(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
La noticia de la
derrota española en Monte de Asencio cae como fuego en un pajonal. En Mercedes
la gente está fuera de sí, festeja en donde puede, bromea, ríe. Cae la noche y
un importante contingente de alzados procura refugio en la costa del Río Negro,
entre los arroyos Dacá y Asencio, en la chácara de Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez.
Aquellos paisanos también en su momento tuvieron que enfrentar la prepotencia
colonial, cuando el comerciante porteño y hacendado de Soriano Juan Bautista
Álvarez, para quedarse con la propiedad, los había acusado ante las autoridades
de albergar gente “suelta” de la campaña.
-Su conducta se me
ha hecho odiosa por varios motivos como son consentir en su casa personas
vagas, siendo ella un refugio y abrigo de todas ellas -denunció ante las
autoridades.
El desalojo no
prosperó y paradojalmente ahora en el lugar los paisanos están atrincherados
para enfrentar al español. Entre los
insurrectos la alegría es tal que muy pronto enciende los siete versos del
pericón. Los improvisados bailarines caminan en forma circular, entre giros y
contra giros, cambios de frente, pasos caminados, escobillados y zapateadas a
pie entero. Hacia el final los bailarines se reúnen en el centro, adonde dan
grandes y violentos saltos, antes de caer con los pies paralelos. Entonces
levantan el pañuelo.
-¡Viva la patria! -el
grito es más que un festejo.
Arden los fogones.
Nadie habla de otra cosa que de lo ocurrido por la mañana. En la casa están
reunidos los capataces con Gutiérrez. Rosa Arriola, la mujer del anfitrión, los
escucha y ceba mate, mientras su hija Felipa junto a sus amigas, atisba con
picardía por las rendijas de las ventanas.
-¡Está la flor de
la mozada! -comenta Felipa, las mozas miran fascinadas a la muchachada que hace
alarde de sus destrezas.
En la improvisada
pista de baile descuella, con sus giros y contra giros, Perico, el bailarín.
***
Una empalizada
protege a la chácara de los perros cimarrones. El barro seco de las precarias
edificaciones está sostenido por varillas y el techo de paja por fuertes
horquetas. La vivienda principal es larga y achatada y cuenta con varias
ventanas. A un costado de la casa, reposa un barril con agua potable sobre una armazón
de troncos con toscas ruedas, que permiten sacar agua del río. El resto de las
edificaciones guardan trebedos para poner vasijas en el fuego, duelas de madera
para los toneles, zarzos adonde colgar aperos, barricas y cuarterolas. A cierta
distancia y en un lugar ventilado, sostenidos por cuatro postes, los noques almacenan
el trigo. Decenas de desjarretadoras han sido apoyadas por los paisanos contra
las paredes, con el jarretón en el suelo, muy probablemente serán usadas al día
siguiente, si los españoles no se rinden. Entre los bailarines comienzan los
chispeantes recitados. Una voz varonil se hace escuchar:
-Igual que la tera al tero / para ser querida / la
mujer arrastra el ala / como si estuviera herida.
Y una voz femenina
responde entre el gentío.
-Los hombres son / como el macho torcaza / bajan
la cabeza / cuando una mujer lo abraza.
Las celebraciones
llegan hasta Cecilio Guzmán que está apoyado en la empalizada. El corral para
vacunos y yeguas es de espinillo y está atado con huascas de cuero, pero cede
ante el peso del paisano. Es notoria su impaciencia, desde que partió rumbo al
Monte de Asencio el día anterior nada sabe de su familia. Decide ir a verla ya
que su rancho, en el que lo esperan su mujer Carmela, y sus hijos, es aledaño al
de Rodríguez. Va por su lanza de tacuara. Cuando comienza a cruzar el campo los
rayos del sol apenas iluminan. Lo despide el ladrido de los perros, que van
callando cuanto el criollo más avanza. Lo invade el matizado silencio del
campo, el olor de la pradera y el crepúsculo escarlata. Hace rato que no
escucha los gritos y festejos y el sofocado entorno lo estremece, por lo que intenta
distraerse y especula con que invisibles entre el raleado pasto sobre el que
camina ha de haber escondites de mulitas. No lejos divisa un trío de teros,
picotean lo que seguramente serán insectos o pequeñas sabandijas que quedaron expuestas
al ararse la hacienda vecina. El hombre piensa que los teros son excelentes
guardianes ya que con una voz audible a la distancia avisan de la presencia de
cualquier intruso y que además, para esconder el nido, son capaces de atraer
para si la atención, de cojear o arrastrar el ala como si estuvieran heridos, o
de echarse en otro sitio. Al sentirlos intuye que está cerca de sus crías;
ahora las aves giran en un tronco, desde donde emiten un griterío relativamente
suave y corto. Continúa caminando y percibe que los chillidos son más fuertes y
que uno de los teros lo sobrevuela. Instintivamente levanta la lanza sobre su
cabeza. Ahora los gritos son ensordecedores y los teros vecinos acuden en
auxilio. Son decenas y comienzan a rodearlo, surgen de los leños, de los
pastos, de las rocas, de los plantíos. La súbita rebelión de la naturaleza
cubre de rugidos y aleteos el aire. El día está en sus estertores. Para la banda
de teros aquel individuo es un intruso, un extraño y con fuertes exclamaciones
y castañeteos, lanzan un ataque. Merced a la luz del recién encendido farol Cecilio
distingue su casa y corre hacia ella. Lo sigue un hervidero de furiosas aves,
que desgranan colosales alaridos. Piensa en el mandato de la naturaleza, cuando
en la puerta del rancho abraza a sus hijos y hunde su cara en el sensual
perfume de su mujer. Pronto, muy pronto, tendrá que abandonarlos, nuevamente el
rugir de la historia desune lo que está destinado a permanecer.
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