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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (19)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

8 (2)

-Contame más de la ciudad. Las mujeres, por ejemplo. ¿Conociste muchas?

-Uno termina conociendo bastantes. Demasiadas, para mi gusto.

-¿Y qué tal? Dale, contame.

-No hay mucho que contar.

-¿Y los moteles son tan lujosos como se dice?

-Son lujosos, de verdad. Con espejos en el techo, buena comida, música, piscina, televisión. Pero el problema es que son caros. Y hay que tener auto. O encontrar alguna muchacha que tenga auto.

-Lo que parece haber sido tu caso.

Se rio y no dijo nada. Pero después de mirar la plaza se acomodó en la silla, me miró y ya no sonreía.

-Ayer de noche me pasó algo curioso.

-¿Dónde?

-En casa. Estaba solo en la sala, ya se habían ido todos a dormir y me acordé de unas uvas que Ester compró una vez, aquellas uvas blancas -y me mostró el volumen levantando los dedos- grandes así. Estaban adentro de una bolsa de nailon en la heladera, y mientras trataba de cortar un racimo descubrí un algodón en el medio y de allí de repente salió corriendo una araña. Me asusté como el carajo, te juro. La saqué para afuera con el cuchillo y la tiré en la pileta.

-¿Era muy grande?

-No, una arañaita de nada. Si yo hasta pensé: coño, asustarme con este pedacito de cosa viva.

-Nunca te gustaron las arañas.

-No. Pero igual, no era para asustarse tanto. Y cuando abrí la canilla y la arañita se fue al demonio empecé a pensar cómo habría hecho para encontrar un pedazo de algodón y cargarlo hasta aquellas uvas blancas. Era una sobreviviente, ¿te das cuenta? Estaba lo más tranquila entre los racimos esperando vaya a saber lo qué, poner huevos, por ejemplo. Claro que moriría en cualquier momento pero ella seguía allí, viva, en el escondite que había inventado.

Yo estaba mirando la plaza y de golpe las vi a las dos, pasando bajo un farol.

-Una sobreviviente, una arañita de nada, un cuarto de la primera falange de mi dedo meñique, ¿qué te parece?

-Bueno, bueno, bueno. Mirá a quién tenemos aquí.

Me miró, sin entender, y yo me paré. Miriam vino a darme un beso.

-Hola, Ángel -dijo Hilda.

-Hola. ¿Cómo les va?

-Estás un poco más flaco -comentó Miriam.

-Todo el mundo me dice lo mismo.

-Sí, realmente -dijo Hilda. -¿Tan mal te están tratando en la ciudad?

-Uno termina corriendo todo el día y a veces hasta se olvida de comer -la miró con atención. -No es como aquí, donde la gente tiene más tiempo para alimentarse.

-¿Eso quiere decir que me encontrás más gorda?

-Bueno, muchachos, ¿qué les parece si vamos a tomar un helado? -la empujé a Miriam, y ellos nos siguieron en silencio.

-No fue por falta de aviso -dijo Miriam, con la boca torcida.

-Callate -torcí la boca yo.

Compré los tickets para los helados y cada uno eligió el suyo. Miriam y yo nos sentamos en uno de los bancos de la calle y ellos en otro desde donde les escuchábamos la conversación.

-Me imagino que en la ciudad se conoce a mucha gente.

-Es que hay gente de más, realmente. Gente entrando, saliendo, bajando todo el día. Sin parar.

-Muchas mujeres también, me imagino.

-Sí. Muchas mujeres.

-Algunas deben ser especiales.

-Hay de todo. Lindas, feas, bajas, gordas, japonesas-

-¿Japonesas?

-Ahora hay una invasión de japonesas. Restaurantes, cines y hasta canales de televisión con programas japoneses.

-¿Y cómo son las japonesas?

-No sé. Todavía no tuve tiempo de averiguarlo.

-No deben ser muy diferentes que las otras.

-Tampoco tuve tiempo de averiguar cómo son las otras.

-Ah, vamos, vamos-

Pero Ángel no dijo nada, esta vez. Se levantó, fue a tirar la servilleta en el tacho de la basura y volvió.

-Bueno, ya me estoy yendo.

-¿Ya? -dijo Miriam. -Pero si todavía es temprano-

-Estoy cansado y además hoy no quiero acostarme tarde -se dio vuelta hacia Hilda. -Nos vemos, Hilda.

-Chau.

Ángel se fue y ella entró a lavarse las manos en la heladería. Miriam y yo nos sentamos a terminar nuestros helados.

-Bueno -dijo Miriam.

-No digas nada.

-¿Para qué decir algo?

-Fue una tentativa. Válida, me parece.

Las acompañé hasta sus casas. Cruzamos la plaza y subimos por las calles oscuras y llenas de grillos. Hilda iba al lado nuestro sin decir nada, y en cierta forma me dio lástima. Era como si los tres estuviésemos vislumbrando un futuro solitario, como si hubiera perdido su última chance. Aunque eso pudiera no ser cierto, claro. Yo tenía el brazo sobre los hombros de Miriam y pensaba: esta es la mujer que elegiste. Y observando la curva de la nuca y el perfil de la nariz recta y segura pensé que todavía no la conocía, o que ella era parte de otra realidad que ni precisaría conocer, porque el amor ocupaba ese espacio. El aire de la noche nos llegaba cargado de olores penetrantes, y sentí temblar levemente a Miriam debajo de mi brazo.

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