lunes

RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (6)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

La noticia de la derrota española en Monte de Asencio cae como fuego en un pajonal. En Mercedes la gente está fuera de sí, festeja en donde puede, bromea, ríe. Cae la noche y un importante contingente de alzados procura refugio en la costa del Río Negro, entre los arroyos Dacá y Asencio, en la chácara de Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez. Aquellos paisanos también en su momento tuvieron que enfrentar la prepotencia colonial, cuando el comerciante porteño y hacendado de Soriano Juan Bautista Álvarez, para quedarse con la propiedad, los había acusado ante las autoridades de albergar gente “suelta” de la campaña.

-Su conducta se me ha hecho odiosa por varios motivos como son consentir en su casa personas vagas, siendo ella un refugio y abrigo de todas ellas -denunció ante las autoridades.

El desalojo no prosperó y paradojalmente ahora en el lugar los paisanos están atrincherados para enfrentar al español.  Entre los insurrectos la alegría es tal que muy pronto enciende los siete versos del pericón. Los improvisados bailarines caminan en forma circular, entre giros y contra giros, cambios de frente, pasos caminados, escobillados y zapateadas a pie entero. Hacia el final los bailarines se reúnen en el centro, adonde dan grandes y violentos saltos, antes de caer con los pies paralelos. Entonces levantan el pañuelo.

-¡Viva la patria! -el grito es más que un festejo.

Arden los fogones. Nadie habla de otra cosa que de lo ocurrido por la mañana. En la casa están reunidos los capataces con Gutiérrez. Rosa Arriola, la mujer del anfitrión, los escucha y ceba mate, mientras su hija Felipa junto a sus amigas, atisba con picardía por las rendijas de las ventanas.

-¡Está la flor de la mozada! -comenta Felipa, las mozas miran fascinadas a la muchachada que hace alarde de sus destrezas.

En la improvisada pista de baile descuella, con sus giros y contra giros, Perico, el bailarín.

***

Una empalizada protege a la chácara de los perros cimarrones. El barro seco de las precarias edificaciones está sostenido por varillas y el techo de paja por fuertes horquetas. La vivienda principal es larga y achatada y cuenta con varias ventanas. A un costado de la casa, reposa un barril con agua potable sobre una armazón de troncos con toscas ruedas, que permiten sacar agua del río. El resto de las edificaciones guardan trebedos para poner vasijas en el fuego, duelas de madera para los toneles, zarzos adonde colgar aperos, barricas y cuarterolas. A cierta distancia y en un lugar ventilado, sostenidos por cuatro postes, los noques almacenan el trigo. Decenas de desjarretadoras han sido apoyadas por los paisanos contra las paredes, con el jarretón en el suelo, muy probablemente serán usadas al día siguiente, si los españoles no se rinden. Entre los bailarines comienzan los chispeantes recitados. Una voz varonil se hace escuchar:

-Igual que la tera al tero / para ser querida / la mujer arrastra el ala / como si estuviera herida.

Y una voz femenina responde entre el gentío.

-Los hombres son / como el macho torcaza / bajan la cabeza / cuando una mujer lo abraza.

Las celebraciones llegan hasta Cecilio Guzmán que está apoyado en la empalizada. El corral para vacunos y yeguas es de espinillo y está atado con huascas de cuero, pero cede ante el peso del paisano. Es notoria su impaciencia, desde que partió rumbo al Monte de Asencio el día anterior nada sabe de su familia. Decide ir a verla ya que su rancho, en el que lo esperan su mujer Carmela, y sus hijos, es aledaño al de Rodríguez. Va por su lanza de tacuara. Cuando comienza a cruzar el campo los rayos del sol apenas iluminan. Lo despide el ladrido de los perros, que van callando cuanto el criollo más avanza. Lo invade el matizado silencio del campo, el olor de la pradera y el crepúsculo escarlata. Hace rato que no escucha los gritos y festejos y el sofocado entorno lo estremece, por lo que intenta distraerse y especula con que invisibles entre el raleado pasto sobre el que camina ha de haber escondites de mulitas. No lejos divisa un trío de teros, picotean lo que seguramente serán insectos o pequeñas sabandijas que quedaron expuestas al ararse la hacienda vecina. El hombre piensa que los teros son excelentes guardianes ya que con una voz audible a la distancia avisan de la presencia de cualquier intruso y que además, para esconder el nido, son capaces de atraer para si la atención, de cojear o arrastrar el ala como si estuvieran heridos, o de echarse en otro sitio. Al sentirlos intuye que está cerca de sus crías; ahora las aves giran en un tronco, desde donde emiten un griterío relativamente suave y corto. Continúa caminando y percibe que los chillidos son más fuertes y que uno de los teros lo sobrevuela. Instintivamente levanta la lanza sobre su cabeza. Ahora los gritos son ensordecedores y los teros vecinos acuden en auxilio. Son decenas y comienzan a rodearlo, surgen de los leños, de los pastos, de las rocas, de los plantíos. La súbita rebelión de la naturaleza cubre de rugidos y aleteos el aire. El día está en sus estertores. Para la banda de teros aquel individuo es un intruso, un extraño y con fuertes exclamaciones y castañeteos, lanzan un ataque. Merced a la luz del recién encendido farol Cecilio distingue su casa y corre hacia ella. Lo sigue un hervidero de furiosas aves, que desgranan colosales alaridos. Piensa en el mandato de la naturaleza, cuando en la puerta del rancho abraza a sus hijos y hunde su cara en el sensual perfume de su mujer. Pronto, muy pronto, tendrá que abandonarlos, nuevamente el rugir de la historia desune lo que está destinado a permanecer.

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