por Fidel Maguna
El narrador
uruguayo Mario Levrero (que se llamaba en realidad Jorge Varlotta, 1940-2004)
se ha convertido en emblema de las nuevas corrientes literarias. Lo que sigue
es un sentido y peculiar homenaje
Piriápolis, una
noche de julio de 1966, casa del pintor Tola Invernizzi
Jorge Varlotta se tapa la cara con un
almohadón y se echa para atrás. El resto de los presentes está en silencio. Es
tarde en la noche y el titiritero Policho Sosa lee en voz alta la primera
novela del joven Jorge. El título es escueto: La ciudad; apenas la terminó fue corriendo, con su novia María
Lina, a casa de su amigo Tola Invernizzi para mostrársela a él y a su esposa
Milka. Policho, que estaba en casa de Tola, propuso leerla en voz alta, y en
eso está: el silencio es absoluto y Jorge siente vergüenza, por eso le quita el
almohadón a su novia para cubrirse la cara, como un niño. Pero nadie, excepto
María Lina, repara en su gesto, de tan metidos que están en el relato.
Cuando Policho termina de leer Jorge
sigue con la cara hundida en el almohadón. El silencio continúa hasta que Milka
se para y va a preparar café. Cuando regresa con las cinco tazas Jorge ya sacó
la cara y mira tímidamente al resto. Uno por uno, todos hablan y coinciden en
su juicio: Jorge Mario Varlotta Levrero, a sus veintiséis años, acababa de escribir
una novela extraordinaria.
También, esa misma noche, el joven
escritor empezaba a ser dos hombres: La ciudad había nacido de una parte suya
que él no conocía; no era obra suya, pero tampoco ajena, y por eso decidió
firmarla con su segundo nombre y su segundo apellido: Jorge Varlotta iría por
un camino y Mario Levrero por otro. Por eso sus familiares y amigos lo
recuerdan como Jorge y sus lectores como Mario. El que pagaría las cuentas y
hablaría con sus hijos sería Jorge Varlotta; el que escribiría una obra —que
sin exageraciones los críticos la ponen en la senda de Kafka— sería Mario
Levrero.
Piriápolis, ruinas
de la Iglesia de Piria, una mañana de febrero de 2019
María Lina Mondello termina de contar
la historia de la noche en que nació Mario Levrero y mira el bosque. Tiene
ochenta y un años y está sentada en un escalón de piedra de la iglesia en
ruinas. Dos perros negros se acercan a ella y los acaricia. Me mira, con los
ojos vueltos al pasado. Recuerda la librería de usados del centro de Piriápolis
en la que Levrero vivía, la primera vez que entró ahí, con miedo, y una araña
gigante cayó del techo; recuerda cómo se dormía por las noches escuchando el
sonido de los dedos de Jorge tecleando en la máquina de escribir; las lecturas
de Felisberto Hernández; un ejemplar suyo de Historias de cronopios y de
famas que circuló por todo el pueblo; recuerda su embarazo y que esperaban
un varón; recuerda que antes del parto soñó con un barco y recuerda a Tola
Invernizzi con un ramo de flores el día del nacimiento de su hija, y que Tola
dijo: “Estas flores son para Carla”. Recuerda que Jorge aceptó el nombre Carla
porque, dijo, “todos los nombres de mujer son lindos”. María Lina recuerda
muchas cosas con luminosa lucidez y ríe, y nos hace reír. Es una gran narradora
oral: con una invariable calma en la voz nos mete en su relato y nos pasea por
la Piriápolis de fines de los sesenta y nos hace —a mi compañera y a mí— alzar
la vista y mirar la ruta que lleva a Pan de Azúcar convertida en una calle de
tierra: entonces podemos verlo a Mario caminando, con una bolsa en la mano en
la que lleva medio kilo de carne picada (no tiene heladera y camina todos los
días hasta la carnicería); con la cabeza gacha, pensando en una carta de Dylan
Thomas que leyó durante el desayuno, en la que Dylan Thomas dice que no puede
considerar hermosa ninguna cosa efímera; que la belleza era cuestión de
eternidad. Y el joven Mario Levrero sonríe y mira la iglesia en ruinas en la
que estamos, y se acerca a nosotros, y nos presiente, pero no nos ve, porque
alza la cabeza y mira un horrible Cristo de madera que hay sobre el portal; y
después camina unos pasos y se queda con la vista puesta en la rama de un árbol
que crece en el interior de la iglesia y asoma por una de sus ventanas y piensa
—sí, podemos oír su pensamiento— que no está de acuerdo con Dylan Thomas porque
él no puede pensar en nada que no sea efímero:
—Aun las formas puras —susurra con el
pensamiento— necesitan de una mente efímera para existir. La belleza está en la
mente, no en las cosas; y las formas puras sólo existen en la mente. (Esta escena
imaginada está tomada de una anécdota narrada por Mario Levrero en El discurso vacío. Las palabras que
pronuncia son cita textual del libro).
