(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Es jueves 28 de febrero.
Amanece. Una exaltada multitud está reunida en los accesos a Capilla Nueva de
Mercedes. Hace calor y nadie ha dormido por la expectativa de lo que pueda
suceder. Está claro que aquella muchedumbre no es una “partida de salteadores”
como la rotularon las autoridades españolas. En ella hay comerciantes, vecinos
establecidos, soldados, paisanos que viven de su jornal o sueldo, el más amplio
espectro social. Y están prácticamente desarmados, su arsenal lo compone
solamente algún trabuco naranjero, alguna pistola, algún que otro sable, pero
predominan las lanzas de tacuara enastadas con tijeras de esquilar, las medias
lunas de desjarretar o simplemente las varas flexibles de membrillo y guayabo y
alguno, carente de cualquier otra posibilidad, carga en sus manos simplemente
rocas que ha recogido en el camino. Pero todos cuentan con la peor arma, la más
letal, es que sin excepción en sus ojos hay ira, una ira incontenible que viene
de lejos y que comienza a encontrar un cauce. A la cabeza, junto a Viera y Benavidez,
marcha Ramón Fernández y su partida:
-Los blandengues
trataron de pasarse y haciendo fuego el Comandante le seguí y le apresé, pero
comprendí que era americano y se comprometió a seguirnos en la empresa, por eso
lo incluí entre los que nos acompañan junto con su tropa -explica Viera a los
que le preguntan por Fernández.
Los españoles por
la noche no durmieron. Expectantes, ahora miran atrincherados desde las azoteas
a las bocacalles iluminadas y apuntan a los vecinos con la artillería que
tienen instalada en cada esquina de la Plaza. Cada media hora cañonean al
viento procurando amedrentar, pero solamente logran enervar aún más a la
multitud. A su frente el murmullo crece, los paisanos estrujan sus armas,
chispea el metal y resoplan las bestias. Viera designa al histriónico Reyes
como parlamentario, quien con afectación asume su nueva obligación. Con el
pecho hinchado camina ceremoniosamente a entrevistarse con el Comandante
español.
-Tiene el aplomo
de un perfecto militar -comenta risueño en voz baja Correa a Viera.
Reciben al enviado
el Coronel Agustín de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas. Como
siempre en estas ocasiones el momento es tenso.
-¿Qué gente es la
que viene? -pregunta el militar español.
La pregunta es
retórica. Más para generar expectativas que para otra cosa.
-Con el anteojo ya
vieron la columna de tropa…, de Buenos Aires y del continente...- eresponde el
improvisado embajador.
Los jefes
españoles calibran la situación. El silencio es de segundos, pero parecen
horas. Lo que tienen por delante es trascendente. Sospechan con razón que no
todos los que están de su lado llegado el momento van a obedecer, es que al
repartir los soldados alrededor de la Plaza les llamó la atención que veinte
hombres voluntarios, hijos del país, comandados por el sargento Ángel Rodríguez
y el Cabo Isidoro Esquivel, colocaran un pañuelo en el sombrero, lo que posiblemente
fuera una señal. No podían saber que justamente Reyes, con quien están
parlamentando, había seducido al sargento.
Le había dicho:
-Convoque a los
paisanos a su mando y a lo que avancen los insurgentes, viren contra los
españoles, pero que cada uno tenga un pañuelo en el bolsillo, para ponérselo en
la copa del sombrero a la hora del ataque y de esa forma serán conocidos por
los partidarios de la patria.
Ante la situación
los jerarcas españoles disponen que en caso de no concretarse una rendición,
los hombres de la vincha serían los primeros en perecer.
***
La situación de
los españoles es por demás endeble. El contingente frente suyo es importante y
además están infiltrados. No les queda alternativa.
-Ya se vencen los
tres minutos que traigo de plazo y no responden nada, por eso con permiso de
ustedes me voy -apresura Reyes a los españoles.
Pero el Comandante
lo detiene con un gesto.
-Entrego el pueblo
a la disposición del gobierno de Buenos Aires, libre de vidas y haciendas.
Reyes está
radiante pero no quiere que los españoles lo noten. Y con la misma pomposidad
con la que inició la entrevista, regresa adonde está Viera. La gente lo mira
expectante. El portugués recibe la noticia y la comunica a Fernández e
inmediatamente ordena la forma cómo deben ingresar los sitiadores a la ciudad.
El júbilo es total. Van a tomar Mercedes, es la primera derrota española en la
Banda Oriental.
-La prisión que
hicieron los nuestros a la partida de españoles en Monte de Asencio les hizo
desmayar mucho, que sino hay un descalabro muy grande -evalúa exultante Correa
la claudicación de los peninsulares.
Y el improvisado
ejército comienza a andar.
***
El Coronel Agustín
de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas esperan en la casa del
pulpero Anselmo Crespo, adonde pactaron la rendición. Los insurgentes ni bien
llegan incautan todas las armas y municiones, como primera medida de la
ocupación. La Plaza está atiborrada. La emoción embarga a los alzados cuando la
bandera imperial es arriada. Es algo nuevo, no solamente por el valor
simbólico, también lo es porque son ellos, simples vecinos, los que la están quitando.
