por Gustavo
Ogarrio
Autor de más de cincuenta obras, Premio Carlos
Pellicer 2002, uruguayo de nacimiento y mexicano por adopción y luego por
elección, recientemente fallecido, habla aquí con lucidez decantada por los
años, de las dictaduras en Latinoamérica (El torturador); del fascismo (Sangre
en el sur), y de la memoria y del regreso del exilio que, afirma, debe verse
“como un exilio dentro de otro, y que se da en un no-lugar” (Volver… volver).
“Nunca se regresa del todo”, afirma Saúl Ibargoyen
en relación a la experiencia del exilio y con motivo de la publicación de su
última novela, Volver… volver, título de resonancias populares,
cuyo referente es una celebradísima canción ranchera, y en la que narra el
regreso de un exiliado a su país de origen. En esta reflexión sobre los temas
del exilio, pero también sobre el sustento cultural y político que impulsa toda
su obra, Ibargoyen nos dice: “Jamás nos vamos totalmente.”
Saúl Ibargoyen, poeta y narrador uruguayo/mexicano,
ha publicado más de cincuenta libros de poesía, cuento, novela, testimonio y
teatro para niños. En 2002 recibió el Premio Carlos Pellicer y, en 2004, el
Premio Nacional Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro. Entre sus
últimos libros publicados se encuentran Toda la tierra, Cuento a
cuento, El poeta y yo, La última copa, El Torturador y Juntaversos.
¿Cómo se enfrenta el destino cuando se llevan las
marcas del exilio? ¿Qué es la memoria cuando aparece bajo la forma de una
novela? ¿Cómo regresan a su país de origen los que ya traen otro país encima?
Saúl Ibargoyen, también ensayista de varias orillas, entre Uruguay y México, y
de varias fronteras, Uruguay y Brasil, hijo de esa larguísima frontera
invisible creada entre su adopción mexicana y sus deseos rioplatenses, da a
conocer esta nueva novela en la que se pregunta por un tema que ronda toda su
obra: el regreso al país natal, su imposibilidad, su enfrentamiento con el
pasado, el anacronismo que viven los que se van respecto con lo que se queda,
las huellas de lo que ya no existe, o que existe de otra manera.
Volver… volver, su referencia a
una popular canción mexicana, es la primera señal de ese ámbito que a este
poeta le gusta tanto: el habla popular, el gesto de todos los días de una
sociedad como la mexicana que vive sus fracasos y esplendores desde la canción
ranchera.
Saúl, me gustaría primero que
hablaras un poco no de esta última novela, sino de ciertas obras anteriores,
muy cercanas en el tiempo, en las que veo prefigurado el tema de la memoria
histórica respecto al pasado de represión y de dictaduras en muchos países
latinoamericanos. Estoy pensando en tu novela anterior, El Torturador,
una sátira un poco negra sobre un tema tan duro como la tortura, tratada sin
tremendismos pero también sin ligerezas. ¿Cómo ves esta narrativa tuya respecto
al momento de memoria actual que viven muchos de los países de América Latina?
En verdad, creo que la tortura como política
terrorista de Estado opera en varios niveles. La aplicación de ese método
destructivo de sometimiento implica efectos a largo plazo, más allá de la
búsqueda de información o de implantar un miedo paralizante en el conjunto de
la sociedad. Eso promueve un vínculo, que puede estirarse históricamente, como
de mutua atracción entre el sujeto-Estado que realiza la tortura y el
objeto-sociedad que la recibe. Por lo tanto, esto supone la existencia de una
memoria que busca dolorosamente la verdad y la justicia, y de otra memoria que
pretende convertir su discurso en una verdad ficticia y perversa. En tal
sentido, creo que las zonas de mi narrativa en las que se da esta temática
presentan, al menos, una posibilidad de ajustarse a un momento histórico en
que, para algunos países del Cono Sur, se está acentuando el esclarecimiento de
los incontables crímenes de lesa humanidad cometidos en los años setenta y
ochenta. El tema de la tortura y su contenido ideológico –en razón de experiencias
personales y colectivas–, es más que tema literario en el que hay estupendos
textos testimoniales y creativos, empezando por el relato de la crucifixión de
Jesús-hombre por el imperio romano; se transforma en un componente más de la
cultura. O sea, es tal la presión del Estado terrorista (no hablo aquí de otro
terrorismo) y, por decirlo así, de todo su aparato político, mediático,
tecnológico, psicológico, científico, policial, castrense, etcétera, que esa
modalidad de opresión resultan internalizada por la sensibilidad comunitaria.