Después la figura de Jorge Varlotta
—y de Mario Levrero— sencillamente desaparece. María Lina nos saca del pasado
con una fina ironía sobre el presente, haciéndonos observar a una pareja de
jóvenes que se saca selfies a unos metros de nosotros. Nos reímos, y ella
también, y luego entramos, otra vez, a la espesura del silencio.
Montevideo, una mañana de mayo de 2004
En la cama, con los ojos todavía cerrados, Jorge Varlotta recuerda la visita de Tola Invernizzi al sueño que acaba de soñar: Tola estaba del otro lado de una senda peatonal, tomando un helado, y le dice que cruce para que pueda tomarse un helado con él.
Montevideo, una mañana de mayo de 2004
En la cama, con los ojos todavía cerrados, Jorge Varlotta recuerda la visita de Tola Invernizzi al sueño que acaba de soñar: Tola estaba del otro lado de una senda peatonal, tomando un helado, y le dice que cruce para que pueda tomarse un helado con él.
—Vení, vení —dice Tola, que había
muerto tres años atrás—; vení, dale, que acá todo está bien.
Jorge Varlotta abre los ojos y sale
de la cama. En la cocina pone la pava para tomarse un té. Tiene sesenta y
cuatro años y entiende que a él y a Mario Levrero les queda poco tiempo de
vida.
Jorge Varlotta tuvo hijos, amó y fue
amado, viajó —no mucho—, vivió en Montevideo la mayor parte de su vida, vio
mucho cine, hizo algunas películas y guiones de historietas, leyó mucho, tuvo
grandes amistades.
Por otro lado, Mario Levrero se
dedicó a escribir una obra que cambiaría la historia de la literatura escrita
en castellano para siempre. Estamos en el año 2004 y los reconocimientos a su
obra todavía no brillan en todo su esplendor, sin embargo sus lectores lo
admiran y saben qué significa ese hombre para la literatura. Ganó la beca
Guggenheim hace cuatro años y gracias a eso pudo terminar su extraordinaria Novela luminosa.
Pero ahora está en el comedor de su
casa, tomándose el té, y oye la puerta abrirse. Es su hija Carla, que vive en
Piriápolis y viajó a Montevideo para visitarlo. Le da un beso, se prepara un
café en la cocina, y vuelve al comedor para sentarse junto a él.
Entonces Jorge Varlotta mira a su
hija y le dice que le queda poco tiempo de vida y ella se echa a reír.
Piriápolis, confitería del Rex, un anochecer de febrero de 2019
—Yo me reí muchísimo, no le creí —dice Carla Varlotta Mondello cuando termina de contar la historia. Su padre murió tres meses después de haber tenido ese sueño.
Piriápolis, confitería del Rex, un anochecer de febrero de 2019
—Yo me reí muchísimo, no le creí —dice Carla Varlotta Mondello cuando termina de contar la historia. Su padre murió tres meses después de haber tenido ese sueño.
Ella también habla de Jorge Varlotta
y no de Mario Levrero, a quien, nos cuenta, no quería mucho porque le robaba a
su padre. Sin embargo, con el paso del tiempo, pudo leerlo —y reírse mucho “con
los mecanismos que ponen en marcha la risa” aunque todavía no puede entrarle de
lleno a La novela luminosa, que lee de a partes, sabiendo que “ya llegará el
momento”—, y distingue en su lectura, por ejemplo de El discurso vacío, cuándo
escribe Mario y cuándo escribe Jorge.
Los sueños premonitorios y las
experiencias telepáticas son recurrentes en la vida de Jorge Varlotta y quien
quiera escribir una biografía de Levrero tendrá que adentrarse en el mundo
intangible de lo que puede llamarse magia, pero que en esta historia forma
parte esencial de la vida de un hombre.
—Me afectó mucho, al principio —dice
Carla, con voz vivísima, en el silencio de la cafetería— toda esta historia de
la obra, porque él ya no estaba, entonces decís ¡pah! ¿No? Él tendría que
haberlo visto, tendría que haberlo vivido; te afecta, pero después aceptás que
las cosas son como son... Y de alguna forma yo, si lo extraño o me pasa algo y
quiero hablar con él, le hablo, y yo creo que me escucha...
Después de un silencio Carla cuenta
una anécdota, sencilla, sobre cómo su padre se hizo presente, después de
muerto, para ayudarla a resolver un problema. Y mi compañera y yo la
escuchamos, dejándonos llevar por su relato, porque no se trata de creer o
descreer de la experiencia que trasciende el territorio de lo que llamamos lo
real; sino de poder escuchar. Al fin y al cabo la literatura se trata de eso;
es una experiencia que va más allá de lo real, y la gran literatura de Mario
Levrero —inscripta o no en la senda de Kafka— también es eso:
“Si escribo –escribe Levrero en El
discurso vacío– es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el
seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos
de la memoria del alma, y no invenciones”.
(LA CAPITAL / 17-3-2019)
(LA CAPITAL / 17-3-2019)
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