Ese sencillo gesto proclama a los cuatro vientos, que el Imperio no es
invencible, que no es una fatalidad ante la que tengan que resignarse, ya que sin
apoyo y casi sin armas han logrado derrotarlo. Nadie sabe lo que sobrevendrá,
pero no es momento de especular. Es momento de defender lo conquistado. Viera
encuentra a Correa entre la multitud.
-Mi Alférez, ahora
es que preciso de usted más que nunca. Tomé las mejores posiciones, procurando
personalmente informarme del estado de la ciudad, pero es necesario que
extienda un oficio para el primer jefe más inmediato, a efectos de que nos
auxilie con alguna gente con armas, por si somos atacados de Montevideo.
Está preocupado.
El teniente José Maldonado medita sobre su mala suerte; ha sido encerrado,
junto con Jaime Vidal y otros españoles en una sala de la casa de Anselmo
Crespo, desde donde observa a Pedro Viera y Ramón Fernández dar órdenes a
diestra y siniestra, este último es el nuevo Comandante de la ciudad. En el
resto de ella todo está en ebullición. A las once de la mañana Pedro Viera sale
con sus hombres hacia Santo Domingo de Soriano y una división con cuarenta insurgentes
parte para los pueblos de San Salvador y Espinillo a prevenir a los jueces,
bajo pena de vida, que obedezcan a Buenos Aires. Los Comandantes y el Alcalde
reorganizan los servicios gubernativos, en particular que no haya desórdenes,
hasta que la Junta de Buenos Aires determine lo que juzgue conveniente; la
pólvora y las balas que hay en las pulperías es recogida para hacer cartuchos
para la artillería que está en el Cuartel celosamente custodiada por un
Comandante artillero, cuatro cabos y dieciséis hombres. La revolución todo lo
cambia, todo está trastocado, los españoles son encarcelados, a los pudientes
les confiscan dinero contra recibo y solamente los mozos de las pulperías son
autorizados a salir, bajo custodia, durante el día, para despachar a los
vecinos hasta la hora de la oración, momento en el que deben reanudar su
arresto. La vida muda hasta para el herrero de Mercedes, que tiene que ponerse
precipitadamente atrabajar, ya que le encargan chuzas para los que están
desarmados.
***
Toda revolución es
un hecho singular, compendia características peculiares, situaciones típicas,
determinados alineamientos sociales y políticos, un específico devenir de la
región en donde estalla, pero además sirve de medida de las capacidades de
quienes las dirigen. La ruptura del antiguo orden y la incógnita de lo nuevo,
libera pasiones, promueve heroísmos, despierta utopías, pero también pone en
relieve avaricias e infamias. En la hora del principio del fin la gente suma lo
mejor y lo peor de sí misma. Está dispuesta a entregar lo más preciado, pero no
puede evitar las debilidades y flaquezas que devienen del tiempo en que le tocó
vivir y que comienzan a abandonar. Tal
vez sea por eso que Ramón Fernández, cuando se comunica con Buenos Aires luego
de la partida de Pedro Viera a Soriano, nada dice del esfuerzo de los que lo
precedieron en la organización del alzamiento. No explicita que fue hecho
prisionero en Monte de Asencio, ni las circunstancias que lo situaron como
Comandante. Conoce el oficio de la diplomacia y de la guerra y sabe que es tan
importante lo que informa como lo que oculta y que hay formas de engañar sin
falsear la realidad. Una vez que asume el mando y sin enojosos controles, se
coloca ante los superiores como el mentor del levantamiento. Las
contradicciones bullen en su interior. Y así como claudica ante sí mismo, no
deja de preocuparse por la situación que enfrenta. Por un lado no reacciona
ante las ilegalidades que sus subordinados cometen y por el otro está
preocupado por la suerte de los enemigos detenidos.
-He tratado de
recoger a todos en pelotón para que luego que todo se vaya organizando, poner
en libertad a los vecinos afincados, bajo sus correspondientes fiadores, para
cuando se les necesite. Hay que mantenerlos entretenidos, por lo menos hasta
saber la determinación de la Junta Suprema -le dice a su colaborador Mariano
Vega.
No obstante está
preocupado por un posible asalto de las tropas desde Montevideo o Colonia y por
las escasas fuerzas de que dispone.
-Voy a oficiar a
Don José Artigas, de quien tengo noticia hallarse en Nogoyá, jurisdicción de
Santa Fe o en su defecto al primer jefe de las tropas que se hallare, para que
me auxilien a la mayor brevedad, pues puedo ser atacado y me veré precisado de
abandonar estos puntos.
Brillan los ojos
de Mariano Vega cuando escucha el nombre de Artigas.
-No puedo
extenderme a mayores conquistas por no tener como sostenerme. Aguardo que nos
protejan, aunque sea con un pequeño número de gentes, armamento y algunas
municiones, avisándome el punto donde han de desembarcar, para agregar a los de
esta banda algunos. Para abultar su número. Y al mismo tiempo que se ordene a
los que están en la bajada, vengan a reunirse, pues no hallarán óbice alguno
hasta estos puntos.
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