lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (95)


Rastignac no había sentido nunca una emoción tan violenta como la que le causó la vista de aquel dolor tan noblemente contenido. Al entrar en el baile, Eugenio dio una vuelta con la señora de Beauséant, última y delicada atención de esta graciosa mujer, y al poco rato vio a las dos hermanas, a la señora de Restaud y a la de Nucingen. La condesa estaba hermosísima, ostentando sus diamantes, que para ella debían ser de fuego. Por grande que fuese su orgullo y su amor, no podía sostener la mirada de su marido. Este espectáculo, que no tenía nada de grato, contribuyó a entristecer más a Rastignac, que vio bajo los diamantes de las hermanas el inmundo catre donde yacía papá Goriot. La vizcondesa, engañada por su actitud melancólica, no tardó en abandonar su brazo.

-Vaya usted, no quiero quitarle un placer -le dijo.

Eugenio fue reclamado por Delfina que, satisfecha del efecto que producía, ansiaba poner a los pies del estudiante los homenajes que recogía en ese mundo por el cual esperaba ser adoptada.

-¿Cómo encuentra usted a Nasia? -le preguntó Delfina.

-Su hermana ha disipado hasta el producto de la muerte de su padre -dijo Rastignac.

A eso de las cuatro de la mañana la multitud comenzó a desfilar y la música dejó de oírse. La duquesa de Langeais y Rastignac se encontraron solos en el salón. La vizcondesa, creyendo hallar solo al estudiante, acudió allí, después de haber dicho adiós al señor de Beauséant, quien fue a acostarse repitiéndole:

-Querida mía, hace usted mal en retirarse del mundo a su edad. Quédese con nosotros.

Al ver a la duquesa, la señora de Beauséant no pudo contener una exclamación.

-Clara, he adivinado lo que intenta -dijo la señora de Langeais-. Quiere usted marcharse para no volver nunca más; pero no lo hará sin habernos oído y sin que nos hayamos comprendido.

Y tomó a su amiga por el brazo, la llevó al salón vecino, y allí, contemplándola con los ojos velados por las lágrimas, la estrechó entre sus brazos y la besó en las mejillas.

-No quiero separarme de usted fríamente, querida mía, porque mis remordimientos serían demasiado grandes. Cuente conmigo como usted misma. Esta noche ha sido usted grande, me he sentido digna de usted y quiero probárselo. Querida mía, perdóneme usted si no me he portado siempre bien. Lamento haber dicho cosas que hayan podido molestarla, y quisiera poder recoger mis palabras. Un mismo dolor reúne nuestras almas, y no sé cuál de las dos será más desgraciada. El señor de Montivreau no estaba esta noche aquí, ¿comprende usted? Clara: los que la han visto en este último baila no la olvidarán nunca. Yo intento un último esfuerzo y, si fracaso, iré a encerrarme en un convento. ¿Adónde se va usted?

-A Normandía, a Courcelles, a amar y a orar hasta el día en que Dios me saque de este mundo.

-Señor de Rastignac, venga usted -dijo la vizcondesa con voz conmovida, creyendo que el joven esperaba.

El estudiante hincó una rodilla en tierra, tomó una mano de su prima y la besó.

-Adiós, Antonieta -repuso la señora de Beauséant-, que sea usted muy feliz. Respecto de usted -dijo al estudiante-, ya sé que lo es. Porque es aun joven y puede creer en algo. Al retirarme del mundo me queda el consuelo de haber dejado alrededor de mí piadosas y sinceras emociones, como algunos moribundos privilegiados.

Rastignac se fue a las cinco de la mañana, después de haber visto a la señora de Beauséant en su berlina de viaje y de haber recibido su último adiós con lágrimas que probaban que las personas más elevadas no pueden eludir las leyes del corazón ni vivir sin penas, como pretenden hacer creer algunos halagadores del pueblo.

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