Como el niño golpeado y vejado que luego es golpeador y violador. En fin, así
es mi personaje Escipión Carrasco, “el Torturador”, hijo de madre desconocida…
La tradición de la tortura ha generado una respuesta literaria que también
conlleva una tradición.
En otro trabajo tuyo, testimonial,
Sangre en el Sur, pones a jugar una de tus ideas políticas más tenaces, dices
que “el fascismo es uno”. ¿Podrías hablarnos de esta idea y de su relación con
el testimonio y tu narrativa?
Ese libro de testimonio desarrolla hechos y
situaciones vividas en cabeza propia y en cabeza ajena, durante un lapso de
tres décadas reales; también se apela en el relato a datos de la historia
conosureña, pero bajo interpretación muy personal. La intención, aparte de la
necesidad de la escritura como un monólogo dramático, era señalar asuntos que
aparecen en otras obras mías, aunque el autor explícito (estimulado por un
entrevistador fantasmático) se involucra casi sin límites con su propio discurso.
Y en buena medida, para denunciar sin anestesia la presencia, el desarrollo y
los nefastos resultados de la puesta en práctica del fascismo criollo en
Sudamérica, como brutal avanzada del neoliberalismo, tan elogiado por las
oligarquías nativas. La tesis de que el fascismo es uno solo, más allá de las
máscaras democráticas que utilice, es una verdad evidente que no necesita
demostración. “Las espinas envenenadas del fascismo” dijera Rodney Arismendi,
siguen lastimando al cuerpo social en Uruguay, en Chile… Miremos hacia América
Central y más arriba. Es uno solo, sí, pero tiene muchas cabezas.
Ahora sí quiero a entrar en la
novela Volver… volver, ¿quién es este hombre que lleva la voz,
Leandro? Hay en su figura un trabajo novelesco desde tu propia autobiografía.
¿Dónde eres él y dónde no?
Pregunta para un psicoanalista, y yo soy sólo un
paciente… No se oculta que el personaje central, Leandro, está apegado a una
autobiografía que uno escribe sin palabras, mientras va respirando en estos
complejos y a veces contaminados aires del mundo. Y que después, bajo ciertas
pulsiones, resulta escrita e inventada al mismo tiempo. Uno la vive sin
escribirla y la escribe como si la viviera. Por tanto, autor explícito, autor
implícito y narratario son uno solo, otra vez la trinidad… Leandro es el nombre
de mi padre, es decir, su nombre vive, respira, pero murió hace cincuenta y dos
años. Decía mi amigo Hugo Giovanetti Viola que detrás de una familia o un grupo
humano, o alguien, siempre hay una persona, como una sombra que señala
aconteceres y destinos. Puedo decir que hay una sombra para mí, siguiendo esta
metáfora, como el otro, el doble, etcétera, pero esa sombra se ha vuelto
transparente y su núcleo de seguro es blanco. He pensado que, a más del asunto
central de la novela, el regreso de un exiliado a la ciudad natal, el otro
asunto es un homenaje y el verdadero encuentro con mi padre.
En la novela hay figuras que ilustran
perfectamente este choque entre pasado y presente, que representan la
imposibilidad completa del “regreso” para el hombre Leandro. Por ejemplo, María
Laura, una estudiante que precisamente estudia el presente en una de sus
versiones artísticas, la literatura, o Rosita, que en su disposición amorosa
recarga el presente de exilio de Leandro, aunque se esté ya de regreso. ¿Es así
esto?
No lo había pensado así, pues los personajes fueron
apareciendo de quién sabe que “telas del corazón”, como universos nacidos de la
nada (según Stephen Hawking), aunque esta teoría no sirva para los humánidos.
Según los famosos griegos, hasta los dioses estaban sometidos a la necesidad, y
mi personaje Leandro también, e igualmente María Laura y Rosita. Su aparición
tal vez esté relacionada con ciertos huecos en la sensibilidad del
protagonista, resultantes de historias pasadas que tienden a reiterarse, como
si tratara de soñar en función de un acto de voluntad. Esto pretende significar
que cada personaje tiene varias históricas apócrifas, es decir, escondidas, y
la interacción con otra/o personaja/e despierta una sola de esas historias, en
razón de la ley que expresa que un personaje no puede estar en dos lugares del
relato simultáneamente. Ciertas partículas en la física cuántica, sí.
Hay una frase en la novela que me
gustaría que profundizaras en ella, no en términos novelescos, pues a final de
cuentas esto ya está en la novela, sino en sus consecuencias históricas: “Todo
es memoria, hasta lo que no fue.”
Alguien, un místico árabe llamado Josef Ibn-Damash,
dijo que recordar para adentro era vivir y recordar para afuera era morirse.
