Con tiempo húmedo y frío
Eugenio se encaminó a pie a la Casa Vauquer. Su educación tocaba a su término.
-Me parece que no
podremos salvar al pbre papá Goriot -le dijo Bianchon cuando entró en el cuarto
de su vecino.
-Amigo mío -le dijo
Eugenio después de haber mirado al anciano dormido-, sigue adelante en el
modesto destino a que aspiras. Yo estoy en un infierno y me veo obligado a
permanecer en él. Por mucho que te parezca el mal que te cuentan del mundo,
créelo. No hay Juvenal que pueda descubrir el horror cubierto de oro y
pedrerías.
Al día siguiente
Rastignac fue despertado a las dos de la tarde por Bianchon que, obligado a
salir, le rogó que cuidase de papá Goriot, que había empeorado mucho por la
madrugada.
-Al pobre hombre no le
quedan dos días, tal vez horas de vida -dijo el estudiante de medicina- y sin
embargo no podemos dejar de combatir el mal. Va a ser necesario prodigarle
costosos cuidados; nosotros podremos ser sus enfermeros, pero yo, por mi parte,
te confieso que no tengo un céntimo. He registrado los armarios y los bolsillos
del viejo, pero no he encontrado nada. Lo he interrogado en un momento de
lucidez y me ha dicho que carecía en absoluto de recursos. ¿Cuánto tienes tú?
-Me quedan veinte francos
-respondió Rastignac-; pero iré a jugar y ganaré.
-¿Y si pierdes?
-Les pediré dinero a sus
yernos y a sus hijas.
-¿Y si te lo niegan?
-repuso Bianchon-. En este momento, lo más urgente es encontrar dinero: es
preciso aplicar al enfermo un sinapismo desde los pies hasta la mitad de los
muslos. Si grita, aun habrá esperanzas. Ya sabes cómo se hace. Por otra parte,
Crtistóbal te ayudará. Voy a pasar por la casa del boticario para decilr que
respondo de todos los medicamentos que tomemos. Es lástima que el hombre no
haya podido ser trasladado a nuestro hospicio, porque allí estaría mejor.
Vamos, ven y no te separes de él hasta que yo haya vuelto.
Los dos jóvenes entraron
em el cuarto donde yacía el anciano. Eugenio quedó admirado al ver el cambio
que se había operado en aquella faz convulsa, lívida y profundamente débil.
-¿Cómo está usted, papá?
-le dijo inclinándose sobre la cama.
Goriot fijó en Eugenio
sus ojos empañados y lo miró atentamente sin reconocerlo. El estudiante no pudo
sostener aquella mirada, y las lágrimas humedecieron sus ojos.
-Bianchon, ¿no sería
conveniente poner cortinas en las ventanas?
-No, los cambios
atmosféricos no lo afectan ya. Sería demasiado feliz si sintiera frío o calor.
Sin embargo, necesitamos fuego para hacerle tisanas y preparar otras cosas. Yo
enviaré unos haces de leña. Ayer y esta noche quemé la suya y toda la turba que
tenía el pobre hombre. Este cuarto es húmedo, se veía correr el agua por las
paredes y apenas si logré secarlo. Cristóbal lo barrió, porque estaba hecho una
verdadera cuadra, y yo quemé un poco de enebro porque olía mal.
-¡Dios mío! -dijo
Rastignac-. ¿Y sus hijas?
-Mira: si quiere beber, dale
esto -dijo Bianchon mostrándole un gran pote blanco-. Si lo oyeses quejarse y
el vientre está ardiente y duro, dile a Cristóbal que te ayude y adminístrale…
Ya sabes. Si por casualidad tuviese una gran exaltación, hablase mucho y diera
pruebas de demencia, déjalo que no es mala señal; pero envía a Crtistóbal al
hospital Cochin, porque nuestro médico, mi compañero o yo vendríamos a
aplicarle cauterios. Esta mañana, mientras dormías, hemos tenido una importante
consulta con un discípulo del doctor Gall y con el médico jefe del Hospital
Provincial. Estos señores creyeron reconocer curiosos síntomas y vamos a seguir
el curso de la enfermedad a fin de instruirnos en ciertos detalles científicos
bastante importantes. Uno de estos señores pretende que si la presión del suero
fuese mayor sobre un órgano que sobre otro, podría originar hechos
particulares. Escúchalo, pues, bien, en caso de que hablase, para decirnos a
qué género de ideas pertenecen sus palabras: si son efectos de memoria, de
penetración, de juicio; si se ocupa de cosas materiales o de sentimientos, si
calcula, si recuerda el pasado; en fin, debes hacernos un relato exacto de lo
que ocurra. Es posible que la invasión tenga lugar de pronto, y entonces morirá
imbécil, como lo está en este momento. Todo es raro en esta clase de
enfermedades. Si la bomba estallase por aquí -dijo Bianchon señalando el
occipucio del enfermo-, hay ejemplos de fenómenos singulares, el cerebro
recobra algunas de sus facultades y la muerte es más lenta. Por otra parte, las
serosidades pueden apartarse del cerebro y tomar rutas cuyo curso se conoce
únicamente por medio de la autopsia. Hay en los Incurables un anciano tonto en
el cual el suero siguió la columna vertebral y sufre horriblemente, pero vive.
-¿Se han divertido mucho?
-dijo papá Goriot reconociendo a Eugenio.
-¡Oh, no piensa más que
en sus hijas! -dijo Bianchon-. Esta noche ma ha dicho más de cien veces: “Están
bailando; ella tiene su traje”, y las llamaba por sus nombres, y lléveme el diablo
si no me hacía llorar con sus exclamaciones: “¡Delfina!” “¡Delfina mía1” “¡Nasia1”
Su acento haría conmover a las piedras.
-¡Delfina! -dijo el
anciano-. Están ahí, ¿verdad? ¡Oh, yo lo sabía!
Y sus ojos recobraron una
loca actividad para mirar las paredes y la puerta.
-Bajo a decir a Silvia
que prepare los sinapismos, es el momento favorable -dijo Bianchon.
Rastignac se quedó solo
al lado del anciano, sentado al pie de su cama y con los ojos fijos en esa cabeza
cuya vista causaba espanto y dolor.
-¡La señora de Beauséant
huye, este se muere! -exclamó Eugenio-. Las almas hermosas no pueden permanecer
mucho tiempo en este mundo. En efecto, ¿cómo han de aliarse los buenos
sentimientos con una sociedad mezquina y superficial?
Las imágenes de la fiesta
a que había asistido acudieron a su mente y contrastaron con el espectáculo de
aquel lecho de muerte. Bianchon se presentó de pronto.
-Mira, Eugenio, acabo de
ver a nuestro médico jefe y he vuelto corriendo. Si presenta síntomas de razón,
si habla, acuéstalo sobre un sinapismo de manera que la mostaza lo tome desde
la nuca hasta los riñones y mándanos llamar.
-Querido Bianchon -dijo
Eugenio.
-¡Oh, se trata de un
hecho científico! -repuso el estudiante con todo el ardor de un neófito.
-Vamos -dijo Eugenio-,
¿será yo el único que cuide a este pobre anciano por cariño?
-Si me hubieras visto
esta mañana, no hablarías así, repuso Bianchon, sin ofenderse por lo dicho-.
Los médicos que han ejercido ya no ven más que la enfermedad, pero yo aun veo
al enfermo, mi querido muchacho.
Y se fue dejando a
Rastignac solo con el anciano.
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