Arte y técnica escénica
EL TEATRO MORTAL (2)
Puesto que hablamos de teatro mortal, hagamos notar que la diferencia entre
vida y muerte, de claridad cristalina en el hombre, queda de algún modo velada
en otros campos. Un médico distingue en seguida entre el vestigio de vida y el
ínútil saco de huesos que la vida deja; pero tenemos menos experiencia en
observar cómo una idea, una actitud o una forma pueden pasar de lo vivo a lo
moribundo. Esto, que resulta difícil de definir, es capaz de advertirlo sin
embargo un niño. Pondré un ejemplo. En Francia hay dos maneras mortales de
interpretar una tragedia clásica. Una, tradicional, requiere voz y ademanes
especiales, noble aspecto y un exaltado y musical modo de expresarse. La otra
no es más que una fría versión de la anterior. Los gestos imperiales y los
valores reales están desapareciendo rápidamente de la vida cotidiana, de ahí
que cada nueva generación considere los ademanes grandiosos como algo cada vez
más vacío y carente de sentido. Esto lleva al actor joven a una furiosa e
impaciente búsqueda de lo que él llama verdad. Desea interpretar el verso de
manera más realista, hacer que suene como Dios manda, como auténtico lenguaje,
pero observa que la solemnidad del texto es tan rígida que se resiste a este
tratamiento. Se ve obligado a un incómodo compromiso que no es refrescante,
como el de la charla ordinaria, ni desafiantemente histriónico, como el de un
comicastro. Su forma de actuar es débil y debido a que la del comicastro es
fuerte, se la recuerda con cierta nostalgia. Inevitablemente, alguien exige que
una vez más se interprete la tragedia “como está escrita”, lo cual es bastante
razonable, si bien, por desgracia, lo único que puede decirnos la palabra
impresa es lo que se escribió en el papel, no cómo se le dio vida en otro
tiempo. No existen discos ni cintas magnetofónicas y, naturalmente, ninguno de
los eruditos tiene conocimientos de primera mano. Las verdaderas antigüedades
han desaparecido y sólo sobreviven algunas imitaciones bajo forma de actores
tradicionales, que continúan interpretando al estilo tradicional, inspirándose
no en fuentes reales, sino en fuentes imaginativas, como puede ser el recuerdo
de la voz de un actor más viejo, que, a su vez, recordaba el estilo
interpretativo de algún predecesor.
En cierta ocasión asistí a un ensayo de la Comedie Française. Un actor muy
joven estaba frente a uno muy viejo, y su voz y gestos eran con respecto a este
como el reflejo de una imagen ante el espejo. No ha de confundirse esto con la
gran tradición, por ejemplo la transmisión oral de conocimientos de padre a
hijo en los actores del teatro No, ya
que en este caso se comunica significado, y el significado nunca pertenece al
pasado. Cabe comprobarlo en la actual experiencia de cada hombre. Imitar las
formas externas de la interpretación no hace más que perpetuar el ademán, un ademán
difícil de relacionar con cualquier otra cosa.
Con respecto a
Shakespeare oímos o leemos el mismo consejo: “Interprete lo que está escrito”.
Pero ¿qué está escrito? Ciertas claves sobre el papel. Las palabras de
Shakespeare son registros de las palabras que él deseaba que se pronunciaran,
palabras que surgen como sonidos de labios de la gente, con tono, pausa, ritmo
y gesto como parte de su significado. Una palabra no comienza como palabra,
sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la
actitud y la conducta que dictan la necesidad de expresión. Este proceso se
realiza en el interior del dramaturgo, y se repite dentro del actor. Tal vez
ambos son sólo conscientes de las palabras, pero tanto para para el autor como
luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca
formación invisible. Algunos escritores intentan remachar su significado e
intenciones con acotaciones y explicaciones escénicas; sin embargo, no deja de
chocar el hecho de que los mejores dramaturgos son los que menos acotan.
Reconocen que las indicaciones son probablemente inútiles. Se dan cuenta de que
el único modo de encontrar el verdadero camino para la pronunciación de una palabra
es mediante un proceso que corre parejo con el de la creación original. Dicho
proceso no puede pasarse por alto ni simplificarse. Por desgracia, en cuanto un
amante o un rey hablan nos apresuramos a colocarles una etiqueta: el amante es “romántico”
y el rey “noble”, y antes de conocer el alcance de estos dos adjetivos hablamos
ya de amor romántico y nobleza real o principesca, como si fueran cosas que
pudiéramos retener en nuestra mano y confiáramos en que las observen los
actores. Lo cierto es que no son sustancias y que no existen. Si vamos en su
busca, lo mejor es realizar un trabajo de reconstrucción y conjetura a partir
de libros y cuadros. Si solicitamos a un actor que interprete su papel al “estilo
romántico”, lo intentará valerosamente, pensando que sabe lo que se le pide.
¿Qué es lo que en realidad puede aportar? Corazonada, imaginación y un álbum de
recuerdos teatrales que le proporcionarán un vago “romanticismo” y que mezclará
con una disfrazada imitación de cualquier actor que haya admirado. Si se
adentra en sus propias experiencias el resultado puede no casar con el texto;
si se limita a interpretar lo que a su entender es el texto, quedará imitativo
y convencional. En ambas maneras el resultado es un compromiso, la mayoría de
las veces no convincente. Es vano pretender que las palabras que aplicamos a
las obras clásicas, tales como “musical”, “poético”, “más amplio que la vida”, “noble”,
“heroico”, “romántico”, tengan un significado absoluto. Se trata en realidad de
reflejos de una acritud crítica de un período particular, y hoy día intentar
una representación de acuerdo con estos cánones es el camino más seguro para
llegar al teatro mortal, teatro mortal de una respetabilidad que lo hace pasar
como una verdad viva.
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