eso habría que
empezar por ella.
-Empezamos por ella, entonces.
-¿Cuándo?
-Hoy. El martes es un
buen día para eso. Paso a buscarte a eso de las siete y nos damos una vuelta
por la casa. ¿Qué te parece?
Fue otro de esos días en
los que nadie debería quedarse encerrado en una oficina, escribiendo y leyendo
informes sobre cuántas vacas fueron vendidas en la última feria agropecuaria,
el valor al que habían llegado los caballos de pura sangre, la cantidad de
ovejas previstas para esquilar en la próxima temporada. Pero alguien tenías que
hacer ese trabajo, y a mí me pagaban para eso.
A las seis y media cerré
el escritorio y atravesé la plaza: los cables parecían tirantes entre poste y
poste, y por momentos desaparecían entre los árboles que se balanceaban en el
atardecer. El sol todavía no se había ocultado del otro lado de la montaña.
Miriam me esperaba en el
jardín y bajamos juntos hasta la casa de Hilda. Yo tenía mi brazo en su cintura
y era bueno sentirla hablar hasta por los codos, olerle el pelo recién lavado,
la piel que todavía conservaba el perfume del jabón.
-¿Pensaste en mí?
-Siempre estoy pensando
en ti -le dije.
-Mentiroso. Y ese asunto
de Hilda y Ángel-
-No es para complicarse
tanto la cabeza. Nadie los va a obligar a hacer lo que no quieran. Así que no
te preocupes más.
De repente vimos a Hilda
y a Amanda repechando la calle en dirección a nosotros. Hilda, como siempre,
movía un poco demás las caderas.
-Hablando de Roma -dije.
-Hola -les dijo Miriam.
-Hola. ¿Andan de paseo?
-Justamente íbamos a
buscarte, Hilda. Queríamos invitarte a tomar un helado.
-Cuánta gentileza.
¿Alguna conmemoración especial?
Me di cuenta que Miriam
me miraba.
-La vuelta de Ángel.
-Ah.
-Dentro de una hora en la
plaza. ¿Puede ser?
-¿Ya hablaste con él?
-Varias veces.
-Oí decir que estuvo
enfermo. ¿Es verdad?
-Creo que no. Por lo menos
ahora no está enfermo.
Ella empezó a caminar,
moviendo demasiado las caderas.
-Y entonces -le pregunté,
poniéndome de costado.
-No sé si voy a tener
tiempo para bajar hasta la plaza.
-Vamos, vamos. No va a
doler.
-Dejala -dijo Miriam,
colgada de mi cinturón.
-Hoy estoy muy ocupada.
Tengo cosas muy importantes en que pensar.
-Ah -dije yo.
-¿Cosas-muy-importantes-en-qué? ¿Pensar?
-Dejala -me tironeó del
cinturón Miriam.
-Bueno -dije. -A lo mejor
yo puedo averiguar cómo andan las cosas del otro lado.
-El pasado pisado. ¿No es
así como dice el dicho?
-Ah -dije. -Aquí hay
alguien que tienen experiencia en dichos y todo.
-No la molestes más -me
seguía tirando del cinturón Miriam.
Y se fueron. Amanda se dio
vuelta un par de veces y cuando ya estaban un poco más lejos y ella movía el
trasero provocativamente, le grité:
-EN LA PLAZA EN UNA HORA.
-Qué tenés que meterte
-dijo Miriam, con su mano debajo de mi campera. -Si tienen que entenderse, que
se entiendan.
-Es que me gustaría
verlos juntos de nuevo, como en los viejos tiempos.
-Esos viejos tiempos
están lejos.
-Estoy más que seguro que
con un empujoncito aquí y otro allá-
-No me parece que la cosa
sea tan fácil. Él debe haber conocido a alguien en la ciudad.
-No creo. Me lo hubiera
contado.
-¿Ah sí? ¿Y acaso te
cuenta todo?
-Todo. Y yo a él. Nunca
hubo secretos entre nosotros.
-¿Todo todo todo, se
cuentan?
-Bueno -le dije,
sonriendo. -Hay ciertas cosas que no.
-Me alegra saberlo.
-Podría ir a llamarlo por
teléfono a tu casa. Doña Clotilde-
-De esa te escapaste. No
está. Fue a visitar a una amiga.
Volvimos a subir. El sol
se había ocultado, pero todavía no era totalmente de noche. El olor de la
tierra y los árboles era pastoso, y sobre las laderas verde oscuras las
luciérnagas giraban trazando delicadas e irregulares líneas punteadas.
El que estaba era el
padre de Miriam, jugando a escrutar el valle con binoculares nuevos. Me invitó
una docena de veces a mirar, pero estaba tan oscuro que no creo que se pudiera
ver nada. Cuando llamé por teléfono, tuve que insistir bastante para que Ángel
bajara a la plaza. Dijo que estaba cansado y que quería acostarse temprano,
pero yo no aflojé.
-Te espero en treinta
minutos en la heladería -dije, dando el asunto por terminado. -Y no acepto ningún
tipo de disculpas.
Miriam fue a tratar de
convencer a Hilda y yo bajé hasta la plaza. Me senté en una de las mesitas de
la vereda del bar de Antonio, al lado de la heladería, y estuve mirando las
nubes de insectos silenciosos girando alrededor de los focos y los cables que
balanceaban sus reflejos horizontales entre los postes. Estaba tomando un café
cuando lo vi llegar a lo lejos, caminando con el andar reposado que trajo de la
ciudad y las manos en los bolsillos, una camisa de manga larga y un grueso buzo
colgándole del cuello. No quiso tomar nada.
-Bueno, contame, ¿qué fue
lo que extrañaste más en la ciudad?
-La comida, antes que
nada -jugaba con una mancha húmeda de la mesa, sin mirarme. -Y el silencio.
Allá hay un barullo que no para nunca. La cama. Y el viento.
-¿El viento? ¿Hay tanto
viento en la ciudad?
-No, justamente -levantó
la cabeza y me miró. -Este viento, el que hay aquí. El que aparece de tardecita
todos los días sin falta, desde que me acuerdo. Y sin embargo llegué a
olvidarme de él. Del viento de la desgracia.
-¿El viento de la qué?
-El viento de la
desgracia.
-¿Y desde cuándo se llama
así?
Se encogió de hombros y
volvió a torcer la cabeza hacia la plaza.
-No sé. Lo escuché en
algún lado, no sé dónde.
-Yo nunca escuché eso.
Medio morboso, ¿no?
Volvió a encogerse de
hombros.
-Allá arriba se queja
como si fueran voces de muertos que soplaran, no sé.
-Yo también lo oigo
llegar alguna que otra noche y nunca me pareció que fuera otra cosa que el
viento que baja de la montaña. ¿Voces de muertos? Vamos, Ángel, vamos.
-Cuando eras chico no
pensabas así.
-Pero ya no somos chicos,
Ángel.
-Yo lo único que sé es
que en mi casa suena de una manera-
-En la mía suena feo.
Pero de ahí a creer que-
-Sí, tenés razón. Es una
bobada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario