Rastignac no había
sentido nunca una emoción tan violenta como la que le causó la vista de aquel
dolor tan noblemente contenido. Al entrar en el baile, Eugenio dio una vuelta
con la señora de Beauséant, última y delicada atención de esta graciosa mujer,
y al poco rato vio a las dos hermanas, a la señora de Restaud y a la de
Nucingen. La condesa estaba hermosísima, ostentando sus diamantes, que para
ella debían ser de fuego. Por grande que fuese su orgullo y su amor, no podía
sostener la mirada de su marido. Este espectáculo, que no tenía nada de grato,
contribuyó a entristecer más a Rastignac, que vio bajo los diamantes de las
hermanas el inmundo catre donde yacía papá Goriot. La vizcondesa, engañada por
su actitud melancólica, no tardó en abandonar su brazo.
-Vaya usted, no quiero
quitarle un placer -le dijo.
Eugenio fue reclamado por
Delfina que, satisfecha del efecto que producía, ansiaba poner a los pies del
estudiante los homenajes que recogía en ese mundo por el cual esperaba ser
adoptada.
-¿Cómo encuentra usted a
Nasia? -le preguntó Delfina.
-Su hermana ha disipado
hasta el producto de la muerte de su padre -dijo Rastignac.
A eso de las cuatro de la
mañana la multitud comenzó a desfilar y la música dejó de oírse. La duquesa de
Langeais y Rastignac se encontraron solos en el salón. La vizcondesa, creyendo
hallar solo al estudiante, acudió allí, después de haber dicho adiós al señor
de Beauséant, quien fue a acostarse repitiéndole:
-Querida mía, hace usted
mal en retirarse del mundo a su edad. Quédese con nosotros.
Al ver a la duquesa, la
señora de Beauséant no pudo contener una exclamación.
-Clara, he adivinado lo que
intenta -dijo la señora de Langeais-. Quiere usted marcharse para no volver
nunca más; pero no lo hará sin habernos oído y sin que nos hayamos comprendido.
Y tomó a su amiga por el
brazo, la llevó al salón vecino, y allí, contemplándola con los ojos velados
por las lágrimas, la estrechó entre sus brazos y la besó en las mejillas.
-No quiero separarme de
usted fríamente, querida mía, porque mis remordimientos serían demasiado
grandes. Cuente conmigo como usted misma. Esta noche ha sido usted grande, me he
sentido digna de usted y quiero probárselo. Querida mía, perdóneme usted si no
me he portado siempre bien. Lamento haber dicho cosas que hayan podido
molestarla, y quisiera poder recoger mis palabras. Un mismo dolor reúne
nuestras almas, y no sé cuál de las dos será más desgraciada. El señor de
Montivreau no estaba esta noche aquí, ¿comprende usted? Clara: los que la han
visto en este último baila no la olvidarán nunca. Yo intento un último esfuerzo
y, si fracaso, iré a encerrarme en un convento. ¿Adónde se va usted?
-A Normandía, a
Courcelles, a amar y a orar hasta el día en que Dios me saque de este mundo.
-Señor de Rastignac,
venga usted -dijo la vizcondesa con voz conmovida, creyendo que el joven
esperaba.
El estudiante hincó una
rodilla en tierra, tomó una mano de su prima y la besó.
-Adiós, Antonieta -repuso
la señora de Beauséant-, que sea usted muy feliz. Respecto de usted -dijo al
estudiante-, ya sé que lo es. Porque es aun joven y puede creer en algo. Al
retirarme del mundo me queda el consuelo de haber dejado alrededor de mí
piadosas y sinceras emociones, como algunos moribundos privilegiados.
Rastignac se fue a las
cinco de la mañana, después de haber visto a la señora de Beauséant en su
berlina de viaje y de haber recibido su último adiós con lágrimas que probaban
que las personas más elevadas no pueden eludir las leyes del corazón ni vivir
sin penas, como pretenden hacer creer algunos halagadores del pueblo.
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