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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (18)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

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Yo no tenía manera de saberlo, es claro. Fue imposible imaginar una cosa de esas, y a veces me encuentro pensando en lo que hubiese podido hacer de haber tenido alguna pista, la menor sospecha, en fin, algo. Pero no las tuve. Tendría que haberle prestado atención a ciertas cosas mínimas de las que generalmente uno no se da cuenta, debería haber estado alerta frente a ciertos indicios aunque sin la menor preparación para prever su posible existencia. Estamos ciegos la mayor parte del tiempo, y sordos y mudos también a veces, y no somos ni la mitad de lo vivos que nos gusta pensar que somos. Por lo tanto, si de vez en cuando me siento culpable por algo me digo que yo no tenía la menor chance de descubrir qué era lo que andaba mal, lo que podía suceder y menos que menos lo que sucedió, porque la vida es más rápida y la patada entre las piernas siempre es el tipo de cosa que no puede evitarse, por más voluntad y ganas que uno tenga. No, no estaba preparado. Ni yo, ni nadie.

El martes fue igual al lunes, aunque sin don Víctor. Los días continuaban esplendorosos, continuaban también mis pocas ganas de trabajar, y me perdía la mitad de la mañana o de la tarde mirando los árboles, contemplando cómo la brisa les mezclaba los verdes, cómo el sol les iba cambiando los brillos a medida que se inclinaba hacia el atardecer. Desperté, caminé, comí, trabajé un poco, volví a comer, dormí. Hablé con Miriam una vez de mañana y otra de tarde, y también fue ese día que traté de hacer de celestino entre Hilda y Ángel.

-No me parece una buena idea -me dijo Miriam del otro lado de la línea.

-¿Por qué no? Ya fueron novios. Y desde el punto de vista estrictamente técnico, mucho más que eso.

-Eso ya pasó, Diogo. Por lo que me dijiste y por lo que ella me dijo, creo que no hay la menor posibilidad. No en este momento, por lo menos.

-Bueno, si no lo intentamos.

-¿Y cómo vas a hacer? ¿Empujar a cada uno en los brazos del otro?

-Claro que no. Pero no sé, ir a tomar un helado a la plaza, dar un paseo de nochecita por el parque. En fin, esas cosas.

-Para eso habría que empezar por ella.

-Empezamos por ella, entonces.

-¿Cuándo?

-Hoy. El martes es un buen día para eso. Paso a buscarte a eso de las siete y nos damos una vuelta por la casa. ¿Qué te parece?

Fue otro de esos días en los que nadie debería quedarse encerrado en una oficina, escribiendo y leyendo informes sobre cuántas vacas fueron vendidas en la última feria agropecuaria, el valor al que habían llegado los caballos de pura sangre, la cantidad de ovejas previstas para esquilar en la próxima temporada. Pero alguien tenías que hacer ese trabajo, y a mí me pagaban para eso.

A las seis y media cerré el escritorio y atravesé la plaza: los cables parecían tirantes entre poste y poste, y por momentos desaparecían entre los árboles que se balanceaban en el atardecer. El sol todavía no se había ocultado del otro lado de la montaña.

Miriam me esperaba en el jardín y bajamos juntos hasta la casa de Hilda. Yo tenía mi brazo en su cintura y era bueno sentirla hablar hasta por los codos, olerle el pelo recién lavado, la piel que todavía conservaba el perfume del jabón.

-¿Pensaste en mí?

-Siempre estoy pensando en ti -le dije.

-Mentiroso. Y ese asunto de Hilda y Ángel-

-No es para complicarse tanto la cabeza. Nadie los va a obligar a hacer lo que no quieran. Así que no te preocupes más.

De repente vimos a Hilda y a Amanda repechando la calle en dirección a nosotros. Hilda, como siempre, movía un poco demás las caderas.

-Hablando de Roma -dije.

-Hola -les dijo Miriam.

-Hola. ¿Andan de paseo?

-Justamente íbamos a buscarte, Hilda. Queríamos invitarte a tomar un helado.

-Cuánta gentileza. ¿Alguna conmemoración especial?

Me di cuenta que Miriam me miraba.

-La vuelta de Ángel.

-Ah.

-Dentro de una hora en la plaza. ¿Puede ser?

-¿Ya hablaste con él?

-Varias veces.

-Oí decir que estuvo enfermo. ¿Es verdad?

-Creo que no. Por lo menos ahora no está enfermo.

Ella empezó a caminar, moviendo demasiado las caderas.

-Y entonces -le pregunté, poniéndome de costado.