Para los poetas, la memoria es la propia poesía en más de un sentido, pero
cualquier ciudadano, y hasta un chimpancé (nuestro pariente más cercano), en
sus operaciones recordatorias, realiza retoques o variaciones a la
representación mental-sensible-espiritual de lo vivido. Es decir, genera uno o
más futuros, quizá tan o más numerosos que los eventos del pasado. Además,
cuando ya no hay nada que recordar, pero la base orgánica de la memoria
persiste, ésta se alimenta de sí misma, se recuerda en eventos que no existen.
Es el agujero negro de toda ausencia; Josef Ibn-Damash lo hubiera llamado
muerte (que tampoco existe).
En un momento de este regreso del
protagonista a Ríomar, el hombre Leandro se pregunta: “¿Qué estoy encontrando
aquí, donde el verde es otro verde y ya no traquetean los tranvías amarillos…?”
Es una pregunta cargada de símbolos que demuestran devastadoramente que el que
regresa ya no reconoce la cotidianidad que dejó, la tecnología que lo acompañó
en el pasado. ¿Qué papel juegan estos símbolos como el tranvía o el color del
paisaje en la novela?
El verde y el tranvía amarillo son una alusión
a
unos versos de mi caro amigo Benedetti: “Montevideo era verde y con tranvías.”
El amarillo (color vinculado con el Sol, el fuego, etcétera) lo vi en los
tranvías de mi infancia. Contiene una propuesta simbólica de energía, de ritmos
vibrantes y vitales. Yo acostumbraba descender de aquellas máquinas ruidosas y
populares, apegadas a sus rieles de fierro, todavía en movimiento, apoyando el
pie derecho y echando el cuerpo hacia atrás. Todavía hago eso al bajar de las
peseras mexicanas como lo hice de los colectivos en Buenos Aires. El verde es
además un fuerte color de la niñez, pues viví en zonas suburbanas, ricas en
árboles y plantíos de maíz y viñedos. Para mí, y para el personaje Leandro, el
verde tiene sabor y sus olores diversos son como una corriente de energía
cósmica. Pero en una ciudad hay muchos colores, la inventes o no…
Esta novela es sin duda bicultural,
está hecha de un lenguaje artístico que sólo es posible a partir de la
experiencia de habitar dos sociedades, la uruguaya y la mexicana. ¿Qué tendrías
que decir ante esta situación?
En efecto, se trata de una experiencia literaria a
partir de dos culturas, que a su vez contienen una amplia diversidad de valores
y representaciones simbólicas proveniente del traslado cultural, desde ecos de
la Antigüedad preclásica, pasando por el mal llamado “encuentro de dos mundos”
o pillaje colonialista de Nuestra América, hasta el espacio-tiempo globalizado
de hoy, que la expansión del capitalismo salvaje impulsa. Es decir, tanto el
autor explícito de la novela como sus criaturas de tinta y papel se hallan
sometidos a las presiones de una cultura general para la cual no estaban
preparados. Y aunque la escritura se haya alejado del uso de portuguesismos,
tampoco se apoya sustancialmente en formas del habla mexicana: la novela trata
de un regreso a los orígenes (reales o inventados), lo que implica una vuelta a
la lengua primigenia. Además, pienso que la diversidad de la cultura, en sus
trajines incesantes, muestra una dimensión evidente pero también sugiere otras
dimensiones que llamaría soterradas. Tal vez éstas sean las más relevantes para
mí.
Estamos ante una novela que se puede
ver al final de un ciclo literario y político, el de una generación que vivió
las dictaduras, el fin de la Guerra fría y la velocidad frenética de la
globalización. ¿Qué reflexión te produce esta afirmación?
De acuerdo, sí. En estos momentos de nuestra
historia latinoamericana el trágico ciclo de dictaduras y su resonancia
literaria iniciada con Tirano Banderas parecen haber
terminado. Lo que percibimos hoy es una nueva etapa de las luchas
independentistas contra el imperio y sus socios, que traerán sufrimiento a
nuestros pueblos, pero también la posibilidad de una liberación definitiva.
Pero, ¿y el tópico del exilio, de milenaria tradición? Éste continúa en las
realidades actuales del continente y del planeta, con una cauda de dolor y
desgarramiento en verdad interminables, renovados
y explotados por la
perversidad del poder (pensemos en el famoso Grupo Heidelberg).
Asimismo, debe verse el regreso del exilio como un exilio dentro de otro,
y que se da en un no-lugar. Tengo certeza de que mi personaje Leandro lo ha
comprendido hasta el fondo: el exilio nunca se acaba, y no sabemos cuándo
empieza. Nunca se regresa del todo porque jamás nos vamos totalmente.
(La Jornada / 27-1-2019)
(La Jornada / 27-1-2019)
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