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RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (7)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

Es jueves 28 de febrero. Amanece. Una exaltada multitud está reunida en los accesos a Capilla Nueva de Mercedes. Hace calor y nadie ha dormido por la expectativa de lo que pueda suceder. Está claro que aquella muchedumbre no es una “partida de salteadores” como la rotularon las autoridades españolas. En ella hay comerciantes, vecinos establecidos, soldados, paisanos que viven de su jornal o sueldo, el más amplio espectro social. Y están prácticamente desarmados, su arsenal lo compone solamente algún trabuco naranjero, alguna pistola, algún que otro sable, pero predominan las lanzas de tacuara enastadas con tijeras de esquilar, las medias lunas de desjarretar o simplemente las varas flexibles de membrillo y guayabo y alguno, carente de cualquier otra posibilidad, carga en sus manos simplemente rocas que ha recogido en el camino. Pero todos cuentan con la peor arma, la más letal, es que sin excepción en sus ojos hay ira, una ira incontenible que viene de lejos y que comienza a encontrar un cauce. A la cabeza, junto a Viera y Benavidez, marcha Ramón Fernández y su partida:

-Los blandengues trataron de pasarse y haciendo fuego el Comandante le seguí y le apresé, pero comprendí que era americano y se comprometió a seguirnos en la empresa, por eso lo incluí entre los que nos acompañan junto con su tropa -explica Viera a los que le preguntan por Fernández.

Los españoles por la noche no durmieron. Expectantes, ahora miran atrincherados desde las azoteas a las bocacalles iluminadas y apuntan a los vecinos con la artillería que tienen instalada en cada esquina de la Plaza. Cada media hora cañonean al viento procurando amedrentar, pero solamente logran enervar aún más a la multitud. A su frente el murmullo crece, los paisanos estrujan sus armas, chispea el metal y resoplan las bestias. Viera designa al histriónico Reyes como parlamentario, quien con afectación asume su nueva obligación. Con el pecho hinchado camina ceremoniosamente a entrevistarse con el Comandante español.

-Tiene el aplomo de un perfecto militar -comenta risueño en voz baja Correa a Viera.

Reciben al enviado el Coronel Agustín de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas. Como siempre en estas ocasiones el momento es tenso.

-¿Qué gente es la que viene? -pregunta el militar español.

La pregunta es retórica. Más para generar expectativas que para otra cosa.

-Con el anteojo ya vieron la columna de tropa…, de Buenos Aires y del continente...- eresponde el improvisado embajador.

Los jefes españoles calibran la situación. El silencio es de segundos, pero parecen horas. Lo que tienen por delante es trascendente. Sospechan con razón que no todos los que están de su lado llegado el momento van a obedecer, es que al repartir los soldados alrededor de la Plaza les llamó la atención que veinte hombres voluntarios, hijos del país, comandados por el sargento Ángel Rodríguez y el Cabo Isidoro Esquivel, colocaran un pañuelo en el sombrero, lo que posiblemente fuera una señal. No podían saber que justamente Reyes, con quien están parlamentando, había seducido al sargento.  Le había dicho:

-Convoque a los paisanos a su mando y a lo que avancen los insurgentes, viren contra los españoles, pero que cada uno tenga un pañuelo en el bolsillo, para ponérselo en la copa del sombrero a la hora del ataque y de esa forma serán conocidos por los partidarios de la patria.

Ante la situación los jerarcas españoles disponen que en caso de no concretarse una rendición, los hombres de la vincha serían los primeros en perecer.

***

La situación de los españoles es por demás endeble. El contingente frente suyo es importante y además están infiltrados. No les queda alternativa.

-Ya se vencen los tres minutos que traigo de plazo y no responden nada, por eso con permiso de ustedes me voy -apresura Reyes a los españoles.

Pero el Comandante lo detiene con un gesto.

-Entrego el pueblo a la disposición del gobierno de Buenos Aires, libre de vidas y haciendas.

Reyes está radiante pero no quiere que los españoles lo noten. Y con la misma pomposidad con la que inició la entrevista, regresa adonde está Viera. La gente lo mira expectante. El portugués recibe la noticia y la comunica a Fernández e inmediatamente ordena la forma cómo deben ingresar los sitiadores a la ciudad. El júbilo es total. Van a tomar Mercedes, es la primera derrota española en la Banda Oriental.

-La prisión que hicieron los nuestros a la partida de españoles en Monte de Asencio les hizo desmayar mucho, que sino hay un descalabro muy grande -evalúa exultante Correa la claudicación de los peninsulares.

Y el improvisado ejército comienza a andar.

***

El Coronel Agustín de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas esperan en la casa del pulpero Anselmo Crespo, adonde pactaron la rendición. Los insurgentes ni bien llegan incautan todas las armas y municiones, como primera medida de la ocupación. La Plaza está atiborrada. La emoción embarga a los alzados cuando la bandera imperial es arriada. Es algo nuevo, no solamente por el valor simbólico, también lo es porque son ellos, simples vecinos, los que la están quitando. Ese sencillo gesto proclama a los cuatro vientos, que el Imperio no es invencible, que no es una fatalidad ante la que tengan que resignarse, ya que sin apoyo y casi sin armas han logrado derrotarlo. Nadie sabe lo que sobrevendrá, pero no es momento de especular. Es momento de defender lo conquistado. Viera encuentra a Correa entre la multitud.

-Mi Alférez, ahora es que preciso de usted más que nunca. Tomé las mejores posiciones, procurando personalmente informarme del estado de la ciudad, pero es necesario que extienda un oficio para el primer jefe más inmediato, a efectos de que nos auxilie con alguna gente con armas, por si somos atacados de Montevideo.

Está preocupado. El teniente José Maldonado medita sobre su mala suerte; ha sido encerrado, junto con Jaime Vidal y otros españoles en una sala de la casa de Anselmo Crespo, desde donde observa a Pedro Viera y Ramón Fernández dar órdenes a diestra y siniestra, este último es el nuevo Comandante de la ciudad. En el resto de ella todo está en ebullición. A las once de la mañana Pedro Viera sale con sus hombres hacia Santo Domingo de Soriano y una división con cuarenta insurgentes parte para los pueblos de San Salvador y Espinillo a prevenir a los jueces, bajo pena de vida, que obedezcan a Buenos Aires. Los Comandantes y el Alcalde reorganizan los servicios gubernativos, en particular que no haya desórdenes, hasta que la Junta de Buenos Aires determine lo que juzgue conveniente; la pólvora y las balas que hay en las pulperías es recogida para hacer cartuchos para la artillería que está en el Cuartel celosamente custodiada por un Comandante artillero, cuatro cabos y dieciséis hombres. La revolución todo lo cambia, todo está trastocado, los españoles son encarcelados, a los pudientes les confiscan dinero contra recibo y solamente los mozos de las pulperías son autorizados a salir, bajo custodia, durante el día, para despachar a los vecinos hasta la hora de la oración, momento en el que deben reanudar su arresto. La vida muda hasta para el herrero de Mercedes, que tiene que ponerse precipitadamente atrabajar, ya que le encargan chuzas para los que están desarmados.

***

Toda revolución es un hecho singular, compendia características peculiares, situaciones típicas, determinados alineamientos sociales y políticos, un específico devenir de la región en donde estalla, pero además sirve de medida de las capacidades de quienes las dirigen. La ruptura del antiguo orden y la incógnita de lo nuevo, libera pasiones, promueve heroísmos, despierta utopías, pero también pone en relieve avaricias e infamias. En la hora del principio del fin la gente suma lo mejor y lo peor de sí misma. Está dispuesta a entregar lo más preciado, pero no puede evitar las debilidades y flaquezas que devienen del tiempo en que le tocó vivir y que comienzan a abandonar.  Tal vez sea por eso que Ramón Fernández, cuando se comunica con Buenos Aires luego de la partida de Pedro Viera a Soriano, nada dice del esfuerzo de los que lo precedieron en la organización del alzamiento. No explicita que fue hecho prisionero en Monte de Asencio, ni las circunstancias que lo situaron como Comandante. Conoce el oficio de la diplomacia y de la guerra y sabe que es tan importante lo que informa como lo que oculta y que hay formas de engañar sin falsear la realidad. Una vez que asume el mando y sin enojosos controles, se coloca ante los superiores como el mentor del levantamiento. Las contradicciones bullen en su interior. Y así como claudica ante sí mismo, no deja de preocuparse por la situación que enfrenta. Por un lado no reacciona ante las ilegalidades que sus subordinados cometen y por el otro está preocupado por la suerte de los enemigos detenidos.

-He tratado de recoger a todos en pelotón para que luego que todo se vaya organizando, poner en libertad a los vecinos afincados, bajo sus correspondientes fiadores, para cuando se les necesite. Hay que mantenerlos entretenidos, por lo menos hasta saber la determinación de la Junta Suprema -le dice a su colaborador Mariano Vega.

No obstante está preocupado por un posible asalto de las tropas desde Montevideo o Colonia y por las escasas fuerzas de que dispone.

-Voy a oficiar a Don José Artigas, de quien tengo noticia hallarse en Nogoyá, jurisdicción de Santa Fe o en su defecto al primer jefe de las tropas que se hallare, para que me auxilien a la mayor brevedad, pues puedo ser atacado y me veré precisado de abandonar estos puntos.

Brillan los ojos de Mariano Vega cuando escucha el nombre de Artigas.

-No puedo extenderme a mayores conquistas por no tener como sostenerme. Aguardo que nos protejan, aunque sea con un pequeño número de gentes, armamento y algunas municiones, avisándome el punto donde han de desembarcar, para agregar a los de esta banda algunos. Para abultar su número. Y al mismo tiempo que se ordene a los que están en la bajada, vengan a reunirse, pues no hallarán óbice alguno hasta estos puntos.

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