-No sé si voy a tener tiempo para bajar hasta la plaza.

-Vamos, vamos. No va a doler.

-Dejala -dijo Miriam, colgada de mi cinturón.

-Hoy estoy muy ocupada. Tengo cosas muy importantes en que pensar.

-Ah -dije yo. -¿Cosas-muy-importantes-en-qué? ¿Pensar?

-Dejala -me tironeó del cinturón Miriam.

-Bueno -dije. -A lo mejor yo puedo averiguar cómo andan las cosas del otro lado.

-El pasado pisado. ¿No es así como dice el dicho?

-Ah -dije. -Aquí hay alguien que tienen experiencia en dichos y todo.

-No la molestes más -me seguía tirando del cinturón Miriam.

Y se fueron. Amanda se dio vuelta un par de veces y cuando ya estaban un poco más lejos y ella movía el trasero provocativamente, le grité:

-EN LA PLAZA EN UNA HORA.

-Qué tenés que meterte -dijo Miriam, con su mano debajo de mi campera. -Si tienen que entenderse, que se entiendan.

-Es que me gustaría verlos juntos de nuevo, como en los viejos tiempos.

-Esos viejos tiempos están lejos.

-Estoy más que seguro que con un empujoncito aquí y otro allá-

-No me parece que la cosa sea tan fácil. Él debe haber conocido a alguien en la ciudad.

-No creo. Me lo hubiera contado.

-¿Ah sí? ¿Y acaso te cuenta todo?

-Todo. Y yo a él. Nunca hubo secretos entre nosotros.

-¿Todo todo todo, se cuentan?

-Bueno -le dije, sonriendo. -Hay ciertas cosas que no.

-Me alegra saberlo.

-Podría ir a llamarlo por teléfono a tu casa. Doña Clotilde-

-De esa te escapaste. No está. Fue a visitar a una amiga.

Volvimos a subir. El sol se había ocultado, pero todavía no era totalmente de noche. El olor de la tierra y los árboles era pastoso, y sobre las laderas verde oscuras las luciérnagas giraban trazando delicadas e irregulares líneas punteadas.

El que estaba era el padre de Miriam, jugando a escrutar el valle con binoculares nuevos. Me invitó una docena de veces a mirar, pero estaba tan oscuro que no creo que se pudiera ver nada. Cuando llamé por teléfono, tuve que insistir bastante para que Ángel bajara a la plaza. Dijo que estaba cansado y que quería acostarse temprano, pero yo no aflojé.

-Te espero en treinta minutos en la heladería -dije, dando el asunto por terminado. -Y no acepto ningún tipo de disculpas.

Miriam fue a tratar de convencer a Hilda y yo bajé hasta la plaza. Me senté en una de las mesitas de la vereda del bar de Antonio, al lado de la heladería, y estuve mirando las nubes de insectos silenciosos girando alrededor de los focos y los cables que balanceaban sus reflejos horizontales entre los postes. Estaba tomando un café cuando lo vi llegar a lo lejos, caminando con el andar reposado que trajo de la ciudad y las manos en los bolsillos, una camisa de manga larga y un grueso buzo colgándole del cuello. No quiso tomar nada.

-Bueno, contame, ¿qué fue lo que extrañaste más en la ciudad?

-La comida, antes que nada -jugaba con una mancha húmeda de la mesa, sin mirarme. -Y el silencio. Allá hay un barullo que no para nunca. La cama. Y el viento.

-¿El viento? ¿Hay tanto viento en la ciudad?

-No, justamente -levantó la cabeza y me miró. -Este viento, el que hay aquí. El que aparece de tardecita todos los días sin falta, desde que me acuerdo. Y sin embargo llegué a olvidarme de él. Del viento de la desgracia.

-¿El viento de la qué?

-El viento de la desgracia.

-¿Y desde cuándo se llama así?

Se encogió de hombros y volvió a torcer la cabeza hacia la plaza.

-No sé. Lo escuché en algún lado, no sé dónde.

-Yo nunca escuché eso. Medio morboso, ¿no?

Volvió a encogerse de hombros.

-Allá arriba se queja como si fueran voces de muertos que soplaran, no sé.

-Yo también lo oigo llegar alguna que otra noche y nunca me pareció que fuera otra cosa que el viento que baja de la montaña. ¿Voces de muertos? Vamos, Ángel, vamos.

-Cuando eras chico no pensabas así.

-Pero ya no somos chicos, Ángel.

-Yo lo único que sé es que en mi casa suena de una manera-

-En la mía suena feo. Pero de ahí a creer que-

-Sí, tenés razón. Es una bobada